Lecturas
Los que lo conocieron lo recuerdan como un sujeto enjuto, nervioso y afable que, por el color de su pelo, desde su paso por la Escuela de Artes y Oficios, en Belascoaín y Estrella, ganó el remoquete de El Colora’o, que lo acompañaría hasta su muerte, el 24 de febrero de 1955, durante un enfrentamiento con la Policía en la casa marcada con el número 211 de la calle Durege, en el reparto Santos Suárez.
Largo es su expediente criminal como «hombre de acción». Se opuso a la dictadura de Machado y tras la caída del llamado Gobierno de los cien días, militó en Acción Revolucionaria Guiteras (ARG) y aunque no existen pruebas que lo avalen, se dice que participó en el atentado en que perdió la vida, en la esquina de Monte y Cienfuegos, Enrique Henríquez Ravena, jefe del Servicio Secreto del Palacio Presidencial en tiempos del presidente Grau San Martín.
Ya a esa altura, con solo 22 años de edad, recibió su bautismo de fuego cuando militantes de la ARG asaltaron una asamblea del Partido Comunista en el Teatro Principal de la Comedia. Restablecido de las heridas sufridas —cuatro balazos— se vio obligado a comparecer ante el Tribunal de Urgencia, que terminó absolviéndolo.
Junto con Jesús González Cartas (El Extraño) y Rogelio Hernández Vega (Cucú) asumió la conducción de la ARG tras el asesinato de Pedro Fajardo Boheras (Manzanillo). El general Manuel Benítez, jefe de la Policía Nacional en el primer Gobierno de Batista, les ofreció una gruesa suma de dinero a cambio de su salida del país. Ninguno de los tres aceptó la propuesta, y en 1943, luego de abatir a un policía que intentó detenerlo mientras viajaba en un ómnibus por la Calzada de Belascoaín, los cuerpos represivos dispusieron la búsqueda y captura de El Colora’o. Miles de pasquines con su foto distribuidos por toda la ciudad ofrecían, como en una escena del viejo Oeste estadounidense, una recompensa a quien informase sobre su paradero.
Cesa Batista en el poder, y bajo el Gobierno de Grau San Martín crece la influencia de León Lemus, que llega a convertirse casi en una figura oficial. Su estrella, sin embargo, empieza a apagarse, todavía en el período grausista, con la promulgación de la Ley contra el Gansterismo a comienzos de 1948, y, ya en el Gobierno de Carlos Prío, la Policía lo persigue con insistencia. Para entonces es tan conocido por sus actos gansteriles que su nombre entra en la leyenda.
Antes, en mayo de 1947, todavía en el mandato de Grau, fue objeto de un atentado en la Calzada de Ayestarán. Salió ileso y acusó como instigadores a Batista y Benítez. Declaró que respondería al plomo con plomo, y que proseguiría en su lucha revolucionaria. La verdad pareció ser otra. Cinco grupos de acción querían eliminar a El Colora’o. Lo habían condenado a muerte. Así se decía en un documento que firmaron Jesús Diéguez, de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR); Luis Pérez, de la Alianza Nacional Revolucionaria; Lauro Blanco, de Joven Cuba; Vicente Alea, de ALC y José Cardó, de los antiguos combatientes antifascistas.
Expresaba el documento aludido: «La justicia revolucionaria trató de sancionar a Orlando León Lemus. Como este acontecimiento puede dar lugar a confusiones en la opinión pública, nos interesa aclarar que no se trata de una pugna entre organismos revolucionarios, ni mucho menos un acto de tipo gansteril pagado por elementos de la reacción de pasados regímenes que tiranizaron al país. El acto realizado, por el contrario, respondió al más puro sentimiento revolucionario, perpetrado por una organización que tiene una limpia y fecunda historia para castigar la traición».
León Lemus tenía su respuesta y la dice en declaraciones a la AP: «No son luchas revolucionarias las que actualmente sostienen en Cuba los distintos bandos que operan como sociedades secretas, ya que el espíritu de la revolución se ha perdido en la patria de Martí». (De más está decir que esos señores tenían criterios muy particulares de conceptos como patria, Martí, revolución y sentimientos revolucionarios).
A comienzos del mes de noviembre de 1949, cientos de agentes policiales, al mando del jefe de ese cuerpo, el general Quirino Urías, cercan la casa del reparto El Bosque donde se esconden El Colora’o y Policarpo Soler, un matón de los peores. Ambos huyen antes de la llegada de la fuerza pública.
