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La otra parte del asalto

Las acciones en la ciudad de Bayamo demostraron el valor de los jóvenes participantes en el asalto y la crueldad de los uniformados

Autor:

Osviel Castro Medel

BAYAMO, Granma.— Hoy, después de 71 años, hay una calma sobrecogedora. Los muros, los bancos y los locales interiores de la antigua fortaleza militar están inundados de un silencio llamativo.

Pero debajo de ese sosiego total hay un lenguaje de gritos, balas y episodios extraordinarios que pasaron a la historia nacional, como aquellos que sacudieron al país después de la madrugada del 26 de julio de 1953.

Ese lugar, hoy parque-museo Ñico López, otrora cuartel Carlos Manuel de Céspedes, no ha dejado de hablarnos, no solo por lo acaecido en la fecha señalada.

La fortaleza entonces estaba compuesta por tres piezas: el cuartel propiamente dicho (calabozo, dormitorio, capitanía), el club de oficiales y la caballeriza. Era la sede del escuadrón 13 de la Guardia Rural, integrado por 38 uniformados, aunque se dice que «el día tremendo» solo ocho soldados dormían allí.

¿Detalles nuevos?

Durante mucho tiempo se manejó el dato de 25 asaltantes al recinto militar bayamés. Pero varias investigaciones, incluidas las del historiador José Leyva Mestre, demuestran que en realidad fueron 21. Ese incansable investigador indagó durante más de 20 años sobre las acciones relacionadas con la fecha, y tales averiguaciones, que no han sido elogiadas como lo merecen, sirvieron después para varios de los libros vinculados con la acción, que complementaba la de Santiago de Cuba, liderada por Fidel Castro. Por cierto, nunca debe decirse que fue «otro asalto», pues los hechos de la Ciudad Heroica siempre estarán vinculados con los de Bayamo.

En realidad, en la Ciudad Antorcha hubo comprometidos que no fueron a última hora y eso no es difícil de entender. Paradójicamente, por azares de la vida, algunos de ellos terminaron asesinados. Pero en cualquier caso, lo trascendente no está en señalar supuestos errores, porque la mayoría del comando, que se instaló en el hospedaje Gran Casino, respondió en una situación complicadísima, sobre todo después de la ausencia de Elio Rosete.

Él, un matancero que llevaba siete años viviendo en Bayamo, llegaría por la puerta delantera de la instalación castrense, acompañado de dos asaltantes vestidos de militares, con el pretexto de «descansar» para seguir viaje a Santiago. «Una vez dentro neutralizarían a los soldados y facilitarían la entrada del comando», explicaron en un texto aparecido en el periódico granmense La Demajagua Yelandi Milanés y Aldo Daniel Naranjo.

Pero el guía abandonó la concentración con el pretexto de «despedirse» de sus familiares en la ciudad, aunque muchos años después, desde el exterior, negaría los hechos.

Sin embargo, varios de los participantes siguieron diciendo que el sí formaba parte del plan. «Los problemas comenzaron cuando nuestro jefe (Raúl Martínez Arará) autorizó a Elio Rosete para que saliera unos minutos. Ese hombre, clave a la hora de la ejecución del ataque, no volvió», contó Agustín Díaz Cartaya, el conocido autor de la Marcha del 26, a la periodista Heydi González Cabrera.

«Desconocíamos la magnitud del incidente, y estábamos muy tensos. A las 12 de la noche nos ordenaron vestirnos con uniformes. Faltaban pocas horas para la acción», agregó Díaz Cartaya.

Por eso los insurgentes se dirigieron hasta su objetivo con la sospecha de haber sido delatados y temerosos de que los estuvieran esperando. Aun así avanzaron por el fondo de la fortaleza, unos minutos después de las cinco de la mañana.

Sin embargo, tropezaron con un vertedero de latas vacías (nunca se ha precisado el tamaño de ese basurero), eso hizo relinchar a los caballos, ladrar a los perros y sirvió de aviso a los guardias que dormían en el cuartel. Uno de los primeros en alarmarse fue el cabo Indalecio Estrada, experto tirador, quien recibió un potente «¡Ríndete!» de parte de los revolucionarios y también los disparos de modestas escopetas de caza.

Estrada, con su ametralladora, lanzó andanadas de balas sobre el comando, parte del cual no había rebasado la cerca de alambre cercana a la caballeriza. Sobre los atacantes también comenzó a llover el fuego del resto de los guardias, de manera que era inevitable la retirada.

Varias veces se escribió que la escaramuza duró de 25 a 30 minutos, pero es obvio que duró menos. Si llega a durar ese tiempo inevitablemente la cantidad de bajas hubiera sido mayor. Pero la verdad es que, estropeado el factor sorpresa, la acción terminó en fracaso militar.

Cacería humana versus solidaridad

No hubo «conteo de bajas», pues entre los revolucionarios solo hubo un herido a la hora del repliegue: Gerardo Pérez Puelles; por la otra parte sufrió heridas en un brazo un soldado.

Momentos después de la desorganizada retirada de los asaltantes el cuartel se llenó de militares. La ciudad entera comentaba que había un choque entre uniformados, pero pronto se supo que un grupo de muchachos valerosos eran los causantes del revuelo.

Comenzó entonces una intensa persecución de los jóvenes, quienes fueron auxiliados por numerosas familias bayamesas.

En esa coyuntura se produjo el único enfrentamiento armado luego del ataque: Antonio Ñico López, al frente de un pequeño grupo, parapetado en una estatua de Tomás Estrada Palma, fulminó con su escopeta al sargento Gerónimo Suárez Camejo.

El teniente Pando, jefe de la guarnición, instruyó entonces capturar a todos los sospechosos. Poco después se recibió la orden de matar a diez revolucionarios por cada baja del régimen.

Se premiaría con ascensos militares y otras prebendas a aquellos que más se destacaran en la feroz cacería humana.

Los asaltantes transitaron por disímiles lugares y tuvieron contacto con más de cien personas. Eso explica que pudieran salir con vida de la ciudad de Bayamo después de tantos días de acoso y rastreo.

Pero, lamentablemente, diez jóvenes fueron masacrados: Mario Martínez Arará, José Testa Zaragoza, Pablo Agüero Guedes, Rafael Freyre Torres, Lázaro Hernández Arroyo, Luciano González Camejo, Ángel Guerra Díaz, Rolando San Román de la Llana, Hugo Camejo Valdés y Pedro Véliz Hernández.

Se ha contado que uno de aquellos ejecutores pasó varios días con el uniforme manchado de sangre, como prueba de que no le importaba asesinar a un ser humano.

También se ha narrado que algunos de los atacantes recibieron tantos golpes y disparos que causaba escalofríos mirarlos después de la muerte.

Por suerte, esa impunidad no duraría demasiado tiempo. No faltaba mucho (cinco años, cinco meses y cinco días) desde aquel 26 de julio para que la causa que abrazó la Generación del Centenario, de la cual formaron parte esos mártires, se impusiera a la crueldad y la ignominia.

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