«Lo único que me preocupa es que se me acaben las fuerzas para ayudar a mi pueblo», confesó Ramona. Autor: Cortesía de la entrevistada Publicado: 21/09/2017 | 05:25 pm
MAJIBACOA, Las Tunas.— Ramona Curbelo atesora en el relicario de sus nostalgias los pormenores del día en que se constituyó la Asamblea Nacional del Poder Popular. Fue el 2 de diciembre de 1976, y ella, por ser la diputada más joven del flamante Parlamento cubano, ocupó una butaca en la Mesa de Edad que presidió Juan Marinello, el legislador de mayor veteranía.
«Me pellizcaba cada minuto para convencerme de que no estaba soñando —recuerda con una carcajada—. Figúrate, una guajirita nacida en medio del monte en una familia de 12 hermanos, sin electricidad ni teléfono, sentada en el teatro Carlos Marx entre tanta gente importante. ¡Y justo al lado de aquel hombre famoso! Dime, ¿no era como para morirse del susto?».
La biografía de Ramona vino a adquirir coherencia con el alba revolucionaria de 1959. La chica no se anduvo por las ramas y comenzó a estudiar con ímpetus tales como si en ello le fuera la vida. Así venció las enseñanzas primaria, secundaria, la Facultad Obrero-Campesina y un técnico de nivel medio en Derecho Laboral. En esa puja contra el tiempo forjó su carácter.
«Desde pequeña fui entusiasta —admite—. En la escuela siempre estaba inventando competencias deportivas, movilizaciones agrícolas, actividades culturales… Con 12 años me sumé a las Brigadas Juveniles de Trabajo; a los 14 me dieron un cargo en la FMC; y a los 16 inicié mi vida laboral en un distrito cañero. Ah, ¡y era secretaria de un comité de base de la UJC!».
—¿Cómo fue tu debut en el sistema del Poder Popular?
—Eso fue en 1976, cuando las primeras elecciones. No había cumplido todavía los 19 años. Estábamos en una asamblea y alguien me propuso como candidata a delegada. Acepté. Pasaron varios días, y cierta mañana, mientras pelaba a un hermanito mío debajo de la mata de guinda del patio, llegó un compañero del Partido en un yipi. «Ramona, eres la delegada más joven de la provincia», dijo delante de mamá y papá.
«Quedé paralizada por la sorpresa. No sabía si reír o llorar. El recién llegado me advirtió que debía acompañarlo hasta el poblado de Gastón, distante a cinco kilómetros de allí, donde una comisión me entrevistaría. Me hicieron mil preguntas. Y parece que respondí bien, porque me felicitaron.
«Pero aún faltaban emociones. Cuando fueron a constituir la Asamblea Provincial elaboraron una candidatura para elegir a los diputados que representarían a Las Tunas en la Asamblea Nacional. ¡Y me eligieron! A mí, una campesina criada entre el tizne de los candiles y la soledad de la manigua».
—Tu llegada a La Habana como diputada seguramente te impactó…
—Lo primero fue ver aquel teatro Carlos Marx repleto. ¡Me asusté! Jamás había asistido a una reunión con tanta gente junta. Aún estaba por inaugurarse el Palacio de Convenciones. En el vestíbulo, Fidel nos recibió con un beso. Luego nos dijo a Lucía Perdigón —la otra jovencita de la Mesa de Edad— y a mí que necesitaba que ayudáramos a Juan Marinello a dirigir la asamblea, porque él acababa de perder a Pepilla, su esposa de toda la vida y estaba pasando por un momento doloroso. Y nosotras aceptamos.
«Pero había un problema: por entonces yo apenas conocía a los dirigentes de la Revolución. Eso me puso en aprietos cuando Marinello, que estaba muy escaso de vista, me pidió que le fuera identificando por sus nombres a los diputados que pedían la palabra. Recuerdo que alguien levantó la mano. Le dije, nerviosa: “Mire, Juan, allí hay un compañero que quiere hablar”. Como no sabía quién era, lo señalé con el dedo.
«Resultó ser nada menos que Blas Roca, quien, un día después, sería el primer presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Cuando me vi por la noche en el Noticiero tuve una sensación rara. Alegre por aparecer en la pantalla, y triste por mi ignorancia. En aquella época, donde yo vivía no se recibían periódicos. Tampoco había radios ni televisores.
«Nosotros tres —Marinello, Lucía y yo— presidimos la Asamblea Nacional del Poder Popular durante la primera jornada de la legislatura fundacional. Luego les transferimos la dirección a Blas Roca, Raúl Roa Kourí y José Arañaburu, en condición de presidente, vicepresidente y secretario, respectivamente».
—¿Recuerdas alguna anécdota de aquella etapa?
—Te contaré una. Durante el primer mandato falleció en La Habana el hermano de una compañera nuestra. Quisimos ir a donde lo estaban velando. Mis colegas me dijeron: «Ramona, tú eres la más joven y por eso aquí ya todos te conocen. Pide un carro para que nos lleven a la funeraria». Me lo dieron.
