Lecturas
Hay preguntas a las que puede responder cualquier cubano. ¿A qué hora mataron a Lola?, es una de ellas. Todos los que nacimos en esta Isla sabemos que el hecho ocurrió a las tres de la tarde. No se pregunte más. Porque a la hora de su muerte se constriñe todo lo que conocemos acerca del personaje… Nada podemos decir sobre Lola y, aunque sepamos la supuesta hora de su muerte, no llegaremos jamás a precisar la fecha en que la mataron.
Una historia acerca de Lola circula con profusión en estos días gracias al correo electrónico. Intenta el mensaje explicar quién fue el personaje y aclarar la fecha del suceso, el autor del crimen y porqué se hizo popular la frase sobre la hora en que la mataron. Señala el envío que se trató de una prostituta a quien uno de sus amantes fulminó con una puñalada en el pecho. Agrega que el crimen en efecto ocurrió a las tres de la tarde de un día de 1948. Su autor fue un médico famoso que pensó que el incidente, dada la mala vida de la occisa, ocuparía apenas un par de párrafos en la crónica roja de los periódicos de entonces, sin saber que quedaría grabado para todos los tiempos.
No podía imaginar el sujeto que el presidente Ramón Grau San Martín ya a fines de su mandato, que concluyó el 10 de octubre del año mencionado, iba a referirse al suceso en uno de sus discursos. Dice el mensaje que el mandatario interrumpió sus palabras, miró su reloj y anunció al auditorio que eran ya las tres de la tarde. Precisó: «La hora en que mataron a Lola».
Ese comentario tan simple, pero relevante por haberlo expresado el Presidente de la República, repercutió de inmediato y quedó acuñado en el imaginario y la memoria colectiva de los cubanos, al punto de que no hay oriundo de la Isla que no sepa la hora en que mataron a Lola. Como si eso fuera poco, una canción, digamos con exactitud, un bolero-son, se encargó de perpetuar el incidente: «Eran las tres de la tarde / cuando mataron a Lola… / y dicen los que la vieron / que agonizando decía: / yo quiero ver a ese hombre / que me ha quitado la vida / yo quiero verlo y besarlo / para morirme tranquila».
Lo referido es un relato interesante, lleno de imaginación si se quiere y hasta creíble. Pero no es cierto. Este escribidor no descarta que Lola fuese una prostituta. Tampoco que el presidente Grau aludiera al acontecimiento en uno de sus discursos. Puede aceptar incluso que el criminal fuera un médico… De hecho, Grau era disparatado a veces en sus alocuciones; cantinflesco, como veremos más adelante, y no pocos médicos, como también veremos, engrosaron el prontuario criminal del país y se vieron inmiscuidos como protagonistas incluso en procesos judiciales sonados, como en el caso de la llamada «La bella murciana». Pero esta de Lola es una historia que se cae por su propio peso.
Un periodista, por su formación profesional, tiende a contrastar cuanta información allega. Es una manera de asegurar que no se irá «con la de trapo» si la publica. Sucede que cuando recibí el mensaje electrónico con la historia de Lola, historia que, por otra parte, estaba yo ya cansado de buscar sin éxito, me puse a darle vueltas al asunto y concluí que una de las maneras de confirmar la veracidad del relato era corroborando la fecha en que el bolero-son aludido se compuso. Y aquí viene lo interesante. Lola se estrenó en Nueva York el 27 de noviembre de 1935, es decir, 13 años antes de lo que afirma el cuento que circula a través de Internet. Para remate, no la compuso un cubano, sino un puertorriqueño, Rafael Hernández.
Todo esto me lo contó el doctor Cristóbal Díaz Ayala. Este destacado musicógrafo, a quien tuve el honor de saludar hace unos meses en su casa de Guaynabo, en Puerto Rico, tiene en su haber obras como Música cubana, del areyto al rap cubano; Cuba canta y baila, discografía de la música cubana; y Cuando salí de La Habana, cien años de música cubana por el mundo, entre otros títulos, y es una de las fuentes de consulta más sólidas y seguras sobre el tema. Él también recibió el mismo correo sobre Lola que circuló en La Habana y supuso, con certeza, que fue ese mensaje lo que avivó mi curiosidad y me movió a preguntarle sobre la fecha de composición del bolero-son.
Me dice Díaz Ayala en su respuesta:
«Lola es un bolero-son de Rafael Hernández, que grabó el cuarteto Machín en Nueva York, en noviembre 27 de 1935. No recuerdo que en alguna declaración Rafael aclarase si se refería a un hecho real, que pudo haber sucedido en Puerto Rico o en Cuba, donde también vivió, y más probable todavía en Nueva York o en México, donde vivió en fecha más cercana a su composición, porque la suponemos escrita muy cercana a la fecha de grabación, ya que para aquellos tiempos la necesidad perentoria no permitía “engavetar” las canciones».
A renglón seguido Díaz Ayala pone el dedo en la llaga y justifica al autor del mensaje electrónico cuando fecha en 1948 el nacimiento del bolero-son. Escribe:
«A fines de los 40, y en el programa que tenía, con Lorenzo Hierrezuelo, en Radio Cadena Suaritos, María Teresa Vera lo cantó mucho. Es posible que por eso la gente lo sitúe en 1948».
No para ahí la confusión. No son pocos los amantes de nuestra música que piensan que Rafael Hernández es un compositor cubano. Ocurre así, escriben Olavo Alén y Ana Victoria Casanova, no porque confundan simplemente el lugar de nacimiento de tan insigne músico, sino porque están convencidos de que muchas de sus composiciones llevan un sello de cubanía inconfundible.
