Foto: Armando Hernández Quien hubiese pasado por allí a tiempo para verlo seguramente se habría detenido ante la singular escena. Era 24 de febrero. Su último 24 de febrero, y cuentan que salió al patio de la casa para izar la bandera de Cuba que guardaba desde la Asamblea de Santa Cruz. Quien lo hubiera visto, casi sin aire por el edema pulmonar que lo derruía, tensando el hilo, subiendo la dignidad en un año en que Machado seguía arrastrándola, habría comprobado la rectitud de este hombre.
Sin dudas el caminante, sustraído por el gesto, minutos después habría arrimado un taburete junto al suyo para tomar la sombra del pabellón y ver ondear las palabras de la Isla profunda. Y aun con las últimas fuerzas, de los labios gruesos y añosos de Juan Gualberto habrían salido trozos de historia para regalarle al viajero.
Seguro hablaría de los dos momentos sagrados en su relación con Martí: la última visita y la última carta. Uno fue el día en que almorzaban en el número 42 de una calle llamada Amistad y los guardias se llevaron a Pepe. Otro, cuando el Apóstol —al borde casi de la guerra generosa y breve— se volcaba en angustiosa epístola: «¿Lo veré? ¿Volveré a escribirle...? Me siento tan ligado a usted que callo... Conquistaremos toda la justicia».
Tal vez entonces, la emoción y el ahogo no le habrían permitido al negro Juan Gualberto seguir hablando. Y se hubieran quedado sin decir aquellas palabras con que abrió surcos en la letra impresa: Fraternidad, Igualdad, Lucha. Pero ya no habría importado, porque el viajero hubiera salido de la modesta Villa Manuela, en la carretera a Managua, ligado para siempre al anciano de 79 años.
De seguro, nueve días más tarde, el 5 de marzo de 1933, volvería el desconocido a mezclarse entre los miles que acompañaron el cortejo fúnebre de Juan Gualberto. Un cortejo humilde porque el recio libertador no quiso aceptar limosnas de Machado. Un cortejo donde se unieron blancos, negros, mestizos, para llevar al camposanto los restos enérgicos.
Nosotros no vivimos aquellos instantes; pero cada vez que repasamos la prosa política de Martí y sentimos la lírica mulata de Guillén, vemos asomarse entre las dos montañas, la poesía vital de Juan Gualberto.
Cuando en la Isla solo se hable de «color cubano» como quería el autor de Motivos de son; cuando nuestro periodismo alcance cimas de análisis; cuando la vergüenza se haga luz en América... volveremos una y mil veces a Juan Gualberto, que desde la terquedad de su compromiso izó a Cuba por sobre la chata geografía del mundo.