Lecturas
El llamado consumo mínimo, esa cantidad de dinero que se abona para acceder a un cabaret o club y garantizar una breve oferta bebestible o comestible, generalmente dirigida, mientras se disfruta del espectáculo, es más antiguo de lo que somos capaces de imaginar.
Existía ya en los días de la Guerra de los Diez Años (1868-1878) cuando La Habana, más que una ciudad, semejaba un cuartel o una plaza sitiada, y, para refocilarse, parecían bastar a los habaneros las funciones teatrales o de circo, las corridas de toros, los panoramas… Entonces, en la esquina de Habana y Amargura se instaló el primer café cantante que tuvo la villa.
El programa de aquel centro nocturno no difería, en lo esencial, de los que le siguieron e incluso llegan hasta hoy. En espectáculos que duraban acaso una hora, se incluían canciones alegres, bailes picarescos, algún acto de zarzuela o comedia y alguna que otra pieza con un tema de actualidad, como aquella que se titulaba Lo que pasa en la manigua… Por lo demás, mucho humo, mucha algazara, mucho ruido.
Lo curioso del asunto es que con dicha empresa surgía una figura que se entronizaría en nuestra vida nocturna: el llamado consumo mínimo. Por 25 centavos que se abonaban al portero, el cliente disfrutaba del espectáculo y se aseguraba un refresco. Es el primer cabaret o nigth club, que sepamos, con que contó nuestra capital.
A comienzos de la década de 1960, el consumo mínimo era, en el cabaré Tropicana, de un peso con 50 centavos, moneda nacional.
Más antiguo aún que el consumo mínimo es el peaje, pago que se realiza como derecho para poder circular por un camino, carretera o autopista. Su antecedente fue el portazgo, lo que equivalía a un derecho de paso.
Y un portazgo precisamente se estableció en Jesús del Monte, caserío que existía ya a mediados del siglo XVIII, donde debía pagarse para continuar camino por esa vía, salvo que el viajero acreditase que radicaba en el caserío de la Víbora, fundado en 1780.
En sus años iniciales, para atravesar el Túnel de la Bahía, abierto a la circulación en mayo de 1958, los conductores de automóviles abonaban un peaje de diez centavos, como contribución al pago de su construcción, financiada con capital privado, y para su sistema de seguridad.
De 1550 data la que quizá sea la primera disposición que a favor del medio ambiente se tomó en La Habana, cuando a fin de proteger el arbolado de la urbe se prohibió la tala de cedros y caobas, maderas que la vecinería empleaba, sobre todo, en la confección de bateas, aunque también les daba empleo en la elaboración de objetos más importantes. Disposición que no impidió, sin embargo, que se exportasen a España, en grandes cantidades, maderas preciosas cubanas, lo que obligaba a los habaneros a trasladarse a lugares cada vez más distantes en su búsqueda cuando necesitaban construir o reparar su vivienda. Las personas que recibían solares para edificar, debían hacerlo en un plazo de seis meses. Si no lo hacían en ese tiempo, se les retiraba el permiso de fabricación, se les multaba y se les quitaba el terreno entregado.
El castillo de La Real Fuerza es la fortaleza más antigua de La Habana y, por tanto, una de las joyas más preciadas con que cuenta la ciudad. Ha sido, sin embargo, la más discutida de todas las defensas de la urbe y tanto fue el empeño en demolerla que pusieron de manifiesto no pocos capitanes generales, que bien puede afirmarse que ha llegado a nosotros de puro milagro.
Algunos autores la tienen como la más antigua de América. Su construcción se inició en 1558, durante el mando del gobernador Diego de Mazariegos, quien ejecutó lo dispuesto en una real cédula de 1556, y la concluyó el arquitecto Francisco Calona unos 20 años después, en el gobierno de Francisco de Carreño.
Esta es La Fuerza que aún existe. Hubo una anterior, arrasada por el corsario francés Jacques de Sores en 1555.
Las murallas comenzaron a construirse el 3 de febrero de 1674 y se concluyeron hacia 1792. Fueron el refuerzo y el colofón, dice el historiador Félix Julio Alfonso López, del poderoso complejo defensivo de La Habana en los siglos XVI y XVII; complejo que comprendía las fortalezas abaluartadas de La Punta, el Morro y la Fuerza. Por su parte terrestre iban desde El Arsenal (actual Terminal de Trenes) hasta La Punta, y por la parte marítima, desde La Punta hasta el Arsenal. Se invirtieron en su construcción entre millón y medio y dos millones de pesos fuertes.
