Lorenzo con Ruth, uno de sus retoños. Autor: Osviel Castro Medel Publicado: 21/09/2017 | 06:39 pm
BAYAMO, Granma.— Aquel verano fue demoledor. Parte de su modesta casa había volado empujada por los resoplos de Dennis, un huracán que convirtió la costa en caos.
Casi 50 días después, todavía podían verse en las playas los latigazos del ogro ciclónico y ante la tragedia, Lorenzo Pérez Escalona acudió al campismo Las Coloradas para ayudar en las labores de recuperación y, si era posible, conseguir algo mínimo que sirviera a su vivienda.
Mas sobrevino otra desventura: en el ajetreo del trabajo cayó una pared que impactó su anatomía de 19 años. Era el 24 de agosto de 2005 y al trasladarlo al hospital Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo, corroboraron que tenía fracturas en la columna vertebral y en el fémur izquierdo.
«Me operaron la columna ese mismo día exitosamente, pero le hablaron claro a mi mamá, que se llama Juana Escalona Reina: solo con un milagro podía caminar de nuevo», cuenta este hombre, quien 11 años más tarde asombraría al mundo al convertirse en campeón de la natación de los Juegos Paralímpicos de Río de Janeiro.
Al séptimo día del accidente lo llevaron de nuevo al salón para fijarle con láminas el fémur, que se había desprendido de su cabeza. «Estuve ingresado 40 días en Bayamo y casi cuatro meses en el hospital Julito Díaz, en La Habana, donde hice la rehabilitación».
En los meses siguientes, con una fuerza de voluntad ciclópea, Lorenzo volvió a caminar contra cualquier pronóstico, valiéndose de muletas. «Todo cambió, no sentía mis pies, pero ante esas adversidades ni siquiera necesité un sicólogo», comenta a JR mientras observa desandar a su pequeña, Ruth, quien cumplirá un año el próximo 20 de octubre.
Así, ahuyentando cualquier depresión emocional y siguiendo la sugerencia de un activista deportivo, integrante de la Aclifim, dijo que imitaría a Leonardo Díaz, un granmense lanzador de disco, jabalina y bala, multimedallista en Juegos Paralímpicos. «Nunca había tenido —dice— la aspiración de ser deportista, mucho menos nadador; mi sueño era graduarme de una carrera universitaria. Por eso, después de estudiar Mecánica automotriz como obrero calificado, pasé el curso de superación para jóvenes, casi terminándolo se produjo el percance. Luego, así parapléjico, cursé cuatro años de la Licenciatura en Contabilidad y Finanzas; pasaba demasiado trabajo y busqué otros caminos como este del deporte adaptado.
Lo cierto es que, siguiendo la historia, aquellos implementos para lanzar, que alguien le prometió, nunca llegaron a su municipio, Niquero. Entonces Lorenzo contactó con su vecino de Las Coloradas, Hernán Tamayo Piñón, un sordomudo que competía en certámenes para deportistas con esa limitación y entrenaba nada menos que en el mar.
«No sabía nadar, aunque no me ahogaba. Hernán me enseñó y fue mi primer entrenador no oficial, pues él no iba todos los días al mar, yo sí. Tuve que hacer un gran esfuerzo porque los pies se me iban para el fondo y porque esa preparación era en un espacio de diez metros de largo, sin condiciones, en medio del oleaje; súmenle que no entendía el lenguaje de señas; y además de eso, como no sentía mis piernas, me cortaba con los vidrios o me pinchaba con los erizos sin darme cuenta. A veces llegaba a la casa sangrando, algo que alarmaba a mi mamá, quien siempre ha sido muy sobreprotectora».
Prácticamente por su cuenta, Lorenzo acudió a una competencia nacional en 2008, en Matanzas, donde ¡por primera vez! nadó en una piscina y alcanzó dos medallas de plata. A partir de ese momento le designaron un entrenador, Dayron Jorge Infante.
No obstante, faltaban otros infortunios. En 2009 empezó a sentir molestias cerca de la cadera izquierda y tuvo que someterse a otra intervención para retirar las láminas del fémur. «La operación se complicó mucho, a partir de entonces dejé de caminar, pero seguí soñando».
