Las expresiones de amor entre los jóvenes son muy espontáneas. Autor: Kaloian Santos Cabrera Publicado: 21/09/2017 | 04:54 pm
De aquel período tan... especial
Cuando ya él había pasado hacía algún rato los cuarenta y yo estaba a punto de alcanzarlos, me animé a experimentar una nueva relación, como quien se juega su última carta, un poco escéptica, en apariencia indolente y, en lo profundo, una vez más, ilusionada.
Había que salir del medio habitual para conversar más íntimamente, fuera del alcance de los ojos de los entusiasmados celestinos que observaban nuestros repentinos y cada vez más frecuentes y sospechosos encuentros casuales…
Por esos años salir de Alamar, donde nos conocían nuestros colegas de trabajo y mis vecinos, constituía toda una proeza. Yo había llegado casi con una hora de retraso a la primera cita «amistosa», por culpa de mis primeros zapaticos comprados en la shopping, que me cortaban como cuchillos por todos los bordes. Aquella tarde, por culpa de mi retraso, quedaron muchas cosas por hablar, así que se imponía una segunda salida «secreta».
«Hoy no tendré que disculparme», pensaba mientras caminaba hacia la parada del «camello», mucho más cómoda en mi indumentaria. Lo voy a sorprender y cuando él llegue yo voy a ser la que lo esté esperando. (…) Con estas tres horas de anticipación tengo suficiente tiempo para llegar antes que él al sitio acordado.
El sol de la tarde estaba en su apogeo, pero nada hacía mella en mi optimismo…
Corriendo de una parada de ómnibus a otra, al borde de la desesperación, veía pasar ante mí los «camellos» repletos de afortunados y atléticos jóvenes colgantes. No podía creer lo que me estaba ocurriendo. Pasaban las horas y en la medida que el sol se ocultaba y avanzaba la oscuridad, mi estado de ánimo también se ensombrecía.
No podía dejar de llegar al lugar de la cita, le explicaría, trataría de borrar su lógico disgusto y con mi presencia a pesar de todo lo convencería. Pero: ¿Y si ya no estaba? ¿Cómo podría encontrarlo si ni sabía bien su dirección?
Deprimida, sin ninguna esperanza, me bajé al fin en la parada prometida. Seis horas después de mi salida de casa, no quedaba nada de perfume en mi pelo, nada de brillo en mis ojos, nada de prestancia en mis decaídos hombros, apenas me sostenían mis adoloridos pies.
Hoy nos reímos al recordar, juntos, nuestros primeros encuentros de aquel período tan especial. (Norma Lourdes Rodríguez Pérez, 10 de Octubre, Ciudad de La Habana)
395 kilómetros y un solo corazón
A pesar de que mi cama era excelente en aquel cuarto de hotel y de que la brisa del mar entraba por mi ventana, no lograba un sueño reparador. Al levantarme nada cambió, seguí sintiéndome agotada y sin ganas de emprender un día muy laborioso que era lo que me esperaba.
Ya llevaba varios minutos en el recibidor. En medio de la algarabía que tenían mis colegas me encontré con unos ojos claros que sacudieron todo mi cuerpo. No sabría explicar qué fue exactamente lo que sucedió, todo se borró, era como si en aquel lugar tan ambientado solo estuviéramos él y yo.
Cuando logré recuperarme del impacto, pude percatarme de que el portador de aquellos ojazos era un hombre muy apuesto, de piel trigueña, y que a pesar de que ya habían transcurrido varios minutos, no dejaba de mirarme.
Justo en el momento en que se disponía a acercarse a mí, tuve que partir; solo recibí una despampanante sonrisa que me llenó de fuerzas para extender mi mano y saludarlo.
(...) Al volver, la amable compañera de la carpeta, con una sonrisa cómplice me entregó una tarjeta que decía: «Porque vivo cuando te veo, por favor, no me dejes morir. Regreso después de las 10:00 p.m., espérame».
(...) Estuve sentada en el lobby desde las 9:00 p.m., hasta que por fin llegó. No había reparado en lo elegante del dueño de aquellos ojos que me cautivaron, en la distinción de su caminar y en la ternura con que me tendió su brazo para invitarme a conversar fuera de allí.
Nuevamente el tiempo se detuvo y me di cuenta de que la otra mitad de mí que estaba perdida desde el día que nací, la había encontrado y me la quedaría para siempre.
