Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Carolina

De 40 pacientes que tuvimos en la primera semana, cuatro resultaron positivos al SARS-CoV-2

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

En estos días de voluntario aislamiento en el Instec, mi horario favorito para pensar en la familia y agradecer la vida es el amanecer, cuando el susurro del viento entre los árboles supera al ruido de los carros que transitan por Zapata.

Tras mi rutina de salud, recojo el desayuno de la tripulación, limpio la zona verde, friego, lavo algunas prendas y recojo la merienda. Trabajo rápido para tener todo listo antes de las diez de la mañana, por si el trío que hace las mismas funciones en zona roja entra temprano a bañarse, alimentarse, descansar un poco y quedar a la espera de cualquier eventualidad.

A partir del mediodía, los otros tres tripulantes nos turnamos para repartir alimentos y agua fría, retirar desechos y velar por si algún paciente nos necesita. Como no pueden salir de sus cuartos, apenas asomarse a la puerta, los voluntarios y el policía de guardia trasmitimos sus pedidos al personal de salud.

Sólo un día alteré esa distribución de tareas para hacer fotos a las 6:00 a.m., cuando los doctores y la seño tomaron las muestras para mandar a hacer los PCR del segundo grupo que entró. En especial quería ver cómo reaccionarían dos hermanitas que son, como decimos en Cuba, la candela: las únicas de los 11 pacientes en edad pediátrica que se hicieron sentir en medio de la paz de este oasis citadino, otrora quinta de reposo de los capitanes generales durante la época colonial.

Cuando les llevé alimentos por primera vez, la más pequeña salió toda desmoñada a recibirme: «Mamá Mí y mamá Po tan en baño. Papín enfemo». La otra saltó de la cama para traducir. Por ella supe que estaban con su madre y abuela, mientras el abuelo estaba ingresado.

Karina, de dos años, es comunicativa y curiosa. La mayor le dobla la edad y tiene más leyes que un libro de Física. Le pregunté si conocía las flores con su nombre y zarandeó la cabeza. «Mira por la ventana —le dije—. Esas motas rosadas al pie del árbol se llaman carolinas y siempre están despeinadas… como tú».

Apenas inclinó los ojos hacia el cristal antes de hacerme el típico sonido del huevo frito: «Ellas están afuera y yo aquí», dijo para cerrar el diálogo, y se fue muy digna a abrazar a la abuela.

Cuando las despertaron para tomar la muestra, observó el proceso en las adultas, percibió la incomodidad en la hermana y plantó batalla para que nadie tocara sus narices. «¡Eso sí duele!», repetía, y los doctores y la abuela juntos no pudieron inmovilizarla para que la enfermera usara el hisopo sin riesgo.

Luego de algunos minutos de forcejeo inútil, su firme declaración acalló las voces que entre persuasivas y desesperadas trataban de vencer su resistencia: «¡Está bien, pero suéltenme! Yo sola lo voy a hacer… ¡Y se van!», exigió levantando un dedito. Por suerte los nasobucos ayudaron a atajar la risa, porque la doña era muy capaz de expulsarnos de sus predios como el viento mueve las flores en el jardín vecino.   

También a mi contemporánea Niuvys le prometí fotografiarla. Se lo tomó tan a pecho que hasta arregló su pelo para la ocasión. Su PCR dio negativo y pudo volver a casa, pero debe seguir bajo vigilancia porque compartía cuarto con la pareja de más edad, ambos diabéticos e hipertensos, y la prueba de la señora dio positivo.

Para que vean que en medicina dos más dos no siempre es cuatro, de 40 pacientes que tuvimos en la primera semana, cuatro resultaron confirmados. ¡Uno de cada diez! La media del país suele estar por debajo del cuatro por ciento.

Con los dos hombres no tuve tiempo de conversar en estos tres días, pero la cuarta nota triste recayó en mi familia favorita. A Carolina y su abuela les toca permanecer acá otros cinco días mientras la pequeña Karina y su mamá partieron en ambulancia rumbo a la Balear, uno de los hospitales que recibe pacientes en edad pediátrica.

Como suele decirse en la calle, yo «tengo sangre» para los pequeños. Si no fuera por lo que impresionan nuestros trajes, probablemente la cariñosa niña hubiera saltado a mis brazos el primer día. Tal vez así se contagió en casa, porque es muy apegada a su abuelito.

La COVID-19 no cree en inocencias o afectos. No perdona límites ni desaprovecha resquicios. Casi al caer la noche, cuando vestía las camas de ese cuarto, recién fumigado y fregado hasta la saciedad, pensé en mi vecinita más cercana, de la misma edad de Karina, y descubrí cuánto extraño sus gritos de picardía y su simpático modo de treparse en la ventana para llamar a mis mascotas.

Hoy pediré al personal fuera de zona restringida una flor del patio para ponerla en la mesa frente a la nueva habitación de la pequeña leguleya. Seguiré buscándole conversación cada vez que me toque atenderlas, preguntaré por Papín, por mamá Mí y la hermanita, pero no creo que el coraje me dé para estar presente cuando la seño Anay intente colar otro molesto palito en sus tiernas y elevadas narices.

Reto del día: ¿Cómo fijas un tornillo en la pared con una pinza, un taladro, un destornillador y un trozo de cable?

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