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El Instructor de Arte: un profesional imprescindible

Formar ciudadanos más plenos es un imperativo para estos jóvenes que protagonizan su cuarta graduación, afirma el destacado intelectual Helmo Hernández Presentan proyectos comunitarios por aniversario de La Habana Realizan cuarta graduación de Instructores de Arte

Autor:

Juventud Rebelde

El desarrollo cultural debe ampliar la incidencia de los instructores en la escuela y la comunidad. Foto: Jorge Luis Baños, AIN Instructores de arte:

Vengo a hablar con ustedes en nombre de la Comisión Organizadora del VII Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Como saben, esta organización, al igual que los Instructores de Arte, nació en aquel legendario Año de la Alfabetización.

Y hablo de leyendas, porque me parece el modo más adecuado, y hasta simple y exacto, de referirnos a aquellos tiempos germinales.

Al decir de la Dra. Pogolotti, «la Nación, la Patria, recuperaba su cuerpo y sus manos, sus riquezas, y con ello el derecho a desarrollar su espíritu... Era cuando la noción de Cultura, nacida de intensas y fecundas confrontaciones, se dilataba para abarcar el espacio todo del diálogo en que se forja el ser de la Nación, y desde allí, la creación artística y literaria, el pensamiento nuevo, reclamaban un clima diáfano y respetuoso, para proyectarse no solo al resto del mundo, sino además (y sobre todo) entre nosotros, alcanzar a destinatarios mucho tiempo marginados, y sin embargo protagonistas ya de las profundas transformaciones estructurales que iban consolidando la Independencia.»

Porque esa Independencia, finalmente conquistada, no se sostendría (ahora lo sabíamos) sin conmociones espirituales, sin las transformaciones radicales en nuestras estructuras cívicas, asociadas a un sentido de la justicia social que había sido definido en el Programa del Moncada. Reivindicaciones de índole diversa, que eran vividas como condiciones o prerrequisitos indispensables para la construcción y aun la consolidación de una República Independiente y Martiana. Mantener el Poder exigía (a menudo con grandes sacrificios) la profundización del carácter revolucionario de todas nuestras acciones.

Los que, casi niños aún, abandonamos las aulas para la muy noble tarea de alfabetizar en un año a todos los cubanos que lo necesitaran, regresamos en diciembre siendo otros muy distintos. Nuestros hermanos mayores (muy poco a veces) nos habían entregado la primera gran Victoria Americana en Girón. Muchos murieron. Ninguno pudo volver a ser el mismo, porque de las guerras no hay modo de regresar ileso, y aun en las victorias se nos desgajan partes sustanciales del alma. Miles de milicianos peleaban ya en las zonas montañosas de Pinar del Río y el Escambray para adecentarnos la Patria y obligar a los recalcitrantes a cejar en el empeño de hacernos retroceder. Allí también alfabetizamos, allí se entretejió nuestra infancia maltrecha con los rigores de la guerra. Algunos incluso pagaron con la vida.

Es decir que ya en diciembre, ninguno de nosotros era el mismo. Salidos a enseñar, resultamos enseñados, transformados, a veces dolorosamente.

Despedidos antes de tiempo de la adolescencia, nos descubríamos potencialidades que en otras circunstancias nunca habrían despertado, o hubieran tardado mucho tiempo en aparecer. Habíamos dado de bruces con una Patria, o quizá con muchas Patrias posibles que desconocíamos. Nos hacíamos precipitadamente adultos casi sin conciencia cabal de lo que protagonizábamos. Eso sí, aumentaba a cada paso nuestra conciencia de «participantes», y el precio que pagamos por ello nos permitía crecer, y sobre todo, ser capaces de percibirlo.

Y esto era solo lo que ocurría con nosotros: un pequeño pedazo de la Patria. Eran los tiempos iniciales de las grandes transformaciones. Por todas partes la realidad se expresaba en nuevos proyectos que cambiaban la vida. Y la participación lúcida, o al menos voluntaria de los ciudadanos era condición imprescindible para continuar.

Es en estos momentos excepcionales, justo a mediados de año cuando se producen las reuniones de Fidel con los intelectuales y artistas cubanos, en las que se pronuncia a manera de conclusión (al menos de una etapa del dialogo, que ya se anunciaba como permanente) el discurso conocido como Palabras a los Intelectuales. Solemos considerarlo, más allá de su carácter consensual, y de haber nacido de condiciones coyunturales precisas, como «la» expresión de nuestra política cultural, como si las políticas no estuvieran sometidas a las necesarias variaciones que las diferentes circunstancias reclaman.

Pero creo que hacemos bien en destacar la importancia de esta intervención, porque marcó, desde el ángulo que nos resulta más cercano, aquellos rasgos originales y específicos del proceso revolucionario cubano que nos distinguían y distinguen de los otros intentos de transformación social en el pasado siglo. Y además, constituyen en buena medida, la rica herencia, la reserva invaluable, con que contamos para enfrentar las enormes complejidades de este mundo que ha entrado por las puertas del hambre, las enfermedades, la destrucción ambiental y la guerra, al siglo XXI.