Nunca hemos vivido juntos porque la vida ha querido que tengamos 395 km de por medio, pero, desde aquel día, no hay noche en que no toquemos el cielo, no hay día en que no agradezcamos habernos conocido... Porque tenemos un solo corazón, que late muy fuerte entre los dos. (Leydis Toloza Méndez, Las Tunas)
Tener a alguien querido y dejarnos querer
No podemos controlarlo todo, planificarlo para que ocurra como nosotros exactamente deseamos. No somos dueños del tiempo. (…) ¿Qué decir de los encuentros inolvidables que nos robaron el sueño, nos regocijaron el alma y nos trajeron la alegría y la felicidad que esperábamos?
(…) Bryan, mi pequeño unigénito, y a quien por razones ajenas a mi voluntad dejé de ver por un año y seis meses, anhelaba mi presencia. Casi forzado me encontré con él… en los funerales de mi padre. Y en una mezcla de alegría y dolor se abrazó a mí, sin apenas en ese instante poder experimentar sentimiento alguno.
Mis ojos brillaban ante él por todo el tiempo que estuve sin poder darle los mimos y caricias que cualquier niño desearía de los suyos (…). Sin embargo, en el otro extremo yacía inerte el cuerpo de quien me dio el ser, y mis ojos entonces ardían de dolor por lo irreversible…
No obstante, algo reconfortaba… Mi padre se iba, pero sabía que yo (…) estaba siendo feliz, al serle fiel hasta el último de sus suspiros.
Transcurridos unos cuantos meses, se sucedieron mis encuentros con mi pequeño retoño. Y aunque el destino no me dio la dicha de haber disfrutado su despertar inocente —cargado de sonrisas durmientes, sollozos, y, por qué no, hasta sus palabras a medio decir— hoy vibramos de alegría y felicidad. Lo que fue una ausencia involuntaria… en estos momentos constituye la inacabable muestra de amor de dos seres que se funden en un mismo corazón, donde cada encuentro es una historia irrepetible…
Hoy mi pequeñuelo tiene cinco añitos y está feliz de contar conmigo, como yo con él. (…) Los encuentros inolvidables suceden; para ello basta con tener a alguien que uno quiera y dejarnos querer. (Aniel Oviedo Portal, Yaguajay, Sancti Spíritus)
Toni
Ojalá nunca hubiese tenido que contar un encuentro tan triste. Pero los 20 años de Toni merecen ser recordados por los jóvenes de hoy. Ya que él solo pudo llegar a esa edad... Su nombre es José Antonio Bacallao Pérez.
Desde que comencé a trabajar como maestra cada septiembre solía recibir niños que a veces nunca había visto. (...) Recuerdo el curso 75-76, por la extensa matrícula y lo pequeño del aula. Cuando me detuve en cada rostro quedé atrapada en la red de dulzura, inocencia y respeto de aquellos niños de 5to. grado.
(...) Eran más de 45 y nos convertimos en un todo. Terminábamos las clases a las 12 y 40 p.m., y las tardes las dedicábamos a limpiar el aula, sembrar flores junto al busto de Martí, embellecer las áreas verdes...
De los varones Toni era el más tímido, callado; había que demostrarle que él podía, para que contestara preguntas, fuera al pizarrón... Pasó el tiempo y terminamos el curso. Ellos continuaron sus estudios; y yo, dando clases.
Si me encontraba con uno preguntaba por los demás: siempre había respuestas diversas. A finales de 1982 recuerdo que uno de ellos me contó que Toni, Ramiro y Ramón estaban en Angozla.
Una noche del verano de 1983 conversaba en los portales donde radica el Partido municipal con una compañera que estaba de guardia y llegó una llamada comunicando la caída de Toni en Cangamba, el 6 de agosto. El impacto me devolvió muchos recuerdos, sacudió mis entrañas y me marcó para siempre.
Pasaron días, semanas, meses, y la Operación Carlota los trajo a todos de regreso. Regresaban curtidos, alegres, optimistas, haciendo planes y contando historias increíbles. Poco a poco retornaban también los más heroicos, los que marcaron un espacio, los que hacían inclinar nuestras frentes y quedarnos sin palabras. Sus osarios, cubiertos con la bandera y sus fotos... me dijeron muchas cosas.
Busqué en la foto la mirada limpia, juvenil y tímida de Toni y la vi profunda, varonil, y aunque esta vez el encuentro fue distinto, fue el más sublime que he tenido con un alumno. (Gladys Villavicencio Rojas, Sagua la Grande, Villa Clara)
Aún conservo aquella foto
5 de enero de 1959. Fidel venía en la caravana desde Santiago de Cuba hacia La Habana y avisó que iba a pasar por Cienfuegos.
