LAS TUNAS.— El interés humano por calcular los suspiros del tiempo tiene vieja data. Inicialmente, lo conseguía mediante la vigilancia de la rotación de la Tierra, a través de las fases lunares, el ciclo de las mareas y la posición del Sol.
Pero nuestros antepasados necesitaban algo más preciso para definir el curso temporal de sus vidas y eso dio origen al reloj. El término se deriva del latín horologium. De ahí que la ciencia del dios Cronos reciba el nombre de horología.
El primer reloj conocido funcionaba con la luz del Sol. Los chinos lo utilizaron alrededor de 4 000 años antes de Cristo. La hora se podía establecer por intermedio del movimiento de la sombra proyectada sobre una superficie plana.
Las lluvias favorecieron la aparición de la clepsidra, o reloj de agua. El más añejo se encontró en un templo egipcio y se dice que fue fabricado hace 3 356 años. Luego, debutarían los relojes de arena, utilizados en las iglesias europeas del siglo XVI para medir el tiempo de duración de las misas.
En 1656, un tal Christian Huygens diseñó el primer reloj de péndulo, tan exacto para la época que solo se atrasaba cinco minutos cada 24 horas. Tenía el antecedente del reloj mecánico de 1290, cuyo dispositivo consistía en varias ruedas accionadas por un peso colgado de una cuerda. Y en 1787, Levi Hutchins inventó algo aún necesario: el reloj despertador.
Los relojes evolucionaron tecnológicamente hasta llegar a los de cuarzo, que apenas se retardan tres segundos en un año. Los atómicos blasonan de un margen de error de un segundo cada tres centurias y son insuperables en exactitud.
En el mundo existen numerosos museos dedicados a mostrar la evolución de los relojes. El más famoso de todos se encuentra en Ginebra, Suiza, y cuenta con alrededor de 4 000 piezas.
Tradición relojera
Los nexos de los tuneros con los aparatos encargados de medir el tiempo no son recientes. El imaginario local archiva en su relicario el célebre reloj del aserrío municipal. Uno de sus obreros tenía la encomienda de precisar la hora y darla a conocer diez veces al día por mediación de un pito acoplado a la chimenea de 30 metros de alto. Su sonido era tan poderoso que se escuchaba a varios kilómetros de distancia.
La Plaza Martiana, obra del arquitecto Domingo Alás, exhibe orgullosa su reloj solar. Tiene 7,20 metros de diámetro y marca la hora exacta cada cinco minutos. La lectura se hace a partir de la sombra proyectada por el borde superior en las escalas del instrumento. También registra en su epidermis las coordenadas del oriente cubano junto con la ecuación de rectificación para ajustes eventuales con la hora oficial.
El primer reloj electrónico que funcionó en una capital de provincias se ubicó aquí, en 1981, con motivo del acto central por los 28 años del asalto al Moncada. Fue un regalo del Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría (Cujae). El armatoste medía 5,60 metros de ancho por 2,10 de alto, pesaba 800 kg y era visible desde medio kilómetro. Sus números alcanzaban casi el tamaño promedio de una persona.
En lo alto de la otrora Escuela Vocacional de Arte, hoy sede territorial del Fondo Cubano de Bienes Culturales, hizo las delicias de los tuneros un singularísimo reloj. No solo mostraba visualmente la hora digital, sino que, cada 60 minutos, la hacía escuchar mediante un instrumental dedicado al poeta Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, «el Cucalambé».
De todos, el único que ha conseguido sortear con fortuna las asechanzas del tiempo es el reloj solar de la Plaza Martiana. El del aserrío hizo mutis desde quién sabe cuándo. El obsequiado por la Cujae fue a dar con sus metálicos huesos a algún oscuro almacén. Y aquel que musicalizó el arribo de las horas redondas, hoy lo hace a capela visual, nostálgico quizá por su homenaje a dúo al popular cantor de Rufina.
Un espacio para los relojes
Todavía está por confirmar a quién correspondió la iniciativa de consagrar uno de los salones del Museo Provincial Mayor General Vicente García y González a la exhibición de relojes antiguos. Fue un acierto, realmente. Porque, desde entonces, el local se ha convertido en uno de los más concurridos.
La sala se inauguró en el año 2007, luego de reunir una cantidad de relojes en condiciones de ser mostrados —asegura Tania Maldonado, especialista en Artes Decorativas de la institución. La inmensa mayoría se adquirió mediante compras a particulares. Hoy tenemos en exhibición alrededor de 40. La cifra podría ser superior, pero en la actualidad carecemos de presupuesto para emplearlo en posibles adquisiciones».
La experta dice que, aunque hoy casi todos los relojes marchan, algunos llegaron con serios problemas técnicos. Y es de comprender, a sabiendas de que buena parte emergió de las fábricas hace casi un siglo, y que, luego de décadas de explotación, aceptaron resignados su reemplazo y su transferencia a un cajón con el rótulo de objetos inútiles.
Tenemos en exposición relojes de diferentes marcas, etapas y modelos —agrega Tania. Los hay de bolsillo, de péndulo, de pared… El más antiguo de todos es el que llamamos «abuelo». Debe de ser de inicios del siglo pasado. Es un reloj de pie con cubierta de madera barnizada. Una verdadera joya.
