Anita parece una estrella de rock por el pelo blanco y la expresión desenfadada. Cuando asistió a la ceremonia a recoger su medalla de oro, hizo a los fotógrafos captarla con unas gafas de colores en forma de cinco aros. Está medio loca, en el fondo. Y paradójicamente aparenta también ser una mujer callada. Posee el poder del silencio, pero grita. Cuando gira y gira con el martillo zarandeándose y tomando fuerza y luego lo lanza más lejos que nadie. Como una hoz encendida de fuego que le abrasa las manos.
En su tiempo fue la oposición de un imperio difícil de tumbar. Wlodarczyk simulaba muy bien el papel de villana, de jovenzuela atrevida con la osadía para mirar a la nariz de las grandes. Aguó muchas fiestas. A Yipsi, a Lysenko, a Heidler …
Entre las mallas aprendió a vencer y fuera de ellas cómo hacerlo. Jamás escatimó en el trabajo. Encerrada en los campos polacos pulía el diamante de sus brazos y una mente con precisión cirujana. Pico y pala. Físico y técnica. Entrenamiento y competencia. Maduró y mejoró cuanto pudo para encarar las batallas venideras.
Y si la entonces intrépida muchacha ya cortejaba con el grupo de mayor pedigrí, cuando adquirió apenas una molécula de aplomo mayoreó a su antojo cada certamen. Dominó el martillo y dominó a sus rivales. Fue dolor de cabeza para aquellas acostumbradas al sabor dulce del éxito. Se los arrancó de cuajo y lo guardó para ella. El papel de emperatriz le gustó demasiado.
A Tokio llegó con perfil aparentemente bajo. Apagado el cartel de favorita tantas veces encendido, aterrizó en busca de su sueño. Y su sueño era la gloria. Colocarse la diadema de campeona por tercera vez consecutiva. Como si Londres y Río no fuesen suficientes. Como si sus rivales estuviesen allí, pintadas en la pared, esperando que una señora de 35 años les arrebatara sus coronas.
Pero Anita es mucha Anita. Villana perenne, volvió a dejarlas hirviendo en cólera. Arrancó el martillo de sus manos con furia y 78 metros y 48 centímetros quedaron en el viento. A ver quién sería capaz de emularla. Nadie. Nadie emula a las leyendas.
Preguntaron entonces los incrédulos por qué la buena de Wlodarczyk era la primera mujer en encaramarse a la cima del Olimpo atlético tres veces seguidas. Por qué ella y no la hermosa Isinbayeva, con sus brincos elegantísimos garrocha en mano, o la legendaria Vallerie Adams, intocable de la bala por una década. Por qué precisamente Anita.
La respuesta es simplísima. Los buenos deportistas ganan y ganan mientras pueden. Los mejores deportistas presumen de una sed perenne de gloria y Anita, que un día erigió un imperio en el martillo, amplió sus fronteras al atletismo todo. No se conforma. Sigue y sigue y nadie sabe hasta donde va a llegar. Por eso es más que una buena deportista: Anita Wlodarczyk es la mejor.