Este día, a juzgar por el entusiasmo y la vigorosa salud con que lo conocimos, seguramente Camilo estaría entre nosotros, con un sombrero alón parecido al de los primeros momentos del triunfo.
La misma sinceridad de su sonrisa, pero con una lógica barba blanca, llegaría a su cumpleaños 76 después de casi medio siglo revolucionando.
No sería igual, claro, el guerrillero que se perdió para siempre en el azul caribeño, en una avioneta «delgada» y «lenta», el 28 de octubre de 1959, sino el líder experto en decisiones de paz o tendiendo puentes hacia cualquier rincón del mundo.
Tal vez lo acompañarían varios hijos militares o civiles, y algún que otro nieto, con el apellido Cienfuegos en primero o segundo puestos; y sería el abuelo consentidor, pero siempre el Comandante de su Columna Antonio Maceo.
Les hablaría a ellos de cuando bajó de primero a cumplir una misión de Fidel en los llanos, de aquel dragón-tanque que inventó en Yaguajay o del día en que tumbó al Che de la hamaca y se rieron como si la guerra fuera de mentiritas.
Quizá alguno de los más pequeños volvería a preguntarle sobre la noche de las palomas. Y él, que siempre los complacería, se tocaría el hombro recordando al amigo, que supo y sabe ir bien.
Nunca apareció ni un tornillo de su avioneta, ni aquel sombrero, ni la Thompson calibre 45 con que se montó en la aeronave en Camagüey. Nunca el mar quiso devolvernos nada. Pero como no hay tumba en las olas, ni cruces en el recuerdo, febrero lo trae ileso. Y los hijos que no fueron, y los nietos que no son, siguen cantándole felicidades, al más jodedor de los héroes cubanos.