Lecturas
Don Domingo Dulce Garay está en la Isla por segunda ocasión. En su primer mandato (1862-1866) agradó a los reformistas cubanos, que le tributarían una despedida apoteósica, pero no al elemento español más recalcitrante. Ahora, en su vuelta a la capitanía general (enero-junio, 1869) desagrada a cubanos y españoles. Los voluntarios terminan poniéndolo en tres y dos y lo obligan a la postre a renunciar. Los hechos vandálicos que estos originan, sobre todo en las jornadas del 22 y 24 de enero de 1869, hacen que un huracán de sangre sople sobre La Habana.
Veremos ahora detalles de aquellas sangrientas jornadas, tal como los relataron prestigiosos historiadores y cronistas.
Lo ocurrido en la noche del 21 de enero de 1869 en el teatro Villanueva, en La Habana, armó de cólera a la soldadesca dominante.
Se dice que desde el escenario un bufo se atrevió a cantar con intención mambisa cierto estribillo, y en el público, casi todo criollo, se escucharon vivas a Cuba y a Carlos Manuel de Céspedes. El cómico fue multado, pero no por eso cedió la indignación de los voluntarios, y más cuando se supo que el Gobernador, ante la promesa de los actores de no reincidir, les autorizó otra representación para la noche del 22.
Necesitaban los voluntarios un pretexto para desatar su ira contra los naturales del país y lo hallaron en las funciones ofrecidas por los caricatos o bufos habaneros a beneficio de «unos insolventes, que no eran sino Céspedes y los suyos».
La noticia de que los actores, de acuerdo con los laborantes, se habían salido de los límites del programa y entonado canciones hirientes para el sentimiento de los leales a España, corrió con celeridad eléctrica. Al día siguiente, aumentadas y desfiguradas las versiones de lo acaecido, las cosas tomaron carácter grave. Se aseguraba que a las exclamaciones proferidas durante la representación teatral había seguido la actitud de los concurrentes al salir del coliseo, muy envalentonados, y ya citados para que 20 horas más tarde se repitiese el espectáculo.
Los intransigentes solo aguardaban, después de los aspavientos con que comentaban lo acontecido el 21 de enero, una oportunidad más o menos propicia para dar rienda suelta a sus odios. La función de la noche del 22 en el Villanueva les deparó la coyuntura deseada. Bastó que comenzaran a llegar al teatro las damas habaneras para que corriese por los alrededores del edificio el rumor de que se presentaban las cubanas con el pelo suelto y trajeadas de azul y blanco, en tanto lucían en el teatro banderas estrelladas, y que «aquellas hijas del país eran recibidas con calurosos aplausos por sus jóvenes paisanos que las esperaban».
La primera parte de la función de la noche del 22 se deslizó, con todo, sin alteración de ningún género. Pero en la segunda parte, al presentarse la pieza El perro huevero, uno de los actores recitó con entonación un verso: «¡Viva la tierra que produce la caña!», y de la «cazuela» salió un rotundo «¡Viva Cuba!», respondido con un no menos contundente «¡Viva España!».
El actor fue coreado calurosamente por los espectadores. La intransigencia perdió los estribos. Inmediatamente circuló entre los voluntarios la nueva de que en el teatro aclamaban a Cuba libre y a Carlos Manuel de Céspedes. Mientras semejante versión se propalaba, llegó el entreacto. Con motivo de hallarse en la cantina-café del coliseo varios de los jóvenes de los concurrentes a la función, un peninsular prorrumpió en vítores a España. Así estalló el escándalo y la confusión se adueñó de todos los ánimos. Hubo ruido de cristales rotos y de sillas caídas. Se escucharon dos disparos, y mientras el público, tomado de pánico, se desbordaba, el tiroteo se generalizaba en la calle. El aire se cargó de vociferaciones, olor a pólvora, rumor de galopes y carruajes. Quieren los voluntarios prender fuego al teatro.
El retén de Policía y los voluntarios se echaron sobre los espectadores. Pocos minutos después se encontraban allí las autoridades locales, que impidieron a duras penas el incendio. A las 11 de la noche rodeaban el edificio más de mil hombres armados. Hubo sangre y hubo muertes. Al día siguiente, el capitán general Domingo Dulce dirigía una proclama a los españoles —les llamaba habaneros— anunciando que se haría pronta justicia.
¿Qué entendía por justicia, por pronta justicia, el general Dulce? ¿Entregarse a los excesos de los voluntarios? Los acontecimientos de la noche del 22 de enero de 1869, que ocasionaron cuatro muertos y varios heridos, envalentonaron descompasadamente a los servidores espontáneos del régimen, y la peor de las anarquías se adueñó de La Habana.
Disturbios callejeros habían ocurrido el 12 de enero, cuando se descubrió un importante alijo de armas en una casa de la calle Carmen, y se repitieron durante el entierro de un joven cubano muerto en la cárcel. Siguieron los sucesos del teatro Villanueva. La tragedia volvió el 24: una tropa de voluntarios tiroteó el salón del café El Louvre, en Prado y San Rafael. Hubo una nueva descarga y los que trataron de huir fueron atacados a la bayoneta. El asalto arrojó un saldo de siete muertos y numerosos heridos. Todos españoles. Ninguno de ellos era cubano.
Se pretextó que desde el interior del café se había hecho un disparo, lo cual es falso. En verdad, los voluntarios no necesitaban pretexto alguno: andaban desorbitados. Se emborrachaban, detenían los carruajes e insultaban a las familias que en ellos viajaban, y a las que se asomaban a ventanas y balcones, y obligaban a los transeúntes a gritar ¡Viva España! El famoso retratista norteamericano Cohner, que se negó a hacerlo, fue muerto en plena calle.
En la noche del 24, después de causar el pánico y la muerte en el café El Louvre, asaltaron el Palacio de Aldama. Su propietario, Miguel de Aldama, era reconocido enemigo de España y conspirador desde los tiempos de Narciso López. Además de esos motivos evidentes, hubo otro que impulsó al elemento español más recalcitrante al saqueo de aquella mansión, y fue el insistente rumor de que, por voluntad de su dueño, aquel regio palacio sería la residencia de los presidentes de Cuba libre. La familia se libró de la furia de los agresores por encontrarse fuera de La Habana.
El 22 de enero, la noche de los sucesos del teatro Villanueva, José Martí, con 16 años de edad entonces, se encontraba en la casa de su maestro Manuel Mendive, en Prado y Ánimas, cerca del coliseo donde ocurren los hechos. Escuchan gritos y disparos. Saben los voluntarios que la residencia de Mendive, donde radica asimismo el colegio que dirige y donde Martí hace sus estudios, es una incubadora de «bijiritas», y empiezan a concentrarse frente al portón.
Maestro y discípulo los observan por las persianas, mientras la familia de Mendive llora y reza en el patio.
Se marchan al fin los voluntarios, pero de cuando en cuando una bala perdida da en la puerta maciza. Sobreviene el silencio. De repente se escuchan cuatro rápidos aldabonazos. Es Martí quien abre la puerta y cae en los brazos de su madre. Escribirá más tarde en uno de sus Versos sencillos:
Y después que nos besamos
Como dos locos, me dijo:
Vamos pronto, vamos, hijo
La niña está sola, ¡vamos!
Fuentes: Textos de Mañach, González Barrios y Santovenia