«Por el camino vi un cartel. Decía: FUNERARIA. Le dije al chofer: “¡Para, que es aquí…!”. Entramos. ¡Pero el muerto no aparecía! Los otros protestaron: “¡Ramona, parece que te equivocaste!”. Y yo: “Allá afuera dice clarito FUNERARIA”. Y ellos: “¡Pero en La Habana hay muchas!”. Y yo: “Ah, bueno, no lo sabía”. Tuvimos que esperar por el chofer para investigar dónde era. Fue algo tremendo en medio de la tragedia.
«Otro caso simpático ocurrió cuando Fidel nos actualizaba sobre la guerra en Angola. El silencio era absoluto. En eso se oyó por las bocinas tremenda palabrota. La había dicho bajito y para sí mismo un colega que, admirado por el informe, había abierto involuntariamente su micrófono. Pensó que nadie la oiría. ¡Hasta el mismo Fidel tuvo que reírse!».
—Ahora vamos a conversar sobre tu experiencia como delegada…
—Imagínate, desde 1976 en esos trajines. Algunas personas piensan que nuestra tarea es asignar recursos y esas cosas. Se equivocan. Los electores nos seleccionan para que los representemos cuando afrontan algún problema. También para que los orientemos y los ayudemos a viabilizarlos. El mayor error de un delegado es prometer lo que no puede cumplir.
«Nunca me aíslo de mi gente. Por eso siempre ando con la cabeza atiborrada de proyectos. El poblado de Gastón, donde soy delegada, celebra cada año un carnaval comunitario. No le causa gastos al municipio de Majibacoa, al que pertenecemos. Por mis relaciones, busco grupos musicales hasta de otras provincias. Ninguno nos cobra un centavo. Duermen y comen en nuestras casas.
«Aquí tengo viejitos que me dicen: “Ay, Ramona, si no hubiera sido por ti, nunca hubiéramos visto una carroza”. Y es porque a nuestro carnaval ha venido hasta la carroza Cristal, de Holguín, que solo se presenta en cabeceras provinciales».
—¿Cómo es un día laboral de Ramona Curbelo Hernández?
—Me levanto antes de las cinco de la mañana. Hago café, me fumo mi cigarrito, barro el patio… A las siete ya no hay quien me coja en la casa. Me voy para una comunidad, visito sus instalaciones, me reúno con los trabajadores sociales… Y todo eso a pie, en bicicleta, en carretones, en tractores, a caballo, en carretas…
«Como donde me sorprenda la hora. A veces una vecina me dice “No cocines, que te voy a dar”. O me preparo algo ligero por la noche. Nunca descanso los domingos, pues los aprovecho para ir a asambleas, visitar comunidades y participar en actividades recreativas. Tengo mis días para despachos, pero les doy atención a mis electores en cualquier momento».
—Por lo que me cuentas, aquí la gente te quiere mucho…
—Creo que sí. Aunque eso hay que ganárselo. Siempre estoy dispuesta a dar una orientación, un criterio, un consejo… A veces me vienen a ver por cosas inauditas. «Ramona, robaron en mi casa», me dice uno, en plena madrugada. Y yo, medio dormida, llamo enseguida a la policía. «Ramona, ve y convence a mi mujer para que vuelva conmigo», me pide un vecino que se las da de Don Juan. Y voy y trato de resolver el problema.
«Otras veces son los choferes de otras provincias los que tocan a mi puerta, lo mismo de día que de noche. Llegan para que les preste el teléfono. En ocasiones ni me pagan la llamada. Pero nunca me pongo brava».
—¿A qué le tiene miedo Ramona en la vida?
—A nada, se lo aseguro. O sí, ¡a las ranas! Si me encuentro una dentro de mi casa, llamo a gritos a mis electores más cercanos. Vienen enseguida, a la hora que sea, la atrapan y me salvan. Algunos me dicen: «Dígame usted, Ramona es del Consejo de Defensa del municipio y le tiene miedo a las ranas». Y yo: «¡Pero a los americanos no les tengo miedo!».
He tenido que apaciguar broncas callejeras. Y halarles las orejas a más de uno pasado de tragos. Cuando llego se acaba la guapería. Y al borracho se le aclaran las entendederas. A lo mejor un día me gano un bofetón. Me lo han pronosticado. Lo único que me preocupa es que se me acaben las fuerzas para ayudar a mi pueblo. Mientras las tenga, no le temo a nada».
Luego de 36 años como delegada, y fresca aún en su recuerdo la época en que fue la diputada más joven de Cuba, Ramona no ha dejado de ser la guajirita sencilla y humilde de otrora.
«Nunca he trabajado por estímulos, a pesar de que he recibido varios. Lo único que aprecio es el cariño de mi gente. Que me respete, que me quiera, que confíe en mí… Con eso tengo».