Lecturas
Siempre he pensado que Al Capone no vino a Cuba al pecho. Quiero decir que cuando lo hizo en 1928 para supervisar aquí la compra de alcoholes que se introducían de contrabando en Estados Unidos, tenía contactos más o menos sólidos con importantes figuras de la política y el mundo empresarial cubano. De ser así, las relaciones entre la mafia norteamericana y políticos del patio son muy anteriores a lo que comúnmente se supone. El famoso gángster de Chicago, durante su estancia cubana, regaló un reloj Patek Philippe a Rafael Guas Inclán, entonces presidente de la Cámara de Representantes. ¿Pago de una deuda? ¿Agradecimiento? ¿Una forma de asentar los vínculos? Son por el momento preguntas sin respuestas. Algún día quizá será posible precisarlas.
Entre 1920 y 1933 rigió en Estados Unidos la llamada Ley seca. Durante casi 15 años la mayor parte de la mercancía alcohólica que entró en territorio estadounidense provino de las Antillas, Cuba entre ellas. Las lanchas rápidas de los contrabandistas burlaban las patrullas de la policía norteamericana y como en los tiempos de la piratería clásica, esas lanchas eran asaltadas a su vez por otras que las saqueaban y destruían.
El italiano Jim Colosimo llevaba más de 30 años en Estados Unidos y era propietario de un café en Chicago. Había comenzado como barrendero en aquella ciudad y en los tiempos de la Ley seca acumulaba ya cierta fama como «protector» de sicilianos y calabreses.
Fue con el apoyo de Colosimo que miles de lanchas rápidas comenzaron a zarpar clandestinamente desde los litorales de la Florida para dirigirse a algunas islas del Caribe. El ex barrendero ganó millones de dólares en esa operación hasta el día en que lo atravesó una lluvia de plomo.
Su sustituto, Johnnie Torrio, sacó mayor provecho de la empresa ilegal. Pero durante su reinado comenzó la piratería en el mar de las Antillas. Aquellas lanchas de Colosimo, de escasa capacidad de almacenamiento, pero mucho más veloces que las de los guardacostas, comenzaron a ser asediadas por otras mucho más rápidas que tripulaban auténticos piratas. Los hombres de Torrio, al igual que hicieron antes lo de Colosimo, pagaban puntualmente los alcoholes que adquirían en las islas del Caribe y en su regreso a la Florida eran abordados y saqueados por los piratas.
Al Capone sería más inteligente que Colosimo y Torrio. Llegó a un acuerdo con las autoridades y a partir de ahí los guardacostas y la policía del litoral se convirtieron en perseguidores implacables de los piratas, mientras que dejaban la vía libre a los que trabajaban para Capone.
Capone daba muestras de una afición por las mujeres y de un delirio por la publicidad impensable en un mafioso. Gustaba que se hablara de su persona y se repitiera su nombre. En el Hotel Sevilla, de La Habana, se dice, alquiló todo un piso para él y su comitiva de guardaespaldas y consejeros. Refiere asimismo la leyenda popular que pidió entonces reunirse con todos los empleados que se encargaban de la atención de dicha planta. Poco tenía que decirles. Pero congratuló con un billete de cien dólares a cada uno de ellos.
Había nacido en Williamsburg, de padres napolitanos, y al igual que Lucky Luciano fue miembro de la banda Five Points antes de trasladarse a Chicago como pistolero y escalar la cumbre del hampa en dicha ciudad a partir de 1920. Se le conoce sobre todo por haber ordenado la matanza del día de San Valentín de 1929; crimen que nunca pudo probársele.
En realidad a su llegada a Chicago no era miembro de la mafia. Pero Joe «el Jefe»
Masseria lo admitió como parte de una tentativa para desestabilizar la autoridad del capo de esa ciudad, sin que tuviera que reparar en los medios que utilizaría para hacerse con el liderazgo. Se consolidó Capone en Chicago, extendió su influencia a Nueva York y se le hizo cada vez más evidente que Joe «el Jefe» estaba vencido y superado. Lo asesinaron en un restaurante luego de haber cenado plácidamente con Luciano, su lugarteniente. Quedó Maranzano, reconocido por Luciano y Capone, como capo de capos. Poco duró su corona. Hombres enviados por Luciano, que se hicieron pasar por inspectores de Hacienda, lo ultimaron a puñaladas y balazos en su despacho. Fue ahí que Luciano modernizó la mafia. Estableció una forma de dirigir más democrática, con una comisión integrada por los capos de todas las familias neoyorquinas, asentó su estructura sobre nuevas bases corporativas y él pasó a ser como un consultor empresarial del crimen. Recomendó a sus hombres vivir con discreción absoluta; llevar una vida de bajo perfil, sin llamar la atención. Cuando los capos le preguntaron que cómo se llamaría su organización, dijo que no tendría nombre para que nadie pudiera nombrarla. La mafia estadounidense dejaba de ser una organización siciliana para convertirse en ítalo-americana, y Capone fue parte de esa transformación.