Escapan asimismo los dos sujetos del cerco que la Policía tiende en torno a la casa de San Carlos número 34, en la Loma de Chaple, en la Víbora. Tras un nutrido tiroteo, cuando los agentes logran entrar en la vivienda, encuentran a tres personas heridas, entre ellas a la amante de Policarpo, pero no a los que buscan, quienes saltaron a la falda de la loma desde una ventana del segundo piso y huyeron tranquilamente en un auto.
Había allí, al igual que en la casa de El Bosque, todo un arsenal. También una lista negra en que se consignaban los nombres de los que El Colora’o y Policarpo habían sentenciado. A algunos de ellos ya les habían pasado la cuenta; otros, entre los que figuraban no pocos miembros de la UIR, esperaban su turno. En otra lista aparecían anotados los nombres de los amigos de El Colora’o asesinados y los de sus reales o posibles asesinos.
Juntos están en el atentado que en septiembre del 49, en la Calzada de Ayestarán, le cuesta la vida a Wichy Salazar, de la UIR. Y antes, el 15 de septiembre de 1947, participó en la llamada matanza de Orfila, aunque nunca se le procesó por ello.
En enero de 1948 se le ubica en Caracas, a donde llegó procedente de México. La Policía venezolana le da 72 horas para que salga del país, y se instala en Balboa, Panamá. Hace declaraciones a la prensa: «Lamento lo que me pasa… Pensaba traer a mi mujer y a mi hija y rehacer mi vida. Y eso no es lo peor. Seguiré perseguido de país en país hasta que vuelva a Cuba, ¡a enfrentarme!». En septiembre está otra vez en México. Clandestino y al amparo de alto cargos del Gobierno de Prío, regresa a Cuba. Recibe a periodistas en su escondite y en conferencia de prensa, alardea del miedo que, dice, le tiene la Policía, y manifiesta su deseo de aspirar al Senado de la República. Está oculto, pero las autoridades conocen su paradero. Se esconde en la residencia de Paco Prío, hermano del Presidente.
Captura la Policía a Policarpo y, bajo estrictas medidas de seguridad, lo interna en la prisión de El Príncipe. De allí, con la ayuda de su amigo, logró fugarse en la mañana del 25 de noviembre de 1951. El custodio de una de las garitas que da a la calle G se vio rodeado por tres hombres que lo hicieron al suelo. Uno de ellos, alto, flaco, pelirrojo, poniéndole un pie en el cuello, le dijo: «¿No me conoces? Soy El Colora’o y vengo a buscar a mi hermano. No te muevas porque te mato…».
Al amparo de la naciente dictadura batistiana, sale Policarpo de Cuba. Orlando León Lemus permanece en la Isla, y se opone a Batista.
Se acerca el 24 de febrero de 1955. Ese día Batista tomará posesión de la Presidencia de la República y la Policía se extrema en la calle: hay enfrentamientos armados en la Calzada de Vento, allanamientos y registros en casas particulares y no pocas detenciones, en la que participan oficiales de alta graduación, como los coroneles Orlando Piedra, jefe del Buró de Investigaciones, y Ramón Vivas Cocas, del Cuartel Maestre; el teniente coronel Lutgardo Martín Pérez, jefe de la Radio Motorizada, y el propio jefe del cuerpo, brigadier general Rafael Salas Cañizares. En uno de los registros se ocupan 50 rifles M-1, 70 ametralladoras, diez pistolas 45, un número indeterminado de granadas de mano, entre otros pertrechos pertenecientes a la Organización Auténtica, del expresidente Prío, en la que militaba El Colora’o.
No se pone en claro en la prensa de la época cómo supo la Policía de su escondite. Se supone que logró, a golpes de convencimiento, que alguno de los detenidos la revelara. El Colora’o, al verse sorprendido, respondió con la pistola que portaba a los que lo conminaban a rendirse. Hirió de gravedad a Martín Pérez y cayó, abatido por seis balazos, en la sala de estar de la casa, cerca de la puerta principal de la vivienda. La madre, María, reclamó el cadáver. En 1959, Carlos Prío hizo colocar una tarja, que ya no existe, en la fachada de la casa de Durege 211.
Fuentes: Textos de Raúl Aguiar, De la Osa y Vázquez García.