Con esas increíbles ilusiones a cuestas siguió triunfando en los eventos nacionales, a los que iba «casi siempre en tren, en viajes de hasta 17 horas que me mataban la espalda». Llegó a comentar a su hijo Jonathan Daniel Pérez Rosales, a su hijastro Ángel Suárez Rosales y a su esposa Yadelmis Rosales Martínez que representaría a Cuba en los Juegos Parapanamericanos de 2011, pero no lo convocaban para la preselección nacional. «Triunfaba en los campeonatos de Cuba y no me llamaban; me decepcioné al punto que dije: “No nado más”», relata.
«Estuve tres meses sin entrar al agua hasta que un buen día me comentaron que querían medirme los tiempos en los Juegos Escolares Nacionales. Nadé mis tres especialidades: 50, 100 y 400 metros libres. No estuve tan bien; sin embargo, mi actual entrenador, Ernesto Garrido, me vio condiciones y bajo su tutela, sin mucho tiempo de entrenamiento, asistí a los Juegos de Guadalajara».
En esa ciudad mexicana sorprendió cuando alcanzó tres medallas de oro y batió dos récords del continente. Al siguiente año, ya convertido en matrícula oficial del alto rendimiento, seguiría asombrando en los Juegos Paralímpicos de Londres 2012, donde ganó una medalla de plata (50 metros libres) y una de bronce (100 m) en el estilo libre.
«Allí estuve lesionado en el hombro y en la columna, en la que sufrí un esguince a nivel dorsal. Resultó el momento más duro de mi carrera deportiva, pensé que no competiría más».
La profesionalidad de los médicos lo hizo retornar con tal brío que en 2015, en los Juegos Parapanamericanos de Toronto, impuso récord mundial para su categoría (S6) en los 100 metros libres con 1:04.60 minutos, también triunfó en los 400 y obtuvo plata en los 50.
«Cuando logré esa marca, empecé a soñar con la medalla de oro en la Paralimpiada de Río de Janeiro. Me preparé al máximo junto a mi entrenador y esta vez llegó el resultado».
Él se refiere a su título en los 100 metros libres que ganó en la Ciudad Maravillosa con récord paralímpico de 1:04.70, y a su medalla de bronce en los 400 metros.
«No sabía que había ganado, porque cuando uno termina una competencia llena de tensiones, uno tiene un elefante a cinco metros y no lo ve; cuando observé a mi amigo, el también nadador Yunieski Ortega (ciego total) y al resto de los cubanos festejando en las gradas, me llené de emociones... lloré. Por cierto, nunca he llorado en el podio cuando me premian, sino luego de los eventos cuando el cuerpo se afloja».
Este muchacho, nacido el 4 de febrero de 1986, sentencia que Londres fue una «gran prueba de fuego» porque resultó «la primera competencia en la que sabía que me estaban mirando por televisión mis familiares en Las Coloradas (el barrio que sigue adorando), Bayamo y en toda Cuba».
Lorenzo reside —aunque pasa mucho tiempo entrenando en La Habana— en la Ciudad Monumento desde noviembre de 2015 en una vivienda ubicada en el reparto Granma, conocido popularmente como El Polígono. En esa casa, otorgada por sus rendimientos deportivos, se armó la algarabía extraordinaria y brotaron muchas lágrimas cuando lo vieron triunfar en los Juegos Paralímpicos.
Uno de los que más festejó fue su hijo Jonathan, quien con sus 11 años obtuvo siete medallas de oro en la natación de los pasados Juegos Escolares Nacionales. «Yo no quería que se hiciera nadador, sino pelotero; practicó, incluso, triatlón. Sin embargo, él insistió en que quería seguir mis pasos... contra eso no puedo. Hoy le aconsejo que aunque vale ganar, más importante es dominar la técnica».
De seguro le habrá dicho también «que las cosas no caen del cielo», una de sus frases preferidas para ilustrar su historia, cargada de dificultades y huracanes, los que logró vencer con la fuerza de un corazón excepcional. Un corazón más grande que el mismísimo mar.