El México antiguo volvía en las piedras, los azulejos, las avenidas y las iglesias al andar junto al Doctor Alfonso Herrera Franyutti, el más ferviente martiano en tierra azteca. Apurábamos el paso para que el tiempo alcanzara a caminar los ámbitos del Apóstol en el centro de la ciudad antes de llegarnos donde Raquel Tibol, una argentina que —invitada por Diego Rivera— llegó a México en 1953 para quedarse por siempre, ejerciendo como crítica de arte, organizadora de exposiciones, periodista y autora de más de 30 títulos.
Mientras caminábamos, pensé en el «Cedro», que por aquellos días respondió preguntas al periodista Ignacio Ramonet sobre temas franceses. Recordé que fue precisamente una traducción de la novela del venerable Víctor Hugo, Mis hijos, el primer encargo que pusieron en las manos del Maestro al llegar aquí. Parados en una de las esquinas del Palacio Nacional de Bellas Artes sobrecogía la certeza de las cercanías. Por las mismas calles anduvo José Martí. Al fondo, a pocas cuadras, vivía Rosario de La Peña, Rosario, la de Acuña, a quien escribió deslumbrado..., un poco más adelante se llegaba de súbito a la amplitud del Zócalo, al Liceo Literario, y a la casa de Carmen. Todo estaba muy cerca y sin embargo lo habíamos imaginado distante y fragoroso; pero no era así, las catedrales, viviendas y paseos definían sus líneas armoniosa y apaciblemente. José Martí hablaba en sus escritos del Jockey Club, lugar muy célebre, afamada Casa de los Azulejos en la actualidad, donde se hospedaban en un mismo centro una droguería, un café, una librería, restaurantes, confitería, y la bohemia de una urbe de contrastes hermosos y desoladores. En el espacio abierto de viejas columnas revoloteaba un bullicio gentil. Acogía fraternalmente el recinto al mediodía, juntas allí, en torno a una mesa, todas las cosmogonías probables y las modernidades —irrumpientes, naturales en su desenfado insolente de lo arrollador—, pero sin poder despojarse de la compañía absoluta, maravillosa y rotunda de la tradición mexicana: el color propio pervivía y la historia fluía auténtica en las aguas de la fuente singular, los aromas, las voces, las paredes, los rebozos, las blusas, las cofias blanquísimas, el ahorita de la prontitud, los techos, los balcones, el sabor y el chile del plato, las balaustradas, y esas mujeres que iban y venían entre el gentío y la sorpresa, apurando, mostrando en sus habilidades y gestos, en la delicadeza de sus maneras, su ascendencia ancestral, acompañadas de lejos por el mural de José Clemente Orozco, fechado en los años 20 del siglo reciente y antiguo de los 1900 y que por eso mismo iba siendo reliquia centenaria. ¿Qué habría escrito José Martí ante la maravilla de unos frescos inspirados en el pueblo y realizados a su vista con toda intención, como libro abierto, como galerías nunca cerradas? Eran pintores que soñaban —al decir de Diego Rivera— llevar el arte al pueblo del que ese mismo arte crecía.
Más tarde, después de ese vuelo de colibrí, iríamos donde Raquel, que conoció a los muralistas de la Revolución Mexicana, especialmente al maestro Rivera, de quien fue secretaria; a David Alfaro Siqueiros. También a Frida Kahlo, por entonces, como ellos, leyenda viva. Raquel ha escrito libros como Diego Rivera, arte y política; Siqueiros, vida y obra, y Frida Kahlo, en su luz más íntima. Es toda una institución, y una fiel amiga de la Revolución Cubana.
Reemprendimos entonces el camino y llegamos al Zócalo, a la Catedral y al Sagrario donde se matrimoniaron Martí y Carmen Zayas Bazán, el 20 de diciembre de 1877, y por la calle empedrada que bordea el Palacio Nacional, hacia la Casa de Manuel Mercado, en cuyo entresuelo habitaron los padres y hermanas del Apóstol.