Los Instructores de Arte surgían entre nosotros como reclamo imprescindible de la democratización cultural. Sin la instrucción y la preparación recibidas en un sistema educacional que debería ser cada vez más eficiente, sin las potencialidades que el disfrute pleno de la creación artística despierta en nosotros, las esperanzas de tener un pueblo participativo y lúcido serían de seguro, una quimera inalcanzable.

Abrir puertas al desarrollo cultural de nuestros niños y adolescentes es una contribución esencial de los instructores a la creación de seres cultos y libres. Foto: Iraís Fernández Rubio

De modo que el Instructor de Arte, una de esas profesiones jóvenes, nacidas en el siglo XX poco después de finalizar la llamada Segunda Guerra Mundial, estuvo pensado entre nosotros, desde la perspectiva de un cambio social necesario, imprescindible, pero no siempre reclamado con la lucidez debida, por parte de los ciudadanos.

Aunque no concebido desde la Educación, y sí desde el ejercicio y sobre todo desde el disfrute de las creaciones artísticas y literarias, el Instructor se asocia de manera natural con la escuela. Ese espacio cultural privilegiado y esencial, llamado a fraguar la conciencia cívica que debe ser preservada o transformada en la comunidad, y a la cual la familia (en cualquiera de sus variantes) y el resto de las instituciones de la sociedad le reconocen su papel rector, germinal.

El Instructor de Arte es un profesional, que actúa entre nosotros, a través de las disciplinas que tradicionalmente definieron las manifestaciones artísticas, es decir la Música, la Danza, el Teatro y las Artes Visuales. Desarrolla programas que permiten a diferentes sectores de la población acceder, de acuerdo con sus necesidades al disfrute de todo lo que la humanidad ha venido acumulando, en cada una de estas esferas, y de manera más específica a lo que la cultura cubana con toda su juventud y densidad ha ido produciendo y produce, y que nos permite reconocernos en lo que hemos sido y prefigurar los múltiples modos que querríamos y podríamos ser mañana.

Los primeros, los que nacieron asociados a las necesidades del INRA (Instituto Nacional de la Reforma Agraria), o promovidos por el Teatro Nacional de Cuba; o incluso aquellos instruidos por lo mejor de la intelectualidad cubana de entonces, en las también legendarias Escuelas del Comodoro y el Habana Libre, se fundieron con el también naciente Movimiento de Aficionados. Desde el Primer Festival de Teatro Obrero y Campesino, en el que recuerdo haber participado como integrante de un coro, nos fue creciendo un movimiento que llega hasta nuestros días, y del que a menudo nos sentimos insatisfechos, y otras veces muy orgullosos. Pero los instructores que se formaron en aquellas escuelas primero, y en otras a lo largo de los años siguientes, entrenaron y formaron a esos artistas aficionados, que con mayor o menor fortuna copiaron los paradigmas establecidos por la actividad artística profesional. Especialmente desde las Casas de Cultura en los últimos años, el trabajo regular de los instructores estuvo marcado por entrenamientos, clases, seminarios, talleres, diferentes procesos de capacitación, y muchos y muy diversos festivales, casi siempre promovidos por organizaciones sociales de obreros, campesinos y estudiantes.

En cierto modo se respondía al principio de que no se desperdiciara ningún talento, y una vez detectado, ahí estaba, listo, nuestro sistema de enseñanza artística profesional.

Sin embargo, es muy difícil reconocer en este perfil, sacrificado, y muchas veces subvalorado, la acción eficiente que pudiera permitirnos hablar de la formación de públicos o receptores cultos, es decir de conocedores capaces no solo de apreciar, sino de interactuar con las diferentes formas de la creación artística y literaria para, desde esta perspectiva, ser ciudadanos más plenos, participativos y competentes para la crítica, la acción y el disfrute de la vida.

Parece indudable que estamos hablando de un profesional que, además de evolucionar con los tiempos en lo que se refiere a los requerimientos y exigencias de su formación, también debería evolucionar permanentemente con respecto a las funciones que cumple, y a los escenarios desde los que actúa. No se trata de imponer modelos de desarrollo, pues esa sería una pretensión estéril y en esencia ajena a cualquier proyecto de transformación revolucionaria.

Estamos ante un profesional imprescindible, y que, sin embargo, solo será verdaderamente útil si permanece atento al más leve cambio de los tiempos y a lo que ello suponga en la transformación de las necesidades culturales de los individuos con que trabaja. Aun en tiempos de globalización, y homogeneidad aparente, y más aun en esas circunstancias, habría que saber penetrar a profundidad en las necesidades culturales de los seres humanos con que se trabaja. Y atender no solo a las que pueden expresarse de manera consciente, sino fundamentalmente a aquellas que permanecen sumergidas y actúan de manera inconsciente, creando vacíos que después, lamentablemente, podrían ser llenados por procedimientos que no controlamos, pero que nos son muy familiares. Son los estropicios de la banalidad, los que se destinan a crear ciudadanos cada vez menos capaces de controlar sus destinos y por tanto, las circunstancias de su vida.

