Félix Sánchez, después de recibir el Premio Alejo Carpentier, junto a una amiga entrañable: la escritora Aida Bahr. Autor: Cortesía del entrevistado Publicado: 24/03/2018 | 09:59 pm
CIEGO DE ÁVILA.— Como el protagonista del relato La soledad del corredor de fondo, del escritor inglés Alan Sillitoe, Félix Sánchez Rodríguez (Ceballos, Ciego de Ávila, 1955) se lanzó de manera profunda en una carrera donde la vocación de escritor se ejerció y también se defendió bajo una palabra: la persistencia.
Ese trayecto comenzó en la década de 1970, al ingresar en los talleres literarios y se ratificó en una especie de parteaguas en su vida, cuando decidió el licenciamiento. Un compañero de filas cuenta que al comentar la decisión entre los amigos, Félix repitió: «Me voy porque quiero escribir».
Fue un salto al vacío y conociendo los riesgos, como el de no lograr nada o sepultar la vocación por los imperativos que a veces la vida pone en la cotidianeidad. Pasados los años, sin embargo, cumplió con aquella declaración. Desde esa fecha, ha publicado una docena de libros de cuentos para adultos y niños en diferentes editoriales cubanas y extranjeras, cuatro novelas y ha sido ganador de varios premios como el Uneac de Novela Cirilo Villaverde 2004 por Zugzwang, el Julio Cortázar de cuento 2010 y ahora el Premio Alejo Carpentier, en la categoría de cuento, por su libro El corazón desnudo.
—Félix, junto a tu condición de escritor, eres un ciudadano común, que vives las dificultades cotidianas de la mayoría de los cubanos. ¿Cómo haces para escribir en medio de una realidad que puede llegar a ser muy absorbente por sus dificultades y que incluso puede sepultarte los deseos?
—Bueno, hay cosas de la casa que debo enfrentarlas yo y no se pueden eludir, ¿estamos claro? Pero lo primero es que existe una comprensión de la familia. Uno defiende el espacio de la escritura, lo cual implica un sacrificio. No hay salidas, no hay fiestas. Por lo tanto, el tiempo libre es para escribir. No hay otra fórmula que la de ser persistente.
—Hemingway advertía de los peligros de escribir cansado. ¿Cómo enfrentas esa amenaza de agotarte tú y, por consiguiente, dañar lo que escribes?
—Te voy a confesar algo: el escritor nunca reposa, siempre está observando, imaginando. Aunque debo reconocer que a medida que uno envejece, se cansa más rápido. Lo que pasa es que me organizo e, insisto, la familia ayuda. Cuando uno escribe, los ruidos disminuyen en casa. Por otro lado, Hemingway aconsejaba no agotarlo todo y tener algo de qué escribir para el día siguiente. Y créeme: ese consejo es muy bueno.
—¿Te consideras un escritor diurno o nocturno?
—Escribo más de noche que de día. No hay tareas domésticas, no hay gritos, no hay carros que pitan, ni música alta ni teléfonos ni perros que ladran tanto, ni gente que se llaman unas a las otras. El ruido es de los grandes enemigos de los escritores.
***
El corazón desnudo agrupa 15 cuentos —de ellos, diez inéditos— escritos en los últimos cinco o seis años. «El escenario es la Cuba actual —explica Félix—, y en las historias se abordan temas como la separación de la familia, el burocratismo, el mercado negro, el cuentapropismo y el impacto de las necesidades. Es un libro, tal vez realista, pero no testimonial. Aunque en estos casos, como en otros de mis cuentos, la realidad cotidiana es solo un pretexto para adentrarme en situaciones que se convierten en absurdas, pero que develan conflictos y esencias humanas que a primera vista no se ven. ¿Que si se corre el peligro de escribir, a fin de cuentas, una literatura que no diga nada en el futuro porque está muy afincada en la actualidad? No me preocupa el futuro, creo que nadie puede asegurar si algo en específico de su obra trascenderá. Tampoco escribo pensando en la trascendencia. Uno lo hace porque encuentra o imagina historias singulares, que sencillamente te motivan a contarlas».
***
—En tu caso ¿dónde ubicarías los límites entre la realidad y esas fantasías que generan situaciones del absurdo?
