Foto: Franklin Reyes MI encuentro con una de las mujeres más admirables del periodismo fue fortuito.
La noche del jueves 11 de diciembre, cineastas argentinos entregaron un donativo de insumos para nuestra industria cinematográfica. Yo me encontraba en la residencia de la Embajada de Argentina para reportar el acto de entrega que tendría lugar allí.
Faltaba apenas una noche para que acabara la edición 30 del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Adonde quiera que giraba, mi vista chocaba con deslumbrantes personalidades del séptimo arte. Allí estaba Liliana Masure, la cineasta argentina que tuvo que huir de la dictadura militar en su país para exiliarse en México, y cuyo talento, al decir del director y realizador David Blaustein (Coco), fue descubierto durante la primera fiesta del cine latinoamericano en La Habana, hace tres décadas. También estaba su coterránea Lucía Cedrón, quien tenía solo dos años cuando su padre, «el Tigre» Cedrón, la sacó del país para exiliarse en Francia. Al Tigre le debemos la versión cinematográfica de Operación Masacre, del periodista argentino Rodolfo Walsh. Se palpaba, además, el recuerdo y el alma de quienes no pudieron sobrevivir a esa etapa negra de muchos países de América Latina, pues fueron secuestrados y asesinados.
Ya casi me retiraba, cuando el fotorreportero Roberto Suárez, se me acercó y me dijo que Estela Bravo estaba en esa sala. No pude contenerme y comencé mi búsqueda hasta que en un trío, que compartía sonrisas y quizá hasta viejos recuerdos, encontré a la primera documentalista de la que tuve referencia en mi vida y a quien no podía dejar de conocer esa noche, aunque cuando llegara a la redacción me ganara un merecido regaño por retrasar la edición del periódico. Conversar con Estela valía correr cualquier riesgo.
La conocí desde pequeño, en aquellos crudos años de los 90, cuando en casa se creaba una atmósfera de gran expectativa cada vez que uno de sus documentales iba a ser transmitido por la televisión. En aquel entonces escuché, y lo comprendería más tarde, que la estadounidense Estela Bravo sabía hurgar como nadie, en nuestra realidad.
Sus palabras, cálidas y humildes, me la acercaban cada vez más. Para mí era imposible hablar con la autora de documentales como Los marielitos (1980), Los que se fueron (1983), Miami-La Habana (1994), o Fidel. La historia no contada (2001), y no indagar en el significado que tienen para ella estos 50 años de Revolución, a la que tanto ha tratado que el mundo entienda.
En un primer momento, Estela comenzó a pasar la pregunta a su esposo, Ernesto Bravo, y a un amigo norteamericano que les acompañaba.
—Persistencia. Fue un éxito —dijo uno.
—Resistió a la potencia más grande del mundo —le siguió el otro.
La conversación continuó y no conseguía arrancarle las palabras a Estela. Comenzaba a temer que hubiera llegado a importunar una celebración íntima, pero no me podía ir sin su opinión. Fui persistente, y me animaba la idea de que una periodista de temple como ella me comprendería.
No todos los días —le dije— tengo el privilegio de encontrarme con Estela Bravo y que me hable de una de sus pasiones: la Revolución Cubana.
Su respuesta, conclusiva, tuvo tanta fuerza en su mirada como en sus palabras: «Ha sido la etapa más importante de mi vida por tener el privilegio de vivir acá», me contestó.
Hace poco estuvimos en Venezuela y él —señala a su esposo— estaba enfermo. Fue a una clínica donde trabajan médicos cubanos. ¿Y qué encontró allí? A sus antiguos alumnos de medicina. “Ay, mi profesor”, le decían. Todos querían cuidarlo, todos lo querían atender. Entonces, se sintió muy feliz de que muchos de quienes fueron alumnos suyos sean hoy tan buenos médicos en Cuba o fuera de aquí. El orgullo de haber ayudado a formar profesionales de la salud que están entre los mejores es una felicidad que no puede pagar ningún dinero del mundo».
No habló de sí misma, pero al hacerlo de su esposo destapaba su pasión por lo que amaba, y entre ello, por Cuba.
—Yo le voy a devolver el piropo que ella me ha hecho —salió a la defensiva Ernesto Bravo—. Sus documentales fueron de gran impacto en el pueblo cubano porque ayudaron a ilustrar la lucha de resistencia frente al imperialismo norteamericano y por sobrevivir. Ese fue su papel. Hoy, gente que vio hace mucho tiempo sus obras se las cuentan y le dicen que fue importante para la vida aquí.
Y mientras intercambiaban ternuras, yo no existía. Sus miradas se besaban...
De pronto, cumplidas las deudas, Estela tomó la batuta de la conversación y me convertí en uno de sus entrevistados, sin que tuviera tiempo para percatarme en ello. Luego de indagar sobre mi vida profesional, el diálogo culminó con votos de suerte para mi futuro, un beso y un abrazo suyos, y un saludo para mi jefa y colega Juana Carrasco. «Con ella —me dijo— estás en buenas manos».
Hoy, días después de ese encuentro, aún siento una cosquillita orgullosa cuando pienso que conocí a Estela Bravo. Y desde ya vivo una felicidad adelantada, cuando mi fantasía galopa al pensar que un día mi novia, que será doctora como Ernesto —una de las mejores, estoy seguro—pueda devolverle a este reportero, piropos como los que esa noche de diciembre Estela le profesó a su esposo, aunque me falten muchos, muchísimos metros para tocar el cielo de Estela.