Prestemos atención, por favor, a lo que constituye a mi modo de ver, la esencia distintiva de la acción de los Instructores de Arte: No se trata de imponer modelos preestablecidos para la apreciación estética, no se trata de transportar modelos simplificadores para entender nuestras propias circunstancias de vida, para soñar nuestros sueños, llorar nuestras desdichas o disfrutar de lo que nos place. Sino de interactuar desprejuiciadamente, con la creación artística, como a través de un proceso que nos permite alcanzar rangos de lucidez cada vez más altos, de comprender el mundo desde una perspectiva múltiple y diversa, de comprometernos y actuar desde aquellos que podríamos reconocer como nuestros legítimos intereses.

Eso, y no otra cosa es la Cultura. Se trata, es cierto, de todas las formas de la creación artística que conocemos, y hasta de su acción transdisciplinaria, cada vez más frecuente en el mundo en que vivimos. Pero eso es solo una parte, tal vez la más importante hoy por hoy, pues parece ser el escenario escogido para librar las batallas fundamentales por el futuro posible de la Humanidad, especialmente en el universo mediático. Pero la Cultura, y eso no lo olvidemos nunca, es la expresión más cabal del modo en que vivimos; y ojalá que seamos capaces de hacerlo con lucidez. Nada, absolutamente nada de lo que hacemos o imaginamos queda fuera del universo que define la Cultura. Se trata en síntesis, de cómo vivimos, cómo sentimos y hasta de cómo sabremos morir.

Por todo ello, no puede haber mejor escenario ahora para librar nuestras batallas que la escuela. Ese espacio que podemos y debemos dignificar, por ser el de las certidumbres fundamentales, pero también aquel en que se nos permite dudar, soñar, imaginar... Donde podríamos aprender a reconocer el error, pero también la ternura, donde la virtud fuera cosa de conquista, y no un don regalado por la naturaleza. Donde la amistad, la fraternidad y la capacidad de crear y pelear, y saber construir nuestros proyectos de vida, fueran parte del entrenamiento diario.

Donde la conciencia de la Nación surgiera del espacio de un diálogo real compartido por todos.

El 13 de marzo de 1957, por el mediodía, estaba en mi clase de quinto grado, en la Escuela Pública número 6, en San Antonio de los Baños. Mi maestro era negro y pobre, pero nunca fue a clases sin estar vestido pulcramente con traje y corbata. Tampoco esa tarde. Hablaba sobre Matemáticas, súbitamente se interrumpió y nos dijo de manera solemne: «Yo les he explicado en las clases de Moral y Cívica, que hay tres poderes independientes en toda república contemporánea, y que son elegidos por el pueblo, en supuestas elecciones libres. Pues bien, hace años que eso no es así en Cuba. Tenemos una dictadura militar, que oprime y gobierna ensangrentando la nación. En estos momentos un grupo de jóvenes heroicos se inmola para liberarnos a todos. Ellos merecen nuestro respeto».

Después, un silencio que para mí llega hasta hoy. Ese día aprendí que el aula es un recinto sagrado, y que el maestro, si lo es de veras, tiene que saber honrarla.

Hoy salen de la adolescencia y comienzan una vida laboral llena de retos y complejidades.

Como espero haber podido expresar, es la ustedes una de las profesiones con mayores exigencias intelectuales y éticas. El proceso de formación que deberá continuar en la Universidad cuando ya estén trabajando, no será tampoco el final de una capacitación que no podrán jamás dar por terminada. Hay un profundo placer en aprender, en descubrir verdades cada vez más complejas, como lo hay en ejercer cada vez mejor la profesión de ciudadano. Por ahí va el camino que empiezan esta noche. Les ofrezco con humildad y certeza, el compromiso entrañable de lo mejor de la intelectualidad cubana para acompañarlos en cuanto de nosotros necesiten. Sepan, que nuestra mayor aspiración sería reconocernos en ustedes, o mejor aun sentirnos absolutamente superados por ustedes. Háganlo con entera responsabilidad, y sin demasiados temores. Mucho habrán de equivocarse y eso no es malo, pero tengan siempre la sabiduría de saber rectificar a tiempo, y sobre todo siéntanse responsables por ello.

Ahora me gustaría despedirme dejándoles de regalo las preguntas que hacía Martí en aquellos días luminosos que precedieron a su caída en combate, a su pequeña María Mantilla. Le preguntaba en su carta entrañable:

«¿Piensa en la verdad del mundo, en saber, en querer, -en saber, para poder querer,- querer con la voluntad, y querer con el cariño?»

Mientras les sea posible traten de responderse cada día estas preguntas con entera sinceridad. De ser así, ya habríamos ganado mucho.

Gracias por haberme dejado pasar esta tarde junto a ustedes.

*Presidente de la Fundación Ludwig de Cuba y miembro de la Comisión Organizadora del VII Congreso de la UNEAC. Fragmentos de las palabras pronunciadas en la 4ta. Graduación de instructores de arte de las provincias habaneras realizada en el Teatro Karl Marx el 8 de noviembre de 2007.

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