Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Me alegro de ser editor para el pueblo

Mi relación con los libros se alimentó en un banquete interminable durante mi adolescencia y juventud manzanillera

Autor:

Alex Pausides

Recibir el aplauso de algunos colegas no es poco, es mucho. Los avatares de la vida cotidiana o el secreto placer que produce hacer lo que te gusta, poco espacio dejan para reparar en el posible efecto que surte la energía derrochada en dedicarle tiempo a algo que consideras ya parte de tus horas.

Hace ya mucho tiempo, hace digamos 65 años, mi maestro hubo de regalarme una colección de novelas ilustradas. Los sucesos extraordinarios de pueblos lejanos y antiguos se revelaron no solo como la maravilla de la historia del hombre, sino también como una provocación para la imaginación del niño, que encontraba en las disímiles narraciones la encarnación de la magia de lo desconocido, la pulsión maravillosa del conocimiento y el placer recién nacido que se atesoraba en aquellos objetos, frágiles y resistentes a la vez, los más bellos regalos de la infancia. 

Si impresionante era leer aquellas exóticas leyendas medievales, casi todas europeas y especialmente del mundo anglosajón, en las que los hombres eran llevados y traídos por el torbellino de un destino siempre avasallador, como el que después pude apreciar que respiraba y se manifestaba como algo natural en la literatura, no menos cautivadora era la relación física con los libros, que guardaban entre sus tapas duras aquella realidad fabulosa. 

Las tapas ilustradas con figuras legendarias de caballeros y feudos y castillos. Y los colores de las vestimentas y las costumbres de los pueblos y la prevalencia o muerte de los héroes que entraban en mi vida para siempre. Pero hay una prevalencia del mundo físico, más cercana, que entra para siempre en los sentidos casi vírgenes del niño, el aroma peculiar de los libros, como algo que se incorpora al mapa de los olores y allí permanece.

El cuidado para que se mantuvieran unidas las hojas, sin dobleces ni heridas ni manchas, como corresponde a un tesoro nuevo, llegado de las manos del maestro inolvidable. Después vinieron más libros y más historias que acompañaron al niño en su juventud y su adultez. Pero estoy seguro de que aquella colección de novelas ilustradas abrió para mí no solo las puertas al conocimiento y la seducción que ejercería una vocación, sino el misterio revelado de para qué sirven los libros, qué utilidad tienen y quién los escribía y quiénes los confeccionan, cómo llegan a ti, plenos ya de color, cuerpo menudo que amarás y cuidarás como a una criatura que te acompaña, como un amigo, como una mascota, como una fuente para el entretenimiento, el placer, para la sed y el hambre del espíritu que habita en cada uno de nosotros, seres letrados, seres escritos por la historia y la fábula. 

Mi relación con los libros se alimentó en un banquete interminable durante mi adolescencia y juventud manzanillera. No puedo olvidar mi asombro y mi júbilo ante la enorme biblioteca del médico Miguel Benavides en Barrio de Oro, gran amigo y consejero hasta el final de sus días. Aquella biblioteca se me ofrecía como un universo infinito de libros y estantes y más estantes y más libros, en un verdadero laberinto —como después sabría que era la biblioteca para Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino. Benavides era, además de un grande y reputado médico, algo que no sabía si cabría en aquella palabra nueva para mis oídos que me dijo un día, sovietólogo. Nunca había escuchado esa palabra. Él había estado vinculado de alguna manera al antiguo Partido Comunista y su biblioteca atesoraba libros que después supe tenían que ver con ese mundo de ideas, desconocidas casi para mí, en la primera etapa de mi vida. 

Pero, además de leerme allí a Maiakovski y a Eluard, Aragón, a Ilya Ehremburg y a Nicolás Guillén y los poetas manzanilleros del siglo XX en sus primeras ediciones, una tarde de septiembre, en un ángulo perdido de la estancia, iluminado por un rayo de sol que entraba milagrosamente por una mínima separación que había entre dos piezas de la madera de la puerta, situada a varios metros del sitio en el que yo estaba hojeando unos volúmenes, extrañamente separados de los otros, por un pequeño cubo de madera lustrosa, di con lo que después se convertiría en joyas, al menos para mi memoria agradecida. Junto a las ediciones de Rainer María y Rilke y Francisco de Quevedo de la Colección Austral estaba allí, más bajo que sus pares, un librito titulado Cartas de la Vida Literaria de Arthur Rimbaud y nada menos que varias ediciones del que sería después una revelación junto a César Vallejo y Antonio Machado, los Rubayat de Omar Khayyam. 

No sé qué sucedió después con esa biblioteca borgiana, a la muerte de mi amigo y mentor. La muerte tal vez daba miedo entonces al joven discípulo. Amigo de sus hijos, del también médico y del célebre actor del mismo nombre, tras la muerte del padre, aquella biblioteca se instaló en mi sueño y en mi memoria, como un espacio sagrado, sin llaves para acceder ya al laberinto, y sin el Virgilio amigo que durante esa etapa me guiara en la selva oscura que es la formación de un imaginario, una vocación, un gusto, unas preferencias que después permanecen para siempre, moldeando lo que seremos o lo que no seremos.

¿Y por qué esta historia íntima de mi tiempo de aprendizaje? Ah, tengo una respuesta muy sencilla. Sin Miguel Benavides, sin José Sarmiento, su cuñado procurador, que escribió a máquina, a instancias suyas, mi primer libro de los 19 años; no sería el lector que soy, el escritor, el editor que intento ser. 

No soy un escritor profesional, tampoco soy un editor venido de la academia. Mi vocación viene de lejos. Ahