Lecturas
El castillo de la Real Fuerza es la fortaleza más antigua de La Habana, y, por lo mismo, una de las joyas más preciadas con que cuenta la ciudad. Ha sido, sin embargo, la más discutida de todas las defensas de la urbe y tanto fue el empeño en demolerla que pusieron de manifiesto no pocos capitanes generales, que bien puede afirmarse que ha llegado a nosotros por puro milagro.
Algunos autores la tienen como la más antigua de América. Su construcción se inició en 1558, durante el mando del gobernador Diego de Mazariegos, que ejecutó lo dispuesto en una Real Cédula de 1556, y la concluyó el arquitecto Francisco Calona, unos 20 años después, en el gobierno de Francisco de Carreño.
Carreño era hombre de armas tomar. Se distinguió como navegante en la era de los descubrimientos y luego se enfrentó a indios y a corsarios y piratas en Nicaragua y Cartagena de Indias. Por su valor lo nombraron gobernador de Panamá en tiempos de las revueltas sangrientas que protagonizaron Lope de Aguirre y sus «marañones». Felipe II lo designaría Almirante de la Armada Invencible, y cuando la Armada Invencible fue vencida, el monarca no lo dejó de la mano, pero le confió un puesto menor, tan menor como aquel de Gobernador General de la Isla de Cuba en una época de gran pobreza pública y de sobresaltos continuos por las amenazas de los piratas.
Llegó a La Habana en 1577 y enseguida se dio cuenta de los defectos constructivos de la Fuerza y de la malversación colosal que de su presupuesto hicieron su antecesor, el gobernador Gabriel Montalvo y el arquitecto Calona. A Montalvo lo envió encadenado a España para que lo juzgaran, pero se apiadó del arquitecto por ser pobre, tener seis hijos a su amparo y hallarse endeudado. Aun así, Calona debía reintegrar dos mil ducados a las arcas reales y construir de nuevo, a su costa, el aljibe de la fortaleza.
Con sonrisas, zalemas y muestras de arrepentimiento disimuló el arquitecto su odio hacia el gobernador Carreño. Había jurado vengarse y lo haría ciertamente el día del cumpleaños de la máxima autoridad colonial cuando le envió de regalo un exquisito plato de manjar blanco «tocado» con veneno. El tósigo hizo su efecto y Carreño rindió su alma a Dios.
La golosina más inocente consiguió lo que en años no lograron corsarios y piratas, los indios bravos de Nicaragua y los temidos «marañones» de Lope de Aguirre. Un comedor de plomo, diría Álvaro de la Iglesia en una de sus Tradiciones cubanas, no pudo digerir un dulce.
Las críticas no cesaron con la muerte de Carreño. Por esa misma época, por orden del Rey, la inspeccionaba Antonio Manrique, que le reprochó en primer término su ubicación frente a la loma de la Cabaña, que la señoreaba toda. El inspector real censuró asimismo la pequeñez del patio, la falta de escañeras, la endeblez de las puertas y la carencia de agua para beber y otros menesteres. En cuanto a los fosos que aislaban la edificación, los encontró tan altos que «si no se bajan conforme a la marea, no podrán tener agua aunque se la echen a mano».
No obstante, Manrique concluía su informe aseverando que la fortaleza estaba en término. Precisaba que artillándola y pertrechándola «puede muy bien defender y ofender», si bien no cuenta todavía con municiones suficientes y son escasas sus piezas de artillería, «ocho medianas y una quebrada por la boca».
Ninguna de esas piezas alcanzaba más allá de la boca del puerto, asegura Emilio Roig en su imprescindible La Habana; apuntes históricos. Añade el distinguido historiador que al darse por terminada la construcción de la fortaleza, su guarnición la conformaban 50 hombres, de los cuales, 19 eran portugueses, dos flamencos y un alemán, mientras que el tambor era un negro viejo esclavo. El Gobernador nombró Capitán de la Fuerza a su hijo de 14 años de edad, aunque aseguró que se trataba de una designación puramente nominal. Sobre la disciplina de la fortaleza da cuenta el hecho pintoresco de que el Gobernador, por la noche, encerraba a la guarnición en el recinto y luego guardaba la llave debajo de la almohada.
En julio de 1579 la Corona consideró que la Fuerza estaba ya «en defensa» y por tanto debía ser saludada por todos los navíos que entraran en el puerto. Tres años más tarde quiso Madrid poner al frente de la fortaleza a un oficial «de responsabilidad» y nombró alcaide del castillo al capitán Diego Fernández Quiñones.
El nombramiento trajo graves disensiones entre la nueva autoridad y el gobernador Gabriel de Luján, diferencias que tuvieron eco en la Corte pues el Rey consideraba que gobernador y alcaide debían ser una sola persona y el Consejo de Indias pensaba lo contrario. Recomendó el Consejo entonces relaciones armónicas entre los dos funcionarios, pero poco se consiguió al respecto. No obstante, sus diferencias no impidieron mejoras en la fortaleza.
En verdad, las divergencias quedaron a un lado cuando se supo de la cercanía del corsario Francis Drake a la capital y sobrevino el temor de que la asaltara. Así, Luján y Quiñones olvidaron sus discrepancias, pusieron a un lado los celos y llegaron a un rápido acuerdo para defender la ciudad. Drake, en definitiva, no atacó pero la Fuerza se benefició con 50 toneladas de pólvora y 40 toneladas de plomo. Luján y Quiñones, por otra parte, solicitaron al Rey pólvora, cuerdas y municiones para la defensa de La Habana, y pidieron a México el envío de municiones y artillería, así como 300 hombres y el dinero necesario para pagar sus sueldos y raciones.