Me desplazo por la sala y la admiración monopoliza mis sentidos. Cada reloj, con independencia de su forma, es un prototipo de belleza de exquisita factura y decoración. ¡Pues vaya si se esmeraban en la estética los fabricantes antiguos! Los hay cubiertos de madera, metal, vidrio, porcelana…
Un reloj enorme reclama mi atención. Es un soberbio espécimen con esfera de números romanos y mueble de cedro torneado. La monocordia de su tic tac me confirma su decrepitud. ¡Cuántos habrán asistido puntuales a un almuerzo, una cita, un paseo o una gestión por intermedio de sus avisos! Me informo de que otros allí miden la temperatura y la humedad. O disponen de relieves y sonidos para ayudar a las personas ciegas.
Una coqueta, devenida obra de arte de ebanistería, acoge una pasarela de relojes magníficos. Tiene emplazado un espejo, quizá con el narcisista propósito de que sus huéspedes se dirijan de vez en vez un vistazo de autocomplacencia. Hay una vitrina de filigranas con nueve delicados relojes de bolsillo en su interior. Un diminuto reloj de arena, probablemente souvenir de un diletante anónimo. Y hasta un reloj Smith Astral, a todas luces concebido para colocarse en el puente de mando de algún barco, a la orden de un severo capitán.
Pero, entre todos, el que más me impactó fue un reloj de mesa imaginado por quien lo lanzó al mercado para provocar admiración. Yace atornillado dentro de un receptáculo de cristal. Allí, a trasluz, exhibe sin rubores la desnudez tecnológica de su volante. Cada vez que transcurren 15 minutos, deja escuchar en torno suyo un trozo de Vivaldi.
Nuestro principal énfasis está en la restauración periódica y la conservación de cada uno de esos relojes —añade la especialista. Tenemos la suerte de que un relojero por cuenta propia ha hecho suya esta colección y nos ayuda. Nunca nos ha cobrado un centavo y ya casi forma parte de nuestro colectivo.
Un relojero que da la hora
Mi vinculación con la institución ocurre cuando mi amiga Annelis Jiménez, una conservadora del museo, me pidió ayuda para que examinara algunos de los relojes que tienen en exhibición, dice Orelve González, un técnico medio en Electrónica a cuya generosa labor deben los cronómetros tuneros su vitalidad.
«En mi primer examen me percaté de que necesitaban urgente mantenimiento. La situación técnica de algunos de esos aparatos tan antiguos era muy grave, pues tenían piezas rotas o muy desgastadas. ¿Y quién consigue a estas alturas una original? Pero los cubanos actuales sabemos “inventar” en casos así y pude resolver con adaptaciones o innovaciones.
«Los relojes grandes fueron los más fáciles de reparar, porque tienen mecanismos sencillos. Todos los del museo funcionan. Los pequeños son otra cosa. Para trabajarlos necesito una mesa especializada y una buena iluminación, de lo cual esta institución carece. Y no me los puedo llevar para mi casa, porque son piezas que no se pueden sacar.
Algo que los tuneros le debemos agradecer a Orelve es que sustituyó y puso a caminar las agujas del reloj que corona la fachada art déco del Museo Provincial, radicado en el antiguo Palacio Municipal, la edificación emblemática de la ciudad.
—Un día se me ocurrió proponerle a la dirección del museo intentar reparar ese reloj, precisa. Recibí la autorización. Lo revisé y comprobé que, por su estado de deterioro, era imposible de recuperar. Entonces me di a la tarea de armar uno que funcionara con volante, no con péndulo. Y empecé.
«Tenía a mi disposición un aparato ya bastante usado, pero todavía útil. Le adapté algunos elementos de mi propiedad y fue tomando forma. Luego, con la ayuda de colegas que tienen tornos para hacer piezas de pequeñísimas dimensiones, les hicimos centros, ruedas, agujas y hasta un mecanismo para ponerlo en hora y darle cuerda. Le dura unos diez días.
«Los tuneros estaban tan acostumbrados a la inactividad de ese reloj fundacional que ya ni siquiera lo miraban, agrega el joven técnico. Me propuse llamarles su atención con algo especial. Entonces compré un jueguito de luces y se lo adapté a la esfera. Su parpadeo hace que las personas miren y se den cuenta de que ya pueden consultar allí la hora exacta».
Orelve no se conforma con lo mucho que ha hecho por los relojes tuneros. Quiere, junto a la dirección y a los especialistas del museo, que se elabore un folleto con la historia de la relojería, para que los visitantes la conozcan. Y quién sabe si hasta se podría organizar un círculo de interés con niños motivados por el tema.
Hora del recuento
Dicen que los relojes más famosos del mundo son el Big Ben del Parlamento Británico y el Karillón del Kremlin, en la Plaza Roja moscovita. Las Tunas —Liliput en el minutero de la historia— cuenta también con sus credenciales. Una espacio museable consagrado a exhibir relojes antiguos hace posible que este territorio tenga también su minuto de gloria.