Lecturas
La noticia la indignó y supo que no podría permanecer con los brazos cruzados. No solo debía obtener la liberación de dos niños, vendidos a un circo por su propio padre a cambio de 2 000 pesos, sino el castigo de los culpables, tanto del vendedor como del que los había adquirido. Corría el mes de mayo de 1920 y Jeannette Ryder, una norteamericana llegada a Cuba tras el cese de la Guerra de Independencia y que en 1906 fundara en La Habana el Bando de Piedad para proteger y ayudar a seres desvalidos e indefensos, fueran humanos o animales victimizados por el hambre, la crueldad y el maltrato, no midió de inicio las dificultades de la empresa que afrontaba. Hasta ahí su quehacer en favor de niños desamparados y mujeres y ancianos desvalidos y también bestias de tiro y de perros y de gatos callejeros, la hacía centro de burlas y sarcasmos. Ahora, en su lucha por la liberación de los niños, enfrentaría algo peor, la cárcel.
El empresario del circo que compró a los niños se movía en las sombras a fin de salirse con la suya, y tan pronto supo que sería objeto de reclamación por parte de Jeannette Ryder, sobornó a la policía, al alcalde y al juez de la localidad habanera de Guara, donde el circo estaba de temporada. Cuando arribó la filántropa a esa ciudad, fue objeto de agresiones verbales que pasaron al ataque físico antes de que la llevaran en calidad de detenida a la unidad policial, donde se le mantuvo bajo arresto antes de que la remitieran al vivac de Güines. Lo justo de su reclamo obligó a ponerla en libertad y a la postre ganaría la pelea cuando los niños volvieron al lado de su madre.
Dos semanas después del retorno de los niños a su hogar, la Ryder se enfrascaba en una nueva batalla que también ganaría. En la finca Los Zapotes, en las afueras de La Habana, se celebraban en secreto corridas de toros que transcurrían con la presencia de altos funcionarios públicos y encopetadas damas de la alta sociedad.
El tema de la protección de animales llevado a la Mesa Redonda del pasado 31 de octubre, trajo a primer plano un asunto sensible que preocupa cada vez más a amplios sectores de la población y con dicho tema el recuerdo obligado de Jeannette Ryder, una mujer que, afirma el investigador y narrador Jorge Domingo, sobresalió por sus nobles sentimientos cristianos, su sensibilidad extrema y su firme voluntad de hacer el bien.
Precisa el autor de importantes investigaciones como Españoles en Cuba en el siglo XX y El exilio republicano español en Cuba:
«Al poco tiempo de su llegada a La Habana esta mujer se inició en la tarea de ofrecerles ayuda a los numerosos niños desamparados que recorrían la ciudad, se dedicaban a vender periódicos, en el mejor de los casos, o al hurto continuado… De igual modo, indignada ante el trato cruel que recibían en la calle, ante la vista de todos, caballos y otros animales de tiro, apaleados sin compasión por sus dueños para que transportasen cargas excesivas, se enfrentó a esta práctica habitual y recurrió a las autoridades para ponerle fin. En igual sentido de protección a los animales se dedicó a socorrer con alimentos a los numerosos perros y gatos abandonados en la ciudad.
«Muy pronto se fue extendiendo la noticia de que una estrafalaria y chiflada mujer norteamericana se enfrentaba a los rudos carretoneros cuando estos castigaban a sus caballos, cargaba con bolsas de alimentos para repartirlos entre perros y gatos sarnosos y se detenía a sermonear a los pilluelos. La burla y el sarcasmo cayeron sobre ella con saña; pero no lograron causarle el menor daño ni hacerle variar su actitud. Convencida de lo correcto y de lo necesario de su proceder, continuó recorriendo cada día la ciudad y paulatinamente el menosprecio hacia su persona se fue trocando en asombro, en respeto, en admiración. Algunos se acercaron a ella para acompañarla en aquella noble cruzada, y al contar entonces con un grupo de seguidores, Jeannette Ryder fundó el 27 de octubre de 1906 el Bando de Piedad».
El empeño no era nuevo en la Isla. En su Los orígenes del asociacionismo ambientalista en Cuba —estudio este sobre el que el escribidor promete volver— el historiador Reinaldo Funes Monzote dice que las primeras referencias a la necesidad de una sociedad para el cuidado de animales datan al menos de mediados del siglo XIX, y pone de relieve que las ordenanzas municipales de la Colonia contenían regulaciones destinadas a la protección de los animales. Ya en 1881 el municipio disponía el peso máximo para las cargas de las carretas tiradas por bueyes y carretones de mulas, y penalizaba la adulteración de la leche, la contaminación de las aguas y las peleas de perros.
La Constitución española de 1876 y el fin de la Guerra de los Diez Años favorecieron la proliferación en La Habana de sociedades de diversa índole, entre estas la Sociedad Cubana Protectora de Animales y Plantas, en 1882. Su fundador fue el español Juan García Villarraza, médico y dentista, fundador de la primera academia dental que existió en Cuba. Dos años más tarde se creaba la Sociedad Protectora de los Niños de la Isla de Cuba. Los esfuerzos por consolidar una asociación dedicada a promover la protección de los animales renacieron tras el fin de la dominación española, asevera Funes Monzote. La intervención norteamericana y la instauración de la República fueron un buen momento para retomar esas aspiraciones en la Sociedad Humanitaria Cubana Protectora de los Niños y contra la crueldad con los animales (1902). Radicó en la sede de la Academia de Ciencias y su presidente fue el eminente médico Juan Santos Fernández, presidente también de la Academia.