En 1841, el Ayuntamiento habanero pidió permiso a Madrid para el derribo de las murallas. Pasarían años para que se recibiera aquí esa autorización. Veintidós años después de haberse hecho la solicitud, comenzaron a ser demolidas, el 8 de agosto de 1863. Para contemplar las labores del derribo de los muros se dieron cita, en un acto solemne, el Capitán General, el cabildo en pleno y las más altas autoridades militares, civiles y religiosas. Todo un acontecimiento.
Se dice que fueron las numerosas casas de tejas francesas erigidas en la zona la que dieron origen al nombre de la Esquina de Tejas. El Bodegón de Tejas y la fonda El Globo de Tejas fueron establecimientos que consolidaron el apelativo de esa intersección. El primero de ellos fue demolido en 1926 para construir allí un edificio de dos plantas, donde se instaló —planta baja— el bar Moral; hoy una cafetería.
Había en la esquina una espaciosa casa quinta. Fue la residencia de Claudio Martínez de Pinillos, Conde de Villanueva, intendente general de Hacienda entre 1825 y 1851, y uno de los habaneros más útiles de su tiempo. En 1912 la casa la habitó José Trillo, que utilizó los terrenos que rodeaban la vivienda para el cultivo de flores que comercializaba en su acreditado jardín La Gardenia. Dos edificios altos, muy deteriorados, ocupan ese espacio.
En 1914 se estableció en la casa una sala cinematográfica que tuvo diferentes nombres, hasta que quebró. Entonces, ya en 1919, sirvió de escenario a competencias de tenis, en las que se enfrentaban muchachas vistosas y rollizas.
Con posterioridad, se instaló allí el cine Ofelia, destruido por un incendio, y en 1921 el cine Valentino, cuyo nombre aprovechó la fama del actor. Al lado se instaló la Valla Nacional, uno de los lugares más importantes de la ciudad en lo que se refería a las peleas de gallos.
En la acera de enfrente, cruzando Infanta, una panadería anunciaba pan caliente cada 15 minutos. Competía con la de Toyo.
En la torre de homenaje de La Fuerza una veleta indica a los viajeros la dirección del viento. Es la primera escultura en bronce de que se tiene noticias en Cuba. Se trata de la Giraldilla y evoca la que en Sevilla remata la torre de La Giralda.
Muchos creen ver en ella la representación de Inés —o Isabel— de Bobadilla, esposa de Hernando de Soto. Cuando este marchó a la conquista y colonización de La Florida, ella subía a la torre a esperar su regreso. Pero Hernando de Soto no regresó. Sus compañeros lo enterraron en el lecho de un río para que los indios no profanaran su cadáver, y ella, sobrecogida por la noticia, murió en el propio mirador.
Una bella historia, sin duda. Solo que Inés, que es la única mujer que hasta ahora ha desempeñado la máxima autoridad en la Isla, volvió, ya viuda, a España, y la muerte de Soto ocurrió cuando aún existía La Fuerza vieja, es decir, mucho antes de la construcción de la torre donde se emplazó la Giraldilla.
No guardan relación por tanto Inés y la Giraldilla. Muchos dan por cierto lo contrario. Así son las leyendas.
El pasado día 14, Ciudad Libertad cumplió 65 años. El 2 de enero de 1959, el comandante Camilo Cienfuegos, por orden del Comandante en Jefe, asumió el mando de la Cuidad Militar de Columbia, la fortaleza más importante del país y sede hasta dos días antes del Estado Mayor Conjunto de las fuerzas armadas cubanas, y el 10 de marzo del propio año, el legendario guerrillero, ya jefe de todas las fuerzas de tierra, mar y aire destacadas en La Habana, derribó el muro de la posta por donde entró Batista para propinar el cuartelazo de 1952 que derrocó al presidente Carlos Prío y cortó el ritmo constitucional de la nación. El 14 de septiembre, Columbia, entregada al Ministerio de Educación, pasó a ser Ciudad Escolar Libertad, con lo que comenzó a hacerse realidad el postulado de Fidel de convertir los cuarteles en escuelas.