Yo tenía 13 años de edad. Ni pizca de ideología revolucionaria, ni conciencia política. Lo mío era el Rock and Roll y las muchachitas del barrio. Claro, por el decir de los mayores y la triste experiencia del 5 de septiembre, mis simpatías iban a favor del Comandante Fidel y de su gente.
Mi padre era fotorreportero y, por querer imitarlo, yo tenía una camarita Kodak de cajón, a la cual, por casualidad, le quedaban aún 2 o 3 fotos por tirar y solamente un bombillito de flash. Pedí permiso y me fui para el parque a tirarle una foto a los barbudos. La llegada estaba anunciada para por la noche temprano, pero las cosas se demoraron en Santa Clara.
Todo el pueblo estaba en el parque esperando la llegada de Fidel. A empujones me fui colando hasta cerca de la tribuna que habían construido para su discurso. Los periodistas que estaban allí me vieron y les dio risa mi «profesionalismo»; me rescataron y me pasaron junto con ellos al frente.
Me acuerdo que me dieron ganas de orinar, pero no me podía mover y arriesgarme a perder esa posición privilegiada. Los «colegas» me sugirieron que me metiera debajo de la tribuna y resolviera el problema pues ahí nadie me iba a ver. Así lo hice
(...) Fidel llegó de madrugada. Me acuerdo que sus primeras palabras fueron: «Pueblo de Cienfuegos, este sí es un pueblo revolucionario».
Pues tiré mi foto. Y si quedó bastante aceptable fue por la coincidencia de la instantánea con los flashazos de las otras cámaras fotográficas. Después del discurso corrimos a la entrada del ayuntamiento donde Fidel se iba a reunir con dirigentes del Movimiento 26 de Julio de la ciudad. Ahí estuvimos todos hasta que salió para entrar al carro y continuar viaje.
En la apretujadera la gente quería, al menos, tocarlo y saludarlo. Quedé frente por frente a él. Me empujaron los miembros de su escolta para darle paso y a mí se me ocurrió quedarme con un recuerdo o suvenir. Casi sin pensarlo estiré mi mano y le quité uno de los tabacos que llevaba en el bolsillo de su camisa verde olivo. Me miró y se sonrió, pero siguió apurado a su encuentro con la historia.
A mí la gracia me costó un castigo de los grandes, pues mi familia se había cansado de buscarme en el parque y no me había encontrado. Nadie me creyó que el tabaco que tenía había sido de Fidel. Lo guardé durante varios años pero se deshizo convirtiéndose en polvo... Por suerte aún conservo la foto de ese encuentro inolvidable. (José Ángel Estapé García, Playa, Ciudad de La Habana)
Guillermo a primera vista
Iba rumbo a la Universidad en una guagua, ruta 16. Pleno mediodía.
Creo que era jueves porque me puse a pensar en La Tecla Ocurrente, sección que seguía desde hacía algún tiempo. Tenía ganas de leerla. Pensé en unos regalos de jueves que quería comentarle a Guillermo Cabrera, el autor de tan queridas ocurrencias. Reí para mis adentros al recordar una cartica donde me decía que había visitado mi tierra.
En esas estaba cuando veo subir a un hombre: camisa de mangas dobladas en el antebrazo, pantalón, sandalias, medía 1,70 m o más. Blanco, de espejuelos, ¡y calvo! ¡No puedo creerlo! Era la descripción que tenía de Guillermo. Lo había visto en una foto de Juventud Rebelde.
«Esa cara me es familiar. Es él, no puede ser otro»... Se acercó un poco a mí para salir del nudo donde estaba. Ahora lo veo mejor. Sí, es él. Mira la sonrisa. A pesar del tumulto se ríe, habla con la señora de al lado. Tiene que ser él. Además, mira esa cara. Esa cara yo la he visto. Es la misma del periódico. Mira las manos, manos gentiles, como de escritor, mejor aún, de periodista.
Se le ve un poco perdido, como quien no es de aquí. Observa repetidamente por la ventanilla como tratando de reconocer el lugar. Hay una parada. Se baja mucha gente: Me pasa por el lado, pide permiso: «Por favor permiso, que me quedo».
Se va, Lilian, se va. ¡Corre! Corro. Permiso, permiso, que yo también me quedo. Me bajé atormentada, buscándolo. Lo veo a lo lejos. Se va a montar en otra guagua. Corro más rápido. Le tomo del brazo y se gira. Me mira por primera vez a los ojos. Yo lo conozco.