—Creo que, en buena medida, la clave está en el modo como se mira la realidad. Una mirada convencional te puede devolver una situación muy chata. Por eso a mí me interesa lo que yo llamo la mirada oblicua. Es decir, no entrar de frente sino adentrarse mediante un corte tangencial en esa realidad objetiva. Al hacerlo descubres otras situaciones y matices que antes no se mostraban. Con ese tipo de mirada, lo que hago es mover las coordenadas de la realidad, sacarla un poco de su lugar y por ahí aparece lo singular, lo que te motiva a escribir.
—¿Y qué historias pueden generar ese movimiento de coordenadas?
—Te voy a poner un ejemplo. En el libro hay un cuento llamado Las noches de papá. Es la historia de un hombre viudo, pensionado, que tiene varios hijos. Al contrario del padre, los muchachos prosperaron y el viejo percibe que su autoridad ante ellos ha decaído. Ya no es el centro como antes. No obstante, de algún modo él quiere restaurar ese protagonismo, y se le ocurre organizar cenas preparadas solo con sus pocos recursos. Todo va bien hasta que cada familia se cansa de este juego y trae sus propios platos.
«“Mira lo que te preparamos, papá”, le dicen unos. “Esto te lo traen los niños de regalo, para que veas”, enseñan un hijo y su mujer. “Viejo, mira lo que te hizo mi mujer, verás cómo te gusta”, asegura otro hijo. Los alimentos empiezan a multiplicarse, en algo que no acaba nunca. Ahí es donde yo empiezo a mover la realidad, y se origina una situación en la que el protagonista descubrirá la verdad. Esa abundancia resulta una maniobra de cada hermano para demostrar su superioridad sobre los demás y entre todos mostrar al padre que él ya no podrá restaurar su autoridad perdida».
—¿Por qué ese apego tuyo al absurdo? ¿Cuál es su origen?
—No sé, es difícil dar una explicación. El absurdo nos elige. Está ahí, sencillamente. El origen pudiera estar en mi mundo de niño. En mi casa de Ceballos no teníamos una posición holgada, pero teníamos muchos libros. Mis primeras lecturas, las inolvidables, fueron Edgar Allan Poe, Julio Verne, Charles Dickens, Robert Louis Stevenson, entre otros. No eran escritores del absurdo, pero se movían muchos en lo fantástico. Luego, cuando descubrí a Borges y a Cortázar, ciertas ideas se me reafirmaron. Una de ellas es que si mueves un poco la realidad, enseguida estás dando con la fantasía.
—¿No has pensado incursionar en otros géneros?
—Lo que más intenté en los comienzos fue la poesía. La escribí alguna vez y se convirtió en un capítulo cerrado. Tengo una novela para niños, Lagri, premiada con el Eliseo Diego, aunque no he seguido esa línea. También algunos proyectos cercanos al ensayo social y a la ciencia ficción, pero si no los he seguido es por algo. Yo no fuerzo las ideas. El instinto es algo que tiene peso y lo respeto.
—Si te fueras a ubicar en una clasificación, ¿cuál escogerías?, ¿la de cuentista o la de novelista?
—La novela me seduce más que el cuento. Lo que pasa es que un cuento y un libro de cuentos los puedes concebir con mayor rapidez. Con la novela no hay eso. Dar una por terminada es muy difícil. Yo tengo cinco publicadas, pero en casa hay guardadas seis u ocho en distintos niveles de terminación, y todavía no me decido.
—¿Qué pasa con ellas? ¿Por qué se te hacen tan difíciles?
—El proceso de retrabajo de una novela se disfruta mucho. Para mí es una contentura ir al texto una y otra vez. También ocurre que de pronto descubres que una versión de tres años atrás te satisface más que la rescritura reciente, y ese descubrimiento ocurre en medio del trabajo. Empiezas con la duda y finalmente terminas dejándola descansar. La novela, como toda obra de arte mayor, tiene su propia vida.
—Pero de todas esas que están guardadas, ¿cuál es la más próxima a concluir y publicar?
—No lo sé, no te lo puedo asegurar. Ya te dije que tienen su propia vida. No te preocupes. Ellas me lo dirán.