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Las charlas pendientes con Eduardo Saborit

Eduardo Saborit nos dio en sus versos los colores del paisaje de la tierra libre, sin yanquis: el cielo tan azul, la luna brillante filtrada en la dulzura de la caña, un Fidel —el único, el irrepetible— que vibra en la montaña; un rubí, cinco franjas, y una estrella… y nos regaló «suavemente» el mejor medidor de nuestra relación con ella: «quien la defiende, la quiere más»

Autor:

Enrique Milanés León

Este 5 de marzo, cuando su última guitarra cumple 62 años de extrañarlo, parece una fecha «pintada» para recordar cuál nación somos recordando qué artista fue Eduardo Saborit, el músico y compositor que tradujo a su terreno, como pocos, lo que los soldados rebeldes pelearon en las lomas, los milicianos «guapearon» en la lucha contra bandidos y los maestros alfabetizadores, jovencísimos ellos, alumbraron en campos de Cuba asolados por una espesa ignorancia que por momentos parece rebrotar hasta en las grietas del asfalto de nuestras mayores ciudades.

Pese a vivir apenas 51 años, Eduardo Saborit sintetizó en sus canciones —en una de ellas, en particular— cierta lección de pleno aliento martiano que tristemente, y «ayudados» por miles de circunstancias de todo cariz, muchos compatriotas de hoy parecen olvidar: ¡qué linda es Cuba!

El músico, que había nacido en plena «adolescencia» de la república neocolonial tutelada por la nación constrictora del norte, entendió enseguida que las claves de la Revolución Cubana eran la libertad con dignidad y la independencia con conocimiento, argumentos esenciales de esa «lindura» nada turística que plasmó en su obra mejor.

Creador y «creedor» consecuente, cantó a los soldados antifascistas en la Europa de la Segunda Guerra Mundial y alivió, con arpegios, sus heridas, pero a su regreso a Cuba emprendió una misión acaso mayor: se presentó, aquí, allá y aún más lejos, ante guajiros perdidos que parecían tener cicatrices sociales mayores que las de aquellos militares mordidos por la metralla.

Saborit era de los que se involucraba: no solo compuso Despertar, tema inspirado en la carta que un joven campesino recién alfabetizado le hiciera a Fidel Castro para agradecerle por sacarlo de la pesadilla de la ignorancia, sino que, además, compuso la música del Himno de la alfabetización y se erigió en asesor de esa campaña dirigida a domar, con oraciones cubanas, el abecedario de la existencia.

El artista visitó países europeos, algunos de ellos socialistas, y en un balneario de Sochi compuso ¡Cuba, qué linda es Cuba!, esa canción que actualizaba, en otros tiempos y acordes, los hilos patrióticos que varias «bayamesas» habían tejido antes. ¿Cuántos la ponen, cuántos la cantan ahora…?

Es triste, realmente. Un gran coro de sietemesinos canta en redes, contra Cuba, el himno de ataque compuesto por el vecino cara pálida —«¡Cuba, que fea es Cuba!», pudiera llamarse—; como también asoma de vez en cuando el estribillo de la chapuza interna que facilita, con malas decisiones de público impacto, el trabajo del enemigo en el frente que más decide: la comunicación, pero nada debiera hacernos olvidar la belleza profunda de la patria apreciada indistintamente por Martí y Saborit en tiempos que tampoco (les) fueron mansos.

A su modo, de frente a nuevas campañas del imperio insatisfecho, la canción de Eduardo Saborit fue otra respuesta, otra vindicación cubana, ante las ofensas a nuestro pueblo publicadas en los periódicos estadounidenses The Manufacturer y The Evening Post en 1889, merecedoras de la respuesta airada, con brillo y con filo, del más grande tasador de la belleza: José Martí.

El quid del patriotismo no termina con citar a los grandes; tiene que seguir en citarse con ellos en actos que los emulen. Los cubanos de ahora que dicen recordar a Martí y han dejado en el camino la hidalguía de esta tierra han perdido, en el camino, a ambos.

No se puede tapar el sol con una Isla, pero si bien es cierto que no nos faltan en el paisaje de hoy «vagabundos míseros», «pigmeos inmorales», «inútiles verbosos», «enemigos del trabajo recio» y perezosos que «no se saben valer» como los señalados con sorna por la prensa yanqui del otro/otro siglo, lo que hay que remarcar y alentar ahora es que todavía tenemos suficientes fieles en la senda de quienes, «para ser libres», pelearon «como hombres, y algunas veces como gigantes…». Y volverían a hacerlo. Ellos, y nadie más, siembran la belleza auténtica.

