Lecturas
En un momento determinado empieza a sentir el peso de sus visiones y su poema se convierte en una sala de baile, en un escaparate mágico. Se verifican laberintos, enlaces, y el poeta, como una resistencia frente al tiempo, se convierte en un arca que fluye sobre las aguas con todos los secretos de la naturaleza.
«En Esopo, en Homero, en los cronistas de Indias, en la teogonías de Valmiki, la novela formó parte de la poesía. La simple acción del hombre se ha vuelto demasiado soterrada, continúa arando en el sueño, y ya no se pueden hacer novelas a base de caracteres, tipos, situaciones, asuntos, porque un intramundo, una entrevisión, un entreoído ha ocupado los espacios clasificados», me decía el escritor en 1969, cuando le pregunté qué lo había llevado a la novela. En Paradiso (1966) Lezama contó aquella historia de la familia que su madre quería que escribiese alguna vez.
«Hasta el punto en que toda novela es autobiográfica, Paradiso es una novela autobiográfica —añadía entonces—. Yo no soy un novelista profesional, pero creo que es imposible dejar totalmente fuera de una novela la vida vivida, seres conocidos, recuerdos, odios, rencores, pesadillas. Yo siempre supe que algún día tendría que escribir la historia de mi familia, aquellas conversaciones de mi madre y mi abuela con mis tíos sobre la emigración revolucionaria durante la Guerra de Independencia, sus encuentros con José Martí y las Nochebuenas pasadas lejos de Cuba. Yo tenía que escribir también sobre la Universidad, la lucha estudiantil contra Machado, mis amigos, mis conversaciones, mis lecturas, mis esperas y silencios.
«Ofrecí en Paradiso una summa, una totalidad en la que aparecen lo muy cercano e inmediato, el caos y el Eros de la lejanía. Cuando yo digo que en ese libro puse mi vida, no debe interpretarse la frase en un sentido literal, aunque haya mucho de mi vida en Paradiso, sino como la dedicación y el fervor con que la escribí».
Permeada, al igual que su poesía, de profundas esencias cubanas, la novela colocó a su autor en la cabecera de la narrativa continental. No era ciertamente un desconocido cuando publicó esa obra; sin embargo, el éxito que alcanzó con ella carecía de precedentes en su vida de escritor. Había publicado hasta entonces los poemarios Enemigo rumor (1941) Aventuras sigilosas (1945) La fijeza (1949) y Dador (1960) y los libros de ensayos Analectas del reloj (1953) La expresión americana (1957) y Tratados en La Habana (1958). Además tenía en su haber una fecunda labor como editor de revistas de poesía: Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes, de la que aparecieron 40 números entre 1944 y 1956 y que dio nombre al grupo de escritores que rodeaban a Lezama: Gastón Baquero, Ángel Gaztelu, Virgilio Piñera, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Octavio Smith y Lorenzo García Vega, así como los músicos José Ardévol y Julián Orbón y los pintores Mariano Rodríguez y René Portocarrero, entre otros.
Tenía entonces 56 años de edad y lo sorprendió el impacto que provocó Paradiso. Los cinco mil ejemplares de la edición cubana se agotaron en pocos días y, para colmo, era solicitado por editores extranjeros. Ediciones en Francia, Estados Unidos, México, Argentina y Perú le ganaban nuevos adeptos.
Paradiso divide en dos la vida de Lezama. Si hasta entonces transcurrió alejada del gran público, protegida por las paredes de su casa y resguardada por los modestos empleos que desempeñó para vivir, la publicación del libro hace que su vida íntima se convierta en noticia y sean tema de comentario su edipianismo, el asma —su enfermedad crónica— y los puros habanos que lo deleitaban y con los que, decía, rendía homenaje al olimpo de los aborígenes de la Isla.
El famoso capítulo VIII de la novela despertó la sensación y el escándalo en La Habana de 1966. Así, sin que mediara explicación alguna, Paradiso fue retirado a toda prisa y sin explicaciones de las librerías solo para que, también de prisa y sin explicaciones, volviera a estas y desapareciera otra vez, pero ahora en manos de los lectores.
Años después, Lezama comentaba el incidente:
«Paradiso es una totalidad y en ese todo está el sexo. En determinado momento del desarrollo de José Cemí, el protagonista de la novela, sucede el despertar genesiaco. Allí se recupera una libertad cuya aparición parece que resintió a algunos acostumbrados a la hoja de parra y a aquellos pintores sastres, de los que se rieron los italianos renacentistas, obligados a tapar las castas desnudeces de Miguel Ángel en la creación del mundo. Para mí, con la mayor sencillez, el cuerpo humano es una de las más hermosas formas logradas. La cópula es el más apasionado de los diálogos y, desde luego, una forma, un hecho irrecusable. La cópula no es más que el apoyo de la fuerza frente al horror vacui.
«En un himnario de gran belleza, Santo Tomás de Aquino dice: Ve, lengua, y canta las glorias del cuerpo misterioso. De manera que para mí todo lo que haga el cuerpo es como tocar un misterio superior a cualquier maniqueísmo modulativo, pues es absolutamente imposible descubrir nuevos vicios y nuevas virtudes; ellos estuvieron desde el origen y estarán en las postrimerías, y tal vez sería bueno recordar la visión memorable de una santa en la que se le reveló que había un infierno, pero que estaba vacío».
Tras la publicación de Paradiso, Lezama continuó sumando página tras página y sus personajes se desplazaron hacia nuevas situaciones. Otro personaje de su novela, Oppiano Licario, el Ícaro, el nuevo intentador de lo imposible, apenas se da cuenta de que está muerto y utiliza todos los procedimientos para estar de nuevo con nosotros. Su presencia se esboza como un relámpago y rehúsa las comprobaciones del cuerpo. El poeta, casi con el ritmo de otra respiración, corporiza la muerte. José Cemí volverá a encontrarse con la imagen y para que ello sea posible tiene que verificarse la resurrección incesante de Licario.
Trabaja entonces en otra novela, a la que siempre aludió como «la continuación de Paradiso» y a la que dio varios títulos —Inferno, La muerte de Oppiano Licario, El reino de la imagen— hasta que decidió que llevase el del nombre de su protagonista que es, a la vez, el personaje más desaforado de Paradiso. Pero Oppiano Licario quedó inconclusa.
El triunfo de enero de 1959 sorprende a Lezama como empleado del Instituto Nacional de Cultura, nombre que a fines del Gobierno de Batista adoptó la antigua Dirección de Cultura. Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y Carlos Franqui, entre otros, desde las páginas de Lunes, suplemento cultural del periódico Revolución, ejercitan contra él y otros origenistas, dirá el ensayista Reynaldo González, «el oficial oficio de lobos feroces en el espinoso bosque de una revolución que ellos representaban». Travestidos de teóricos generacionales y vindicadores patrios, portadores de una verdad que creían incontrovertible, condenaron el supuesto escapismo que creyeron ver en el grupo y la revista Orígenes, al mismo tiempo que temían y rechazaban las tendencias del realismo socialista, cuya vecindad no adivinaron ni pudieron, por supuesto, impedir. Lo de Lunes con Orígenes fue el extremismo vanguardista y el sectarismo en nombre de una liberalidad elevada a dogma, escribe Reynaldo. Puntualiza: «En el tratamiento que dieron a Lezama Lima, algunos episodios remuerden hoy las conciencias de los vivos y estremecen las tumbas de los muertos». Pero la actitud del poeta frente a esos ataques fue infinita y salomónica: no dejó de colaborar en Lunes de Revolución.
Como director de Literatura y Publicaciones del entonces recién creado Consejo Nacional de Cultura acomete Lezama una labor encomiable en lo que a la publicación de los clásicos cubanos y españoles se refiere. Durante sus años finales, y hasta su muerte, laborará sucesivamente en el Centro de Investigaciones Literarias, el Instituto de Literatura y Lingüística y la Casa de las Américas. A esa etapa corresponden, entre otros esfuerzos personales suyos, la edición crítica de la obra completa de Julián del Casal, la recopilación de toda la poesía de Juan Clemente Zenea y, sobre todo, la muy valiosa Antología de la poesía cubana, en tres volúmenes y que se extiende desde los comienzos hasta Martí. Dice a su hermana Eloísa: «Yo estoy trabajando intelectualmente más que nunca». De la antología se siente particularmente satisfecho y orgulloso. La hizo para dar una presencia y un latido a su familia ausente. «Está hecha —escribe a uno de sus sobrinos— para poblar un destierro, una necesidad violenta de tocar tierra, de arraigarse, de esclarecer sus raíces, que solo se vence por la poética en la secularidad, en la costumbre, en la unanimidad». Añade: «Deberás tener siempre presente a tu patria, que es Cuba».
Porque tras el triunfo de la Revolución, la familia, que parecía tan sólida, se resquebraja con la salida del país de las hermanas y los sobrinos del escritor. Lezama rechaza seguirlos y se niega terminantemente a la insistencia de Eloísa por llevar a la madre con ella. «Queda aclarado que tú no podrás venir. Pero debe quedar aclarado también que Mamá tampoco puede ir. Ni ella está dispuesta a dejarme, ni yo podría resistir semejante castigo… Que cada cual permanezca dentro de su fatalidad y que Dios decida». Porque el poeta que, dice su hermana, necesitaba vivir rodeado de una muralla de madres, sigue apegado a Rosa Lima de manera desesperada.
Le angustia pensar en la soledad en que quedaría ella si él fallecía y sabe que padecerá él de una soledad aterradora si es ella la que muere. Por eso, durante los últimos años de Rosa, el hijo apenas sale de la casa para disfrutar de la compañía de la madre día a día, hasta el final. Algo lo consuela: «Sé que mi madre no ha sufrido por mí, he procurado siempre mitigar su angustia, acompañarla, saborear los ratos agradables que me proporciona con su ternura y su ingenuidad deliciosas». Expresa además en la misma carta a su hermana: «No he procurado dolor, nadie ha sufrido por mí. Toda mi vida he tenido una suprema delicadeza, la cantidad de dolor que me fue asignada por el destino, la he masticado en la sucesión de mis días… Mi más doloroso dolor es pensar que pueda llevarle tristeza a los demás».
Rosa Lima muere el 12 de agosto de 1964. Ese mismo año Lezama contrae matrimonio con María Luisa Bautista Treviño, una profesora de Literatura en el Bachillerato que fue compañera de estudios de Eloísa y que ha sido para Rosa como una hija. La madre, ya en su agonía final, pidió al hijo que se casara con ella.
Dirá Lezama en su poema Mi esposa María Luisa: «Eres la hermana que se fue, / la madre que se durmió / en una nube frente a la ventana…».
(Continuará)