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El siempre humor de Gustavo Eguren

Eguren fue un escritor prolífero con importantes obras, entre ellas, La robla, Algo para la palidez y una ventana sobre el regreso y En la cal de las paredes

Autor:

JAPE

Entre los muchos intelectuales que comenzaron relacionados con el periodismo y finalmente se dedicaron a la literatura, en el pasado siglo XX cubano, tenemos a Gustavo Eguren quien fuera un reconocido narrador e investigador literario que se inscribió entre los grandes escritores de exquisito sentido del humor.

Hijo de emigrantes vascos, nació en Nueva Gerona, Isla de Pinos (actual Isla de la Juventud) en 1925. Con tres años de edad es llevado por su familia a España. Regresa a Cuba con nueve años, en medio de la gran crisis económica en 1934. Comienza a escribir cuando tenía 15 años. Se graduó de Bachiller en Letras en el Instituto de Segunda Enseñanza de Pinar del Río en 1944 y Doctor en Derecho en la Universidad de La Habana en 1950.

Formó parte de la dirección de la revista Pinar del Río y del semanario Extra del Lunes. Además, se desempeñó en diferentes oficios como cartero, maestro, vendedor ambulante y libretista de radio y televisión. Cuando triunfa la Revolución fungía como jefe del Negociado de Pactos y Convenios del Ministerio del Trabajo.

En 1960 pasa a ser diplomático y nos representa en India, República Federal Alemana, Finlandia y Bélgica. Regresa a Cuba en 1965, y en 1967 es nombrado asesor literario de la presidencia del Consejo Nacional de Cultura y director nacional de Literatura entre 1968 y 1969.

Fue también investigador literario en la Biblioteca Nacional José Martí hasta 1971 en que vuelve al Ministerio de Relaciones Exteriores y es designado como encargado de Negocios de Cuba en Bélgica hasta 1972. A partir de este año trabajó en el consejo de redacción de la revista Unión. Formó parte del ejecutivo de la sección de Literatura de la Uneac y de la jefatura de la redacción de narrativa de Ediciones Unión. Fue, además, un verdadero impulsor en el desarrollo de los jóvenes talentos literarios pertenecientes a los talleres de la Brigada y la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y del Ministerio de Cultura.

Eguren fue un escritor prolífero con importantes obras como La robla (Novela, 1967), Algo para la palidez y una ventana sobre el regreso (Cuentos, 1969), En la cal de las paredes (Novela, 1971), Los lagartos no comen queso (Cuentos, 1971), Los pingüinos (Cuentos, 1979), Aventuras de Gaspar Pérez de Muela Quieta (1982), La fidelísima Habana (1986) y Los papelillos de San Amiplín (1997). Esta última es considerada una joya del humor criollo, la ironía y la sátira. En el prólogo escrito por Arturo Arango, señala: «El humor en Gustavo transitó en el tiempo, de un humor atrabiliario en La robla, Algo para la palidez y una ventana para el regreso y En la cal de las paredes, a una picaresca de raíz clásica contaminada con el trazo grueso de la risa cubana en Aventuras de Gaspar Pérez de Muela Quieta, y de ahí a un humor indudablemente bilioso en Los papelillos de San Amiplín».

De igual forma, Gustavo Eguren escribió la novela Pepe en 1998, y otros títulos como Alguien llama a la puerta, La espada y la pared, El aire entre los dedos, y La televisión acaba con todo. Su última novela, De sombras y apariencias (2002) es considerada por los críticos como un monumento de la literatura cubana actual.

Villoldo y su pasado

(fragmento)

Peinado a lo Rodolfo Valentino —sombrero, bastón y jaba en mano—, con una perla engastada en la corbata y el chaleco bien ceñido, Villoldo tenía ese aire de profesionalismo tan difícil de erradicar en los conquistadores ya maduros. Sabía mantener un paso sereno, aunque su delgadez quizás requiera un modo de andar que no la pusiera tan de manifiesto. En cuanto a su atuendo, si en algo pecaba, era más en la fragancia demasiado poderosa a jazmín con vetiver que en el corte un poquito anticuado de su levita.

La perla, el sombrero de pajilla y el bastón de canutillo, no congeniaban mucho con la jaba. Sin embargo, a Villoldo parecía no importarle y, aunque eran más las veces que salía sin ella, cuando le colgaba del brazo, exhibía una peculiar sonrisita, entre enigmática e incitante, de hombre que conoce su oficio.

Por una extraña coincidencia, el día que andaba con el jabuco era el de no parar mientes en hacer gala de ese conocimiento que —muchos años atrás— le abriera las puertas, según propia confesión, a la aventura más descomunal de toda su vida.

Si había suficiente público, se sentaba en el sillón del limpiabotas, acomodaba la jaba a un lado, y daba comienzo a una narración que, para Otis, no por ser conocida dejaba de ser amena.

Fue en otros tiempos, en su plena juventud.

Entonces, La Habana era una de las grandes plazas operáticas del mundo y, Villoldo, joven impetuoso —ignorante de la ópera, pero con gran intuición para el amor—, no podía pasar por alto aquella oportunidad. Fue así como, fingiéndose periodista, entró en contacto con el elenco que en todas partes del mundo había traído el empresario Bracalle.

Gustavo Eguren

Del libro Los lagartos no comen queso, de la selección realizada por Samuel Feijóo en Cuentos cubanos de humor (Editorial Letras Cubanas, 1979).

 

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