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Leyendas cubanas

Decía mi distinguido amigo el Doctor Manuel Lagunilla, historiador de Trinidad, que no hubo en esa ciudad de la región central de la Isla palacio más bello que el del norteamericano John William Baker Smith.

Un naufragio lo empujó hacia las costas de la región, y una vez aquí, con el nombre de Juan Guillermo Bécquer Smith, se hizo rico gracias a sus habilidades como comerciante y a la trata negrera, y en medio de la fiebre constructiva que en la localidad propició el auge de los precios del azúcar, se empeñó en construir, para habitarla, una fabulosa morada. Un palacio de dos plantas con balcón corrido e incrustaciones de oro y marfil en las paredes interiores. Las escaleras, que parecían suspendidas en el aire, llevaban a una hermosa torre con el mirador coronado por una cúpula.

Bien pronto comenzaron los comentarios. Las familias más antiguas y pudientes no perdonaban el boato del nuevo rico. Y Pedro Iznaga Borrell, uno de los prohombres de la villa, comentó que Bécquer no tenía suficiente dinero para terminar su obra. Y aunque la terminara, no perduraría dada la mala calidad de los materiales que se empleaban en su construcción.

Enterado de los comentarios, Bécquer no tardó en su intento de desmentirlos. Para ello ordenó desmontar los pisos de mármol de la morada y sustituirlos por monedas de oro y plata que se dispondrían en raras combinaciones. Las autoridades locales vieron en ese gesto un irrespeto al rey y a la corona española y no se lo permitieron. El norteamericano se vio obligado a mandar a retirar las que ya habían sido colocadas.

Hubo entonces un nuevo comentario de Iznaga: al yanqui se le acabaron las monedas. Se empeñó en usarlas y no pasó de la puerta.

Al tanto otra vez de lo que se decía, Bécquer volvió a mandar a poner las monedas. Si antes le prohibieron ponerlas de cara, porque se pisotearía la imagen del monarca, las situaría ahora de canto.

Tampoco pudo hacerlo. Pero Iznaga, en parte, tenía razón. Por una causa u otra el palacio de Bécquer no perduró y de aquella mansión fastuosa solo quedó, en la calle Real del Jigüe, cerca de la Plaza Mayor, una verja y una gran ventana.

El otro médico chino

En 1858 apareció en La Habana Cham Bom-biá, un médico chino tildado en sus inicios por españoles y criollos como un curandero, y que no demoró en revelárseles como un notable hombre de ciencias, que dominaba tanto los secretos de medicina oriental como los de la de occidente. Fama de hechicero cobró en la ciudad de Camagüey otro médico chino, Siam, que, con el tiempo, pasaría a llamarse Juan de Dios Siam Zaldívar y llegaría a gozar de gran prestigio, enorme clientela y una fortuna cuantiosa. Es el otro médico chino.

Años antes de la llegada de Siam se había descubierto en aguas de Nuevitas una caja de madera con una sola inscripción: Veracruz. Contenía una imagen de bulto de Cristo crucificado, y los pescadores que hicieron el hallazgo dieron la imagen por milagrosa. Nunca se dio una explicación coherente sobre esa imagen que podía estar destinada a alguno de los templos de la Villa Rica de Veracruz, en México, o que podía contar con algunas astillas de la «vera cruz», el madero donde se dio tormento a Jesús.

Se pensó que la caja había caído de algún barco o que fue arrojada al agua durante alguna tormenta para que, según la tradición, aplacase la furia de los elementos.

La imagen, que ganó fama de milagrosa y que se perdió para siempre, no fue llevada a templo alguno, sino puesta en venta. La adquirió un acaudalado matrimonio que durante la Semana Santa la llevaba a la Parroquial Mayor y de ahí salía en procesión el Viernes Santo.

Puntualiza el destacado narrador y poeta Roberto Méndez que el Viernes Santo de 1850, mientras que la procesión de la Veracruz recorría las calles más céntricas, «apareció súbitamente Siam, ataviado con ricas vestiduras orientales, y, solemnemente se arrodilló en medio de la vía, delante de la imagen… el misterioso brujo se había convertido al cristianismo». No tardó en ser bautizado y adoptó el nombre de Juan de Dios Siam Zaldívar.