Cuando José Ramón Fernández, gerente de Le Palais Royal, lujosa joyería situada en el número 402 de la calle Obispo y cuya propiedad compartía con su hermano Diego y su primo Fidel Villasuso, supo que Al Capone estaba en La Habana, corrió a hacerse de un arma a fin de defender su establecimiento si el famoso gángster decidía asaltarlo. Ingenuo, Fernández desconocía las verdaderas razones de la estancia de Capone en La Habana.
Grande fue su sorpresa la tarde en que lo vio llegar. Pulcro, afeitado con esmero, vestido de negro y con el sombrero en la mano, Capone descendió frente a la tienda de un automóvil de siete pies de largo y a pie firme y precedido por dos guardaespaldas y el sujeto que le servía de intérprete penetró en ella.
Echó un vistazo a las joyas que se exhibían en las vidrieras, reparó en algunas de las obras de arte en venta y se dirigió al mostrador. Antonio de Armas, empleado de la casa, le dio las buenas tardes y se dispuso, solícito, a atenderlo.
Sin preguntar precio, Capone, a través del intérprete, pidió tres relojes de pulsera Patek Philippe. Los examinó uno por uno, dio su conformidad y siguió, al parecer con atención, el curso de la caligrafía de De Armas mientras rellenaba las facturas y documentos de rigor. Son 6 000 dólares, dijo el empleado. Capone sacó un rollo de billetes de un bolsillo interior de la chaqueta y mientras contaba el dinero muy despacio comentó con sus acompañantes que una compra de esa naturaleza le hubiese resultado mucho más cara en su país. Uno de los relojes sería para él, otro para el jefe de su escolta y el tercero para Rafael Guas Inclán, figura connotada, en su carácter de presidente de la Cámara de Representantes, del régimen de Machado.
Chambelonero de rompe y rasga, miembro distinguido del Partido Liberal, Guas fue machadista hasta la caída de Machado. Cuando, ya batistiano, le echaban en cara su pasado machadista, respondía sin sonrojo que él acompañaba a sus amigos hasta la tumba, pero que nadie podía pedirle que se metiera en la tumba junto con ellos. Tenía un récord que nadie osó discutirle nunca: fue el hombre que más duelos despidió en Cuba hasta 1959. Tenía un vicio: el juego de azar. Cada noche podía ganar o perder en la ruleta cualquier cantidad de dinero. Ocupó, con Batista, la Vicepresidencia de la República, cargo al que renunció en 1958 para aspirar a la Alcaldía de La Habana, que ganó en la farsa electoral de ese año. Al enterarse del desplome de la dictadura, corrió a refugiarse en la embajada de Chile, en Línea y G, en el Vedado. El reloj que le había regalado Al Capone quedó en su casa.
Fue entonces que su esposa, Luisa de Cal, con la que mantenía desde muchos años antes una relación meramente formal, regaló a su vez la pieza a su sobrino, Roberto de Cal. El reloj todavía daba la hora.
Era Roberto un fotógrafo profesional, integrante de la directiva del Círculo Fotográfico de La Habana, con sede en los altos de la casa de Compostela y O’Reilly, en La Habana Vieja. Poca memoria queda ya de esa entidad que se empeñó en desarrollar y promover la fotografía en Cuba. Disponía de un salón de exposiciones, que era también sala de conferencias, así como de tres laboratorios, donde, previo turno, los fotógrafos podían hacer su trabajo de revelado e impresión. Uno de esos laboratorios fue donado al Círculo por la Leyka, la prestigiosa firma alemana de cámaras fotográficas. Un periódico como el Diario de la Marina reservaba cada semana una página de su rotograbado para las fotos que remitía el Círculo, y lo mismo hacían otros diarios habaneros. El Círculo Fotográfico se mantuvo en funcionamiento hasta mediados de la década de los 60. Muchos de los que en la época se iniciaron en la fotografía periodística y de arte hicieron sus primeras armas en aquella casa de la calle Compostela.
Un buen día se le averió el reloj a Roberto. Su eje resultó dañado al caérsele de las manos. Ya no resultaba fácil en el país, por la carencia de repuestos y la dispersión de los relojeros, reparar una joya como aquella. Encontró sin embargo quien asumiera el trabajo. Casimiro Lomas, que había sido propietario de una joyería, que era óptica a su vez, en la calle Neptuno, todavía tenía en su casa repuestos suficientes, y el Patek Philippe que Al Capone regaló a Guas Inclán y que la esposa de este obsequió a su sobrino volvió a andar.
Todos los protagonistas de esta historia están muertos. Al Capone murió en la Florida, consumido por la sífilis, a finales de los años 40. Guas murió en Miami en la segunda mitad de la década del 70. También murió, en La Habana, Roberto de Cal.
Le Palais Royal, que fuera una de las joyerías más famosas de la capital cubana, tenía, en 1958, una situación muy precaria debido a la mala administración, los conflictos entre los propietarios y la declinación de la zona comercial donde se encontraba. En la actualidad es una tienda de artículos de vestir.
(Con información del ingeniero Enrique Lara Vallejo)