De que somos muy exigentes con la higiene y la limpieza no hay la menor duda. Y si se trata de una institución de salud muchísimo más a pesar del menoscabo de la pulcritud en ciertos espacios de alta concurrencia social.
He visto, desde el tercer piso de un hospital una imagen común de sus paisajes en muchos lares, un reguero de cuánto se puede uno imaginar hacia abajo. Y he escuchado comentarios de pacientes o acompañantes sobre qué sucio está esto, sazonados por la expresión «¡Increíble que ocurra esto aquí, le zumba!» Obviamente, se explayan contra el personal de limpieza, que no hay exigencia, aunque los vean limpiar salas, pasillos, baños…
Tampoco (siempre asoman los suspicaces) estoy haciéndole una loa a ese personal, que aun con sus deficiencias, realiza una labor vital. Al buen entendedor con pocas palabras bastan.
Voy al fondo de lo paradójico de que, casi siempre, los cuestionadores son pacientes, acompañantes o personal que asiste a consulta, los mismos que botan hacia afuera los sobrantes de comestibles o latas de refresco o de jugo.
Idéntica situación ocurre en el barrio o en una cuadra cuando van y vienen los despiadados comentarios del reguero de desechos sólidos que botan a la hora que les da la gana y muchísimas veces en el lugar que más cómodo les resulte.
Pero la basura, regada o incluso depositada en cualquier envase roto o hasta destapado, no aterrizó de Marte, sino del mismo vecindario que se ha acostumbrado a hacerlo.
Lo olímpico de estas actitudes radica, como en tantas otras cuestiones del vivir cotidiano, en cuestionar públicamente lo que en la práctica hacen algunos de manera reservada y otros a cara limpia.
La suciedad visible de basura en hospitales, parques… y hasta en monumentos, que tantísimo da de qué hablar, sería muchísimo menor si se extinguiera ese paradójico y maligno comportamiento de camaleón de muchos, tan en boga, de hacer lo contrario a lo que reclaman, es decir, exigir higiene a raudales mientras propagan suciedad a dos manos, ¿inconscientemente?
Luego, en otro colmo de los colmos, se suele echar la culpa a Comunales, y hasta más hacia arriba, de esa realidad que, como verdad verdadera, la sustenta, precisamente, una benevolencia estatal contra los transgresores, esos mismos que después la cuestionan sin piedad.