Un año más tarde, el 2 de julio de 1587, llegaba a La Habana Juan de Tejada. Asumió como Gobernador General de la Isla y al mismo tiempo como Alcaide de la Fuerza, que fue dotada de ocho piezas artilleras de bronce, municiones, pólvora y cuerda. Acompañaba a Tejada el ingeniero militar Bautista Antonelli que emprendería aquí un vasto plan de fortificaciones que culminó años más tarde con la construcción del Morro y de La Punta.
Ese castillo de la Real Fuerza, que es el que conocemos, se construyó en el espacio que ocupaba la morada de Juan de Rojas y otros ocho vecinos principales de La Habana primitiva, entre ellos una mujer y un sacerdote, que habían hecho de la zona una suerte de barriada aristocrática. El gobernador Mazariegos confiscó sus terrenos y, como regla, los afectados tardaron años en cobrar la indemnización correspondiente.
A 300 pasos de allí se había edificado lo que los historiadores llaman la Fuerza vieja que ocupaba, dice Emilio Roig, el sitio donde hasta después de 1933 estuvo emplazada la Secretaría de Estado, al comienzo de la calle Tacón, esto es, detrás de la Fuerza actual.
Una de las grandes preocupaciones de los habitantes de las poblaciones costeras de la Isla eran los ataques y saqueos de corsarios y piratas, así como de fuerzas de aquellas naciones que se hallaban en guerra contra España. Madrid tardaría no pocos años en tomar medidas que pusieran freno o atenuaran esos desmanes, pese a su gravedad. Solo después de los desastrosos ataques de 1537 y 1538 fue que Madrid decidió fortificar La Habana. Dicha tarea se le encomendó a Hernando de Soto, Gobernador de la Isla y Adelantado de la Florida; el hombre que buscó en ese territorio la fuente de la eterna juventud, y murió sin encontrarla.
Aquella fortaleza quedó lista en 1540, pero de la Fuerza solo tenía el nombre. Resultaba inoperante y más lo era a medida que el puerto de La Habana se convertía en punto de reunión de las flotas que llevaban a España el oro y la plata de América. La agresividad de corsarios franceses obligó a la Corona española a mejorar las defensas de la ciudad. ¿Se mejoraría la Fuerza o se acometería una Fuerza nueva? El empeño provocó largas discusiones y aunque algo se hizo la fortaleza quedó prácticamente arrasada el 1ro. de julio de 1555 cuando el corsario francés Jacques de Sores asaltó y tomó La Habana. Quedó en tan pésimas condiciones que tres años después, aunque disponía de algunas piezas de artillería, se utilizaba como corral para el ganado destinado al sacrificio. Fue entonces que se determinó la construcción de la Fuerza actual.
En la torre de homenaje del castillo una veleta indica a los viajeros la dirección del viento. Es la primera escultura en bronce de que se tiene noticias en Cuba. Se trata de la Giraldilla y evoca a la que en Sevilla remata la torre de La Giralda.
Muchos creen ver en ella la representación de Inés —o Isabel— de Bobadilla, la esposa de Hernando de Soto. Cuando este marchó a la conquista y colonización de La Florida, ella subía a la torre a esperar su regreso. Pero Hernando de Soto no regresó. Sus compañeros lo enterraron en el lecho de un río para que los indios no profanaran su cadáver y ella, sobrecogida por la noticia, murió en el propio mirador.
Una bella historia, sin duda. Solo que Inés, que es la única mujer que hasta ahora ha desempeñado la máxima autoridad en la Isla, volvió, ya viuda, a España, y la muerte de Soto ocurrió cuando aún existía la Fuerza vieja, es decir, mucho antes de la construcción de la torre donde se emplazó la Giraldilla.
No guardan relación por tanto Inés y la Giraldilla. Muchos dan por cierto lo contrario. Así son las leyendas.
Como ya se dijo, no fueron pocos los capitanes generales que quisieron demoler el edificio. Afortunadamente, el castillo se conservó. Fue oficina y cuartel durante la Colonia y durante la intervención norteamericana sede del Archivo General de la Isla de Cuba hasta su traslado en 1906 para el viejo cuartel de Artillería de la calle Compostela. A partir de 1909 radicó allí la jefatura de la Guardia Rural y luego el Estado Mayor del Ejército y la jefatura del batallón número 1 de Artillería.
En 1938, el coronel José Eleuterio Pedraza, jefe de la Policía Nacional, —el hombre que, en virtud del toque de queda, puso a dormir a La Habana a las nueve de la noche— desalojó de manera violenta la Biblioteca Nacional de la Maestranza de Artillería. Su objetivo era construir en el espacio de la Maestranza, en Cuba y Chacón, la jefatura del cuerpo que comandaba, lo que hizo. Los fondos de la Biblioteca pasaron entonces a la Fuerza y allí estuvieron hasta el 21 de febrero de 1958, cuando la Biblioteca estrenó edificio propio en la Plaza Cívica o de la República; la actual Plaza de la Revolución.