Lecturas
La casa natal de José Martí, en la calle de Paula número 41 (hoy Leonor Pérez, 314) pasó a ser museo en 1925. Hasta entonces ese inmueble recorrió un azaroso camino y otro no menos incierto le tocaría conocer durante varios años más.
La familia Martí-Pérez abandonó esa casa cuando el Apóstol de la Independencia de Cuba tenía unos tres años de edad. Ya muerto Martí, doña Leonor, su madre, regresó al lugar. Atravesaba una situación económica difícil; volvía viuda y casi ciega.
No pocos cubanos, agrupados en la asociación Por Martí, quisieron adquirir la casa, pero tropezaron con la negativa rotunda de los propietarios del inmueble. El interventor militar norteamericano Leonardo Wood se ofreció entonces para mediar en el asunto y comprarla, pero los de Por Martí rechazaron su propuesta y llamaron a una suscripción popular para la adquisición y procurar al mismo tiempo alguna ayuda material a doña Leonor.
Unos 25 años después de que la humilde casita de la calle Paula fuese adquirida por el pueblo de Cuba, abrió sus puertas allí el museo. No acabaron ahí las vicisitudes. Siempre corta de presupuesto, la instalación apenas contaba con los fondos necesarios para pagar a sus empleados y mucho menos para su conservación y mantenimiento. La sentida colecta organizada entre los niños cubanos, que aportaron un centavo cada uno para la casa de Martí, palió en un momento la situación, pero no resolvió el problema.
A fines del siglo XIX, cuando la casa natal no era aún patrimonio de la nación, la emigración cubana de Cayo Hueso colocó en su fachada una tarja conmemorativa que dejó constancia del nacimiento en el lugar del Héroe Nacional de Cuba.
La develación de esa sencilla lápida fue el primer homenaje público que se rindió en Cuba a José Martí, y, supongo, el primer monumento con que contó en su tierra.
El escritor Alejo Carpentier dijo que la fachada de la Catedral de La Habana era «música convertida en piedra». Otro grande de nuestras letras, José Lezama Lima, aseguraba que las curvas exteriores del frente de aquel edificio, que se halla enclavado, decía, en «la zona del primer hechizo habanero», remedaban «las vueltas del oleaje marino». De cualquier forma, la monumental fachada barroca del templo es considerada la más hermosa y acabada de la Cuba colonial, y contrasta con la sobriedad neoclásica de sus interiores.
Lo que después sería la Catedral de La Habana fue, en sus orígenes (comienzos del siglo XVII) una pequeña ermita que los jesuitas consagraron a San Ignacio de Loyola. Se convertiría, con el tiempo, en oratorio mayor de esa congregación religiosa hasta que sus miembros fueron expulsados de los dominios españoles. Entonces ocupó su espacio el Seminario de San Carlos y San Ambrosio. La consagrarían como Catedral en 1789, cuando la Isla quedó dividida en dos diócesis: la de Santiago de Cuba, que ya existía, y la nueva, de La Habana.
Cuando en 1796, después de la llamada Paz de Basilea, España cedió a Francia su colonia de Santo Domingo, los restos del almirante Cristóbal Colón, que descansaban en la isla vecina, fueron depositados en la Catedral de La Habana, junto al altar del Evangelio, bajo una lápida que decía: «O restos e Imagen del grande Colón —mil siglos durad guardados en la Urna». En 1892 las cenizas fueron traspasadas a un monumento funerario, obra del escultor español Antonio Mélida, que se instaló en la nave central del templo, y allí estuvieron hasta que en 1898, al cesar la soberanía española sobre Cuba, se llevaron a España.
¿Eran esos en verdad los restos del Almirante de la Mar Océana? Para muchos, la presencia de los despojos de Colón en Cuba es uno de los enigmas de nuestra historia.
Colón murió en Valladolid, el miércoles 20 de mayo de 1506. Allí, en efecto, hay una casa con una lápida que dice: «Aquí murió Colón». Se le dio sepultura en la capilla de San Juan de la Cerda. Fue un enterramiento provisional, pues en 1509 se transfirieron sus restos al monasterio de Las Cuevas, en Sevilla. Tampoco este sería el sitio definitivo, ya que entre 1537 y 1559 se llevaron a Santo Domingo los despojos del Almirante a fin de que descansaran junto a los de su hijo Diego, su hermano Bartolomé y sus deudos don Luis y don Cristóbal. Desde allí, como ya se dijo, viajaron a La Habana y luego a España.
Esta historia se vio perturbada en 1877 cuando monseñor Roque Cocchia, delegado apostólico en Santo Domingo, declaró haber encontrado en la catedral dominicana la tumba del Almirante. Al decir de Cocchia, los restos de Colón nunca salieron de ahí. Siguiendo su versión, a La Habana debieron llegar los de su hijo Diego, bien por error o por la voluntad deliberada de los padres dominicos que custodiaban la catedral en el momento en que se decidió el traslado, deseosos de conservar los preciados despojos. De esos restos hay parte en Venezuela y también en las ciudades de Génova y Pavía.