Baste decir que Rafael Hernández no es solo el compositor de Lola, sino además, entre otras muchas, de Cachita, El cumbanchero, Capullito de alelí y Campanitas de cristal. La versión de Buche y pluma na’ma en la voz del Trío Matamoros fue el primer gran éxito del compositor boricua interpretado por músicos cubanos. Son piezas que todos en algún momento hemos tenido como creadas en la Isla.
«El hecho es que Rafael Hernández utilizó los géneros musicales más importantes de Cuba para crear algunas de sus obras de mayor trascendencia. Es posible que las versiones que hicieron los músicos cubanos de algunas de sus obras influenciaran al autor de tal forma que su estilo creativo se fue acercando cada vez más a las sonoridades más auténticas de la música cubana. Es posible también que el contacto de Rafael Hernández con los músicos de Cuba lo convirtiera en un portador de ritmos, estilos, formas de armonizar e incluso de determinados “manerismos” utilizados en la música tradicional nacida en Cuba», afirman los ya citados Alén y Casanova en el libro La marcha de los jíbaros; 1898-1997: cien años de música puertorriqueña por el mundo.
Hernández vivió en La Habana entre 1919 y 1922. En esa época el compositor, nacido en 1896, trabajó como trombonista en la orquesta del teatro Fausto, de esta capital. Cuando regresó en 1939 era ya todo un maestro a quien intérpretes y compositores cubanos admiraban. Viene comisionado en esta segunda ocasión por el sello discográfico Víctor para hacer grabaciones con orquestas y agrupaciones del patio. Trabaja entonces con la orquesta Riverside, bajo la dirección de Enrique González Mántici, y con la de Alfredo Brito que, por deferencia del cubano, conduce el propio Rafael Hernández.
En ese mismo año, con motivo de la Feria Mundial de Nueva York, Emilio Grenet —hermano de Eliseo— compila y prologa una especie de antología de la música cubana. La tituló La música popular cubana y es, dice Díaz Ayala, el primer esfuerzo serio de analizar dicha temática. Incluye el volumen 80 partituras de compositores locales que parecieron representativas al compilador. Dos de ellas no fueron escritas por cubanos. Son Cachita y Buche y pluma na’ma. No se trata de un error de Grenet. Se trata, sí, dicen Alén y Casanova, de magníficos modelos en sus géneros correspondientes; una canción-rumba y un son.
En 1933 sube a escena en un teatro habanero la pieza titulada Quítate tú para ponerme yo. En ella cada presidente de Cuba es escenificado con música alusiva. José Miguel con La Chambelona; Zayas, con música china; Menocal, con un repique de timbales, y Grau, entonces en el poder, con Buche y pluma na’ma. De más está decir que la obra no fue más allá de la segunda puesta. Esa noche hubo en el teatro una batalla campal con huevos, tomates podridos y piedras que la policía acabó a tiros.
Valga esa nota extemporánea para introducir a Grau. Lezama Lima me contó que al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno de Cuba, que también había declarado la guerra al eje Roma-Berlín-Tokio, decidió homenajear a las potencias vencedoras en la contienda. Tocó a Grau, como Presidente de la República, el discurso central de la velada. Habló el mandatario del papel en la conflagración de Estados Unidos y la Unión Soviética, con la que se tenían entonces relaciones diplomáticas. Aludió asimismo a la participación decisiva en la contienda de Inglaterra y Francia y, para referirse a China nada pareció mejor al mandatario que hacer el elogio de su cultura. Se refirió a su antigüedad y sobre todo a la forma en que se extendía por el mundo. Cualquiera puede ser poseedor de un exponente de esa cultura milenaria, aseveró Grau y, recordaba Lezama, abundó al respecto: «Porque quién no tiene en su casa una taza china grande, una taza china mediana, una taza china de cualquier tamaño…».
Un hombre capaz de una frase como esa puede muy bien haber mencionado en uno de sus discursos aquello de «la hora en que mataron a Lola». Y paso a algunos hechos de sangre que involucraron a médicos.
Chan Bombiá, aquel galeno que dio pie a la frase de «A ese no lo salva ni el médico chino» parece haber muerto envenenado por algún colega envidioso de su fama y fortuna.
Don Joaquín Gómez, una de las grandes fortunas del siglo XIX cubano, y uno de los grandes negreros, con residencia en la calle Obispo esquina a Cuba, donde se halla el hotel Florida, fue víctima de la agresión de su médico, el doctor Verdaguer, dice la doctora María Teresa Cornide en su libro De La Havana, de siglos y familias. Verdaguer le tiró a matar a Gómez y este salvó la vida, pero quedó ciego. El médico pidió ayuda al negrero para que lo ayudara a recuperar sus ahorros perdidos en un pleito con una casa comercial. Gómez apenas le hizo caso y Verdaguer, fuera de sí, lo esperó en la iglesia de San Agustín, a donde acudía todas las mañanas. Allí, mientras Gómez rezaba, le rompió en la cabeza un frasco de ácido sulfúrico y luego se suicidó.
El de «La bella murciana» fue uno de los asesinatos más sonados de la Cuba de las primeras décadas del siglo XX. La muchacha, que vivía en un edificio de la esquina de Nueva del Pilar y Belascoaín, fue víctima del médico Edmundo Mas. ¿Fue ese suceso lo que inspiró el bolero-son de Rafael Hernández? Lamentablemente este escribidor no tiene los detalles de ese incidente. Quizá Lola era el nombre de La bella murciana y la mataran a las tres de la tarde.