Concluye Méndez: «¿Era sincero el personaje o había encontrado esta vía para alejar de sí los malos rumores e incorporarse mejor a la sociedad en la que iba a residir y ejercer su profesión? No es posible discernirlo».

Tampoco tendría suerte con su casa colosal don José Mariano Borrell y Padrón, vecino ilustre de la villa de Trinidad. Se proyectó en 1827 y estuvo lista tres años después. Era, afirmaba el Doctor Lagunilla, de sólidos muros, largos guardapolvos y elevado puntal. Cuatro ventanas y una puerta de caoba enorme se abrían en la fachada principal. Zaguán para la entrada de los coches y la servidumbre. Espaciosas la sala y la saleta. En el centro del patio una bellísima fuente de hierro, con dos copas concéntricas, coronada por un cisne. La decoración más refinada y exquisita. Todo el espacio lucía claro, lleno de luz y aire, para rematar la sensación de esplendor y comodidad.

Llegó así el día de la inauguración del inmueble. Don José Mariano esperaba a sus invitados, la flor y nata de la ciudad, cuando, en un decir amén, el cielo se puso negro en un presagio de tormenta. Y entre rayos y truenos comenzó a llover como nunca antes había llovido. A esa hora un cortejo fúnebre que venía desde el barrio de Jibabuco pasaba frente al palacio. Como el agua impedía continuar la marcha, los concurrentes, para pasar la tempestad, buscaron refugio en la casona y colocaron el ataúd en medio de la sala. Aquello a don José Mariano le pareció de mal agüero.

—¡Yo no vivo en una casa que ha estrenado un muerto!— dijo, y ordenó cerrarla y ponerla en venta.

Y de tan de mala sombra fue la cosa que don José Mariano murió poco después y su palacio permaneció deshabitado durante 11 años, hasta que su heredero, José Mariano Borrell y Lemus Padrón de la Cruz Jiménez, Marqués de Guáimaro, pudo venderlo.

El Marqués de Guáimaro apareció, en el callejón de Galdós, acribillado a balazos. Lo mató un esclavo pagado por su esposa. En ese momento se le tenía como el hombre más rico de la Colonia. El nombre del Marquesado, asevera María Teresa Cornide, se corresponde con el de uno de sus ingenios azucareros; ingenio que se hizo célebre por haber alcanzado en 1827 la zafra mayor del mundo. El Guáimaro y el Palmarito, también de su propiedad, eran los ingenios con mayor capacidad de molida en la zona.

El santo que mató a un hombre

De los días de la invasión británica y la ocupación de La Habana (1762) viene en Guanabacoa la leyenda del santo que mató a un hombre.

Habían saqueado la villa los ocupantes y radicaron su cuartel en el convento de Santo Domingo, abandonado ya por los frailes, y nada hubo en las naves majestuosas de la instalación que escapara a sus profanaciones y chacotas. Se apoderaron allí de un botín cuantioso, ya que los curas, en el momento de la huida, llevaron consigo los vasos sagrados y las reliquias, no así el oro y la plata que se atesoraba en el templo.

Cuando nada quedaba por robar, un soldado inglés, que semidesnudo pasaba la borrachera sobre las losas de la iglesia, reparó en el valioso anillo que lucía en uno de sus dedos la imagen de bulto de San Francisco Javier, apóstol de las Indias, colocada en una de las hornacinas del altar mayor.

Decidido a apoderarse de la prenda, enlazó el cuello del santo con una cuerda y tiró de ella, sin lograr que la imagen se desprendiera de la peana. Varios soldados acudieron en su ayuda, y fue entonces que el santo se vino abajo y en su caída mató al que había descubierto la prenda. Buscáronla sus compañeros, pero la sortija no apareció.

Salieron los ingleses de La Habana, luego de recibir a cambio la península de la Florida, y los dominicos volvieron a su convento, restauraron la imagen de san Francisco Javier y la restituyeron a su sitio.

Pasó un siglo. Un día, mientras se preparaba en el altar mayor el monumento de Semana Santa, el pintor Gil Castañeda encontró el anillo. Había quedado en la curvatura de una cornisa.

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