Para algunos, las revelaciones de monseñor Cocchia no merecen crédito alguno. Para ellos, los restos de Colón son los que estuvieron en La Habana y reposan ahora en Sevilla. Otros son de la opinión de que las cenizas verdaderas no salieron nunca de Valladolid y no faltan los que aseguren que se encuentran en el monasterio sevillano de Las Cuevas. Algunos más las ubican en Puerto Rico o en el lugar más imprevisible. El italiano Paolo Emilio Taviani, una autoridad insuperable en lo que a la vida del Almirante se refiere, es del criterio de que los restos de Colón son los de Santo Domingo.
Al igual que su lugar de nacimiento, la muerte del Descubridor sigue estimulando la mitología y la fábula. Cosas de la historia.
La Estación Central de Ferrocarriles, enmarcada por las calles Egido, Desamparados, Factoría y Esperanza, se inauguró el 30 de noviembre de 1912. El bellísimo edificio de estilo ecléctico hizo realidad uno de los anhelos más caros de los habaneros, quienes desde 1890 batallaban porque se clausurara la Estación de Villanueva, que, enclavada en terrenos que serían después del Capitolio, afeaba el entorno y dificultaba el tránsito en una zona que se iba convirtiendo en la mejor y más apetecida de La Habana.
Detrás de tan justa aspiración, sin embargo, se escondió un turbio negocio, el llamado «chivo» del Arsenal. Para hacer posible la nueva estación ferroviaria, el Gobierno entregaba a una compañía extranjera, Ferrocarriles Unidos, los terrenos del Arsenal, propiedad del Estado y valorados en 3,7 millones de pesos, y recibía a cambio los de Villanueva, no adquiridos limpiamente por los Ferrocarriles y que se valoraban en 2,3 millones. El dinero que se movería bajo cuerda empaparía al presidente José Miguel Gómez, apodado Tiburón por el caricaturista Ricardo de la Torriente, y salpicaría a sus conmilitones. Porque José Miguel se «bañaba», pero dejaba siempre agua y jabón para los demás.
A la 2:45 de la tarde de ese día comenzó la ceremonia de inauguración, cuando desde Villanueva salió el último tren para hacer el recorrido Ciénaga-Palatino-Jesús del Monte-Hacendados-Elevados de la calle Fábrica-Nueva Estación. En ese momento, Villanueva cerró sus puertas para siempre.
En la nueva terminal los elevados se extendían a lo largo de un kilómetro y el patio de pasajeros y carga ocupaba un área de 14 000 metros cuadrados. Su edificio central, de cuatro plantas y un entresuelo, se destaca por su decoración plateresca. Una de sus torres luce el escudo nacional; la otra, el escudo de la ciudad. Llaman la atención en el edificio sus balcones interiores y sus 77 ventanales.
En Cuba se vio cine por primera vez el 23 de enero de 1897, en una función especial para la prensa que tuvo lugar en un salón aledaño al edificio del Gran Teatro de Tacón, en el Paseo del Prado.
Hacía entonces solo año y medio de que los hermanos Lumiére dieran a conocer el cinematógrafo en París, cuando un empleado suyo, en tarea de promoción del nuevo descubrimiento, llegó a la capital cubana para darlo a conocer y hacer aquí algunas filmaciones.
Durante toda una semana se extendieron aquellas funciones de cine. Entre otros filmes, todos de muy corta duración, estuvieron en el programa títulos como La llegada del Zar a París, El ferrocarril en marcha y Desfile de un escuadrón de coraceros.
Digamos de paso que el cine más antiguo de La Habana y de Cuba es el Actualidades, en la calle Monserrate.
Se dice que el teléfono se inventó en La Habana, en 1849. Fue su inventor el italiano Antonio Meucci, inteligente tramoyista del Gran Teatro de Tacón. Los continuos reclamos que el empresario del establecimiento hacía de su trabajo, movieron al florentino a crear lo que él llamó el teletrophone, que le permitía atender de una manera más cómoda los encargos de su superior y ahorrarse los desplazamientos a que lo obligaban aquellas solicitudes.
Meucci tendría mala suerte. El norteamericano Alejandro Graham Bell pasó a la historia como el inventor del novedoso medio de comunicación. Con la intención de patentar su teletrophone e implantarlo, el italiano viajó en 1850 a Nueva York, donde se desgastó en gestiones que no condujeron a ninguna parte. Nadie le hizo caso. En 1876 Bell dio a conocer su teléfono. Quiso Meucci demostrar entonces la prioridad del suyo y no lo logró hasta 1886, cuando la Corte Suprema de Estados Unidos dio por comprobada la anterioridad del teléfono de La Habana y le dio la razón. Ya era tarde, sin embargo. Para esa fecha se extendía el uso del teléfono de Bell y Meucci fallecía poco después, loco y en la mayor miseria, tras 36 años de trámites inútiles.
El teléfono llegó a Cuba en 1879, tres años después de haberse inventado. Desde entonces y hasta los primeros años del siglo XX la red telefónica de La Habana operó unos 1 775 aparatos con un sistema manual. En 1910 se instala la telefonía automática en la Isla. Eso quiere decir que fuimos los cubanos los primeros en el mundo en disfrutar, en llamadas locales, de esa maravilla de levantar el tubo del auricular, discar y recibir desde el otro lado de la línea la respuesta del número marcado sin necesidad de operadora ni intermediarios de ningún tipo.