«Cuando Leal estuvo por aquí —contó Franyutti— el inmueble se encontraba en reparación y no pudo más que asomarse». Conseguimos llegar al piso alto y apreciar los viejos tablones de la construcción, las pequeñas habitaciones y puertas de la casa. Los años y el peso de los habitantes moldearon los peldaños en las escaleras. Al bajar a la calle, por el mismo rumbo que se adentra en lo viejo, fuimos a la Academia de Pintura San Carlos de la que Martí escribió tres artículos. Allí trabajaba y estudiaba Manuel Ocaranza, el pintor novio de Ana, la hermana querida. De Ocaranza habló el Maestro en carta a Manuel Mercado, donde describió su viaje en tren por la Sierra Madre Oriental, cuando iba de Veracruz a la capital y expresó su deseo de que los pintores mexicanos vieran aquella naturaleza de esplendor alucinante para estamparla en sus obras. «Manuel Ocaranza haría en ese camino mucha falta: los que sienten la naturaleza tienen el deber de amarla; las alboradas y las puestas son el verdadero estudio de un artista; un pintor en su gabinete es un águila enferma. Dígale V. que es muy bella la salida de Orizaba, y que la contemplación de estas purezas haría a su alma un bien incalculable. El hombre se hace inmenso contemplando la inmensidad...».
La visita a Raquel Tibol apuró la jornada y Franyutti, cordial, nos despidió con el regalo de su libro que desde el mismo título confirmaba una presencia entrañable: Martí en México.
A Raquel Tibol fuimos a verla porque estaba en preparación en Cuba un libro de un martiano raigal: Julio Antonio Mella.
Ella misma narró en el prólogo que mientras compilaba materiales de Siqueiros en el diario de los comunistas mexicanos El Machete, se le tornó ineludible el acercamiento a lo escrito por el joven cubano, a sus combativos e innumerables artículos, comentarios y denuncias en aquellas páginas reflejo de una lucha incesante.
Fue así que Raquel Tibol indagó, investigó y estudió al Mella de esas entregas en fervientes opiniones, y terminó por escribir un volumen, revelador de una parte casi desconocida de la obra militante y periodística del líder estudiantil universitario cubano en tierra azteca: Julio Antonio Mella en El Machete. La autora tuvo la extraordinaria posibilidad de consultar la única colección completa existente en México, del primer período de ese diario: tres tomos encuadernados, con los números del 1 al 173, este último fechado el 13 de julio de 1929.
«Para la Federación Estudiantil Universitaria de Cuba, mi amistad», fue la expresión fraternal con que la autora dedicó a la FEU, en 1996, un ejemplar de la segunda edición de su libro. Por eso, ante el interés de la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado, a nombre de la cual, tocó a su puerta Margarita Ruiz, agregada cultural de Cuba en México, la autora cedió en gesto solidario y generoso los derechos de autor a los estudiantes universitarios y al pueblo cubano para que, como fruto de los históricos vínculos entre nuestras patrias, apareciera la primera edición cubana de su obra.
Comenzó entonces una etapa de intenso trabajo editorial y como parte de él fue que la visitamos en el estudio de su casa, donde invariablemente pasa horas entre libros y silencios, pero también en la animación de la charla de cuantos van a verle, a consultarle. Llevamos la maqueta del material ya digitalizado y la propuesta de ilustración de cubierta, una pintura de Eduardo Roca (Choco), realizada expresamente para la nueva obra e inspirada en la fotografía de Mella captada por Tina Modotti, y en la recreación artística que del retrato hiciera el muralista David Alfaro Siqueiros, con motivo de la primera edición mexicana.
Extendimos nuestro abrazo a la obra que rescata trascendentes páginas de nuestra historia y resulta valiosa contribución al conocimiento y difusión de las ideas revolucionarias, arma insoslayable en la lucha por la justicia y la soberanía de los pueblos al sur del Río Bravo y en la defensa de nuestra Revolución.