Un tiro frío me recorre de pies a cabeza. Mi cerebro se confunde unos segundos, pero ya mi boca había dicho: «¿Ud. es Guillermo?». Él pierde prisa, se ríe, hace un gesto conocido. Yo lo conozco. Y cuando ya creo saber de dónde, se anticipa: «Ese Guillermo es mi amigo. De más joven ya nos confundían. Yo soy Lázaro Miranda. Mucho gusto».
Me apretó las manos, me dio una palmada cariñosa en el hombro y dijo adiós en el aire. Me quedé pasmada unos segundos tratando de explicármelo todo...
Claro que lo conocía. Fue Historiador de la Ciudad de Cárdenas, toda una personalidad. Un año atrás lo había conocido cuando apliqué una encuesta a sus trabajadores. Él era el director del Museo Oscar María de Rojas. Lo vi una vez, sí, pero no en el JR, sino en vivo y a todo color.
La historia de mi despiste se hizo famosa entre amigos de la Universidad. Y aunque después conocí a Guillermo y compartí en otras ocasiones con Lázaro Miranda, todavía hay quienes me preguntan: ¿Oye, y el Guille qué? (Lilian González Tamayo, Matanzas)
«Papi, mami, es papi»
Comenzaba el año 1978 y exactamente el 6 de enero, se presentó en el Comité Militar. Iba orgulloso, con mochila nueva a «cumplir una misión»; solo eso sabíamos. (...) Yo lo llevé en el carro y olvidó darme un beso de despedida, pero lo entendí, él estaba feliz.
Pasaron cuatro largos meses sin saber de él. El día 4 de abril llegó su primera y raída carta con fecha 14 de febrero. Qué coincidencia de fechas para mantenernos unidos.
No decía dónde estaba, pero en marzo se había conocido de la participación de los cubanos en la misión Protesta de Baraguá, en Etiopía, y yo estaba segura de que él estaba allí. Con el tiempo lo confirmé. Su estancia duró 26 meses y medio.
Fue una época difícil y llena de momentos especiales. Vivía sola, tenía dos niños pequeños, era profesora, cursaba una maestría y era la secretaria general de un núcleo del Partido con más de 50 militantes...
Quizá uno de esos momentos lo constituyó la celebración en Cuba, en julio de ese año, del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Mis hijos y yo fuimos participantes activos de ese evento pero lo extrañamos muchísimo. Le escribí una carta diaria de todas las cosas lindas que vivíamos los tres.
(...) Mi hijo de solo 5 años siempre me insistía: dile esto, cuéntale aquello; y yo asumía con orgullo esa responsabilidad. El Festival trajo otros cambios en nuestras vidas. El entorno geográfico alrededor de nuestra casa cambió, se construyó una gran avenida donde antes había un terraplén; se hicieron salidas hacia la ciudad...Y mi hijo se preguntaba constantemente si papi nos encontraría.
(...) En el 79 llegaron las primeras fotos en un rollito que llevé a revelar al antiguo Centro Asturiano. Cuando abrí el sobre tuve que sentarme en un banco del Parque Central a explicarles a mis niños por qué papi estaba tan cambiado, había bajado más de 30 kilos y estaba sencillamente irreconocible. Fue una tarea dura.
En ese mismo año me dieron casa en la microbrigada. La mudada fue una fiesta, pero surgieron, como era de esperar, nuevas preocupaciones para mi pequeño hijo, que había crecido y cada vez preguntaba más. Por suerte mi hija, solo dos años mayor que él, pero muy madura, me ayudaba en estos menesteres.
Así podría narrar miles de anécdotas pero debo llegar al reencuentro.
(...) Era sábado, exactamente el 21 de marzo de 1980. (...) Estaba lavándome la cara con la puerta del baño abierta cuando tocaron y mi hijo acudió al llamado.
Yo sentí que no habló y tiró la puerta. Me asusté y le pregunté: «Ariel, ¿quién era?» Y él, que es muy blanco y de ojos claros y grandes, estaba rojo, asustado, parado en el medio de la sala y tembloroso. Bajito me respondió: «papi, mami, es papi». Por azares de la vida le tocó a él ser el primero en verlo, después de tantos días de miedo porque «su papi» no nos encontrara.
Claro que no recuerdo bien lo que le dije a mi hijo. Su papá no volvió a tocar y yo fui corriendo a la puerta, la abrí, y allí, paradito, con los ojos inyectados, seguro y sonriente, esperando por mí, estaba él. (Gilda Vega Cruz, Marianao, Ciudad de La Habana)