Cuba dejaba atrás 30 años de guerra y se imponía superar el legado nefasto de la Colonia y la esclavitud. La contienda bélica cerraba con el saldo de cuantiosas pérdidas humanas y materiales, y el analfabetismo elevadísimo lastraba el progreso nacional. Se imponía entonces reestructurar la sociedad y rigió un nuevo sistema de enseñanza. El problema social del país era, sin embargo, más grave y complejo. Miles de desplazados por la guerra se concentraban en las poblaciones, principalmente en La Habana, y niños, ancianos, dementes y mutilados, en total desamparo, vagaban por las calles, y poco hacían por ellos el Gobierno central y los municipios. Para paliar su desgracia surgió la Sociedad Protectora de Niños, Animales y Plantas, también conocida como Bando de Piedad, que adoptó como lema estas palabras: «Nosotros hablamos por los que no pueden hablar».
El Bando de Piedad auspició un dispensario para prestar asistencia médica gratuita a menores y estableció un reparto de leche y pan para mendigos. Llevó desayuno a mujeres detenidas en unidades policiales y combatió el propósito de restablecer en la Isla las corridas de toros y abogó por la supresión de las academias de baile que eran, en verdad, centros velados de prostitución.
Aunque por ese camino nunca terminarían de resolverse los problemas sociales del país, la prédica y el quehacer de Jeannette Ryder ganaron espacios y seguidores. Era el Bando de Piedad una organización de limitadas posibilidades económicas, que se sostenía, en lo esencial, gracias a la caridad pública y que estiraba al máximo sus escasos recursos a fin de beneficiar a la mayor cantidad de personas necesitadas. El proceder humanitario de Jeannette, secundada siempre, de manera activa, por su esposo, el médico norteamericano Clifford Ryder, permeó también las esferas oficiales y en 1915 el Gobierno del general García Menocal cedió al Bando el edificio de Paula esquina a Picota, en La Habana Vieja, que sirvió de albergue a numerosos niños en estado de orfandad. Tuvo la organización su propia revista, que contó entre sus colaboradores al periodista Félix Soloni y al escritor Juan Marinello.
La Ryder tenía 33 años de edad en el momento de su llegada a Cuba. Pasó el tiempo y no por ello disminuyeron sus convicciones. Pero resultaba excesiva la carga que soportaba su débil constitución física. En las primeras semanas de 1931 se le diagnosticó una seria enfermedad pulmonar. Fueron inútiles los intentos por salvarla. Falleció, dice Jorge Domingo, el 11 de abril; el 10, se afirma en la enciclopedia popular ilustrada Cuba en la mano.
La muerte de Jeannette Ryder dejó un vacío irreparable en el Bando de Piedad. Los tiempos en que ocurrió el deceso no eran los mejores. Arreciaba la lucha contra la dictadura de Machado y la crisis económica empujaba a la miseria a un número cada vez mayor de familias. Por consiguiente, las donaciones y legados eran cada vez menores y más esporádicos. Para colmo de males, surgieron pugnas entre algunos de sus miembros. Por suerte, el Club Rotario intervino en el asunto y con su apoyo monetario pudo la organización proseguir su labor.
En 1934, el dibujante Ricardo de la Torriente, el creador del personaje de Liborio, legó al Bando una finca rústica en el Cotorro. En dicho predio, en un moderno edificio construido al efecto, entró en servicio una escuela-albergue que acogió a numerosas niñas. De manera paralela y sin depender del Bando, la poetisa Dulce María Loynaz, premio Cervantes, mantenía sin ayuda de nadie un asilo canino en su finca La Misericordia, en las afueras de La Habana, y calladamente creó un paraíso para los perros callejeros. El Bando de Piedad funcionó hasta 1959, cuando el Estado asumió sus funciones. Su última clínica veterinaria, con servicios gratuitos, radicó en la calle Trocadero número 413, en Centro Habana. Desde hace años la Asociación Cubana para la Protección de Animales y Plantas (Aniplan) acomete una encomiable labor, no siempre reconocida con entera justicia, en la vacunación, desparasitación y esterilización de animales. Lo mismo hace la Oficina del Historiador de La Habana. La Dirección de Bienestar Animal del Ministerio de la Agricultura trabaja en la tercera versión del proyecto de ley de protección de los animales, y no faltan personas que aportan al tema tiempo y recursos, convencidos de que mientras más indefensa se encuentre una criatura más derecho tiene a que el hombre la defienda de la crueldad del hombre.
Jeannette Ryder fue inhumada en la necrópolis habanera de Colón. Su perra Rinti se echó entonces junto al sepulcro y rechazó el agua y los alimentos que le ofrecían los empleados del cementerio. Cuando murió, una escultura la inmortalizó a los pies de su dueña. Es el monumento a la lealtad.
Desconozco si se trata de una celebración universal, pero el 10 de abril es el Día del Perro. Así lo anuncia la Asociación Cubana para la Protección de Animales y Plantas. Todo el año debía ser, sin embargo, el día del perro, del propio y del ajeno y de ese que anda por ahí, abandonado a su suerte. No basta con proporcionarles un techo y alimento suficiente. También es importante hacerles sentir que son queridos e importantes, que se les toma en cuenta. Captan y comparten nuestros estados de ánimo y entienden todo lo que les decimos. Y son capaces de respondernos y de decirnos lo que quieren. Preste, si no, atención a los ladridos y gruñidos de su mascota. Nunca son iguales. Hay uno para cada ocasión. No son ellos culpables de que, lerdos como somos, no siempre los entendamos.