Recordemos: con el artículo de marras, titulado, Do we want to Cuba? (¿Queremos a Cuba?), los voceros del imperio goloso planteaban el dilema de anexionarse una tierra valiosísima, poblada de gente… de escasa moral. Es, todavía, el mejor retrato de la potencia ciega que yerra confundiendo lo evidente: el mejor argumento de Cuba estaba entonces, como ahora, en la gente que la habita; el resto es, literalmente… área verde. Esa ignorancia, de un lado; y certeza, del otro, explican mejor que mil páginas esta resistencia que desconcierta a tantos «desastrólogos» de ocasión.

Está claro, sin embargo, que mientras Uncle Sam sigue dando tropezones; aquí dentro, en Cuba, tenemos a un tiempo la clave del avance y el «pin» del desmerengamiento: ellos no pueden derrotarnos, pero nosotros mismos —lo dijo Fidel— pudiéramos acabar el sueño que decidimos. La semilla autóctona de ese anexionismo lastimero en que, en el siglo XIX, se debatían The Manufacturer y The Evening Post está en la negación interna de cuánto (nos) costó esto, qué conseguimos, qué pudiéramos perder… qué somos, en definitiva, en la galería de pueblos que explican la humanidad. ¿Le abriremos la puerta a quien quiere derribarla?

Las evidencias del odio no quedaron en la polémica de Martí, el formidable periodista, con los periódicos estadounidenses. Tiempo después de ese lance, mientras el flamante Gobierno «cubano» se sometía al mando militar de Estados Unidos y el Ejército Mambí era licenciado humillantemente, el general norteamericano Samuel Young afirmaba que nuestros patriotas eran unos degenerados totalmente desprovistos de honor y gratitud, tan incapaces de gobernarse como los «salvajes» de África.

¿Hay periodista cubano que no quiera tomar la pluma de Martí, y puño criollo que no anhele el machete de Maceo para responder a la afrenta?

Vendrían otras. El 6 de abril de 1960, Lester D. Mallory, vice secretario de Estado Asistente para los Asuntos Interamericanos, definiría en el memorando secreto del Departamento de Estado la filosofía del bloqueo integral a Cuba, impuesto oficialmente meses después como una especie de «reconcentración» weyleriana, no a nivel interno, sino mundial; no para castigar familias, sino para ahogar a una nación entera. ¿Para qué…? «Para reducirle (al país) sus recursos financieros y los salarios reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno».

¿Hay cubano honrado que no vea con cuánto «carburo político» han querido madurar una fruta-país que porfía en mudar sus colores a su ritmo? ¿En qué manos debe caer, en la de ellos o en la nuestra?

Más tarde, en ese mismo año 1960, Mister Mann, otro subsecretario de Estado, pero de Asuntos Económicos, informó a su jefe que las nuevas medidas de retorsión «…ejercer(ían) una presión seria sobre la economía cubana y contribuir(ían) a generar insatisfacción y disturbios en el país».

El imperialismo es el criminal más chapucero de la Historia porque deja cada escena repleta de sus toscas huellas, sin embargo, nunca le han faltado —en Cuba tampoco— lacayos incondicionales que comienzan, a menudo, por negar lo propio. Los retrató Martí en 1894, cuando en el texto La verdad sobre los Estados Unidos escribió, en Patria: «En otros es como sutil aristocracia, con la que, amando en público lo rubio como propio y natural, intentan encubrir el origen que tienen por mestizo y humilde…».

Es preciso apuntarlo ahora que hay tanta migración: el patriotismo no se mide por dónde se tengan las piernas, sino por dónde se alimenta el alma. Ningún cubano, en ningún sitio, debía abstenerse de exigir y exigirse, de dejar que, desde sus entrañas, la Patria le tome el pulso, y no al revés.

En los días que corren muy bien podríamos inventarnos una «¡Cuba, qué dura es Cuba!», pero esa canción imaginaria —que resultaría creíble tanto por las jornadas harto difíciles que vivimos como por su capacidad de resistir al adversario de siempre— no opacaría jamás la pieza maestra del músico que dejó de cantarle solo con su muerte, hace hoy 62 años.

Eduardo Saborit nos dio en sus versos los colores del paisaje de la tierra libre, sin yanquis: el cielo tan azul, la luna brillante filtrada en la dulzura de la caña, un Fidel —el único, el irrepetible— que vibra en la montaña; un rubí, cinco franjas, y una estrella… y nos regaló «suavemente» el mejor medidor de nuestra relación con ella: «quien la defiende, la quiere más».

Basta hacer un simple ejercicio de «patriotismo inverso» para descubrir la otra cara de su sentencia: quien no la defiende, la quiere menos. Todos deberíamos ponernos al día, de vez en cuando, con Eduardo Saborit. (Tomado de Cubaperiodistas)

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