Ariel y el majá de Santa María que encontró en el viaducto de Matanzas. Autor: Cortesía de la fuente Publicado: 14/04/2020 | 02:54 pm
MATANZAS.— Cuando leí el comentario La frágil línea de la vida, publicado por Ricardo Ronquillo Bello en el dominical del 5 de abril, supuse que si eso sucedía en Cuba sería el fin, hasta para el puma que se paseaba por Santiago de Chile. No me imagino a un jabalí, una cabra o un dócil conejo andando por la Calzada de San Luis, donde vivo, en la ciudad de Matanzas, porque sus segundos estarían contados.
Más allá de la anécdota jocosa, al releer el excelente trabajo periodístico me inundó una sensación de soledad y recordé que hace apenas un mes, cuando iba para Varadero a una cobertura sobre las medidas para prevenir el nuevo coronavirus, a orillas de la vía rápida, cerca del poblado de Carbonera, vimos a un venado en los matorrales, quizás tratando de cruzar.
Pese a que se lo comenté a varias amistades, no presumí entonces que aquel hecho pudiera ser mencionado en un escrito, pero cuando mi vecino Ariel Ávila Barroso encontró a un majá Santa María (Epicrates angulifer) arrastrándose por el contén del viaducto matancero, cerca de la playa El Tenis, inmediatamente recordé el texto de Ronquillo y avizoré que en Cuba pudiera suceder lo mismo que en otros países con la fauna silvestre.
Aunque el aislamiento social no se ha comportado en la Isla como en otras naciones porque la gente sigue detrás del pollo, imaginémonos que el 90 por ciento de los cubanos permaneciéramos en casa por espacio de varias semanas o meses, sin música estridente ni otras molestias para los animales… Entonces sí por nuestras calles pudieran verse algún conejo, muchos más perros o gatos, y quizás al sur de este territorio hasta cocodrilos, jabalíes y venados, o jutías que bajarían de las matas.
Mi vecino, de 30 años de edad, quien mide dos metros de estatura, comprobó asombrado que el ofidio era más grande que él por diez centímetros y pesó doce libras.
«Iba en una motorina por el viaducto, a pocos metros del mar, cuando vi algo carmelita que se movía por el contén», nos relata. «Nunca he temido a estas especies porque sé que son inofensivas. Por eso lo atrapé por la cabeza y lo coloqué en el baúl de la motorina, porque comprendí que su vida peligraba si cruzaba la avenida», repara.
Lo llevó para la casa y numerosos vecinos quisieron fotografiarse con el animal: «Hasta pensé dejarlo como mascota. Incluso unos vecinos me propusieron darme a cambio una caja de cerveza, para comérselo».
Nadie entendía qué hacía este majá en una zona residencial, si es que había bajado del monte o escapado de una jaula en la que alguien lo mantenía encerrado.
Quizás la disminución del tráfico automotor y el hecho de que se aprecia un poco más de silencio en los barrios, sobretodo en la tarde-noche, pudo ser detonante para que este reptil se embullara a salir de su escondrijo. Lo cierto es que la historia de este majá cambió en segundos.
«Una vecina me sugirió soltarlo donde nadie le hiciera daño y eso fue lo que hice. Al otro día lo volví a meter en el baúl y lo llevé para un área rural cerca de las cuevas de Bellamar, en las afueras de la ciudad, para que se reencontrara con su hábitat natural», asiente, en medio del regocijo que genera una acción tan hermosa.
Majá de Santa María
El majá de Santa María es una especie de boa que habita solamente en el archipiélago cubano y puede alcanzar los seis metros de largo. Sus hábitos son nocturnos y suele vivir en cuevas o en los agujeros de las rocas. Mata a sus presas por constricción (fundamentalmente pequeñas aves y roedores) para luego engullirlas empezando por la cabeza.
Muchos peligros lo acechan usualmente: la pérdida de su hábitat natural y la caza indiscriminada para utilizar su piel, carne y grasa, son factores que conspiran contra su vida.