La bienvenida fue cálida y la conversación larga. Recorrió el tiempo entrañable de su primera visita a Cuba en 1960 y los años cuando, junto a otro mexicano, editaba una revista política por la que el Comandante Fidel Castro mostraba interés en los momentos fundadores de la Tricontinental. Ella habló despacio y bajo y se congratuló de la obra de Choco. Comentamos que de alguna manera ya le conocíamos por un documental que rodaban en el patio de la Casa Azul, en Coyoacán. El filme era un recuento de vida de la pintora y compañera de Diego, y Raquel era una de las personalidades entrevistadas. Fue en ese trabajo que le vimos el rostro por primera vez y escuchamos su voz lenta y sabia.
En la visita comprobamos que aún Mella absorbía una parte importante de su tiempo de meditación. En una verdadera cabalgata narró sobre el México de los años 20 y sobre la fecunda existencia del joven cubano. Nosotros asentíamos: fundador del Partido Comunista de Cuba junto a Carlos Baliño, estudioso de la vida y el pensamiento de José Martí, decidido combatiente contra la dictadura machadista, incansable luchador latinoamericanista y antiimperialista.
El encuentro sería solo el preámbulo de lo que vendría más tarde, pues ella —rigurosa y seria en sus obras— se mantendría al tanto del mínimo detalle y respondería las consultas que la Casa Editora Abril considerara para una edición exquisita y que viera la luz con excelente acabado.
Aquel día de nuestra presencia, esparció libros e ideas sobre la mesa, y luego accedió a fotografiarse junto a una hermosa obra de arte, un inmenso huevo ilustrado, que reconoció, llamaba la atención de todos sus huéspedes.
Terminamos por coincidir en los misterios de la historia. Un martiano la arrimó a lo cubano primero y por supuesto a la Revolución de la Isla. Nunca olvidaría tampoco aquellas fabulosas jornadas de creación solidaria en 1976, cuando colaboró con Mariano Rodríguez y Fayad Jamís mientras ellos pintaban junto a otros artistas mexicanos, el mural Canto a Martí, expuesto en el Centro Cultural que lleva el nombre del Apóstol y que, a la salida de la estación del metro Hidalgo, abre sus puertas a los transeúntes del populoso Distrito Federal.
Martí y Mella en las confluencias. Recordé entonces que fue precisamente en México, en 1926 cuando Julio Antonio escribió Glosas al Pensamiento Martiano, inacabadas, fugaces cuartillas en medio de la pelea, anhelantes en el empeño de atrapar la raíz histórica más valiosa, cuando ya tenía en mente un trabajo más profundo, una biografía del Maestro. Lo confiesa entrañablemente al comienzo de aquella aproximación suya a la montaña: «Hace mucho tiempo que llevo en el pensamiento un libro sobre José Martí, libro que anhelaría poner en letras de imprenta. Puedo decir que ya está ese libro en mi memoria. Tanto lo he pensado, tanto lo he amado, que me parece un viejo libro leído en la adolescencia».
La historia sí tiene sus misterios. Apenas seis años después sería Pablo de la Torriente Brau quien pediría ayuda a Rubén Martínez Villena, para escribir de Mella, quien —asesinado por los disparos de los esbirros machadistas en la Ciudad de México, el 10 de enero de 1929— ya era bandera y poesía.
Pablo, como Rubén, como Mella, enarboló sus ideas hasta el final y no pudo cumplir su sueño biográfico. Con la obra de Raquel confirmamos que, junto a otros textos de cubanos y mexicanos que han escrito de él, de Tina Modotti, de los revolucionarios y militantes comunistas de aquellos años, ha ido perfilándose ese libro del eterno joven rebelde, que permanece «en medio del fuego y el humo de la vida, luchando con las ideas, en lo más alto del pensamiento humano para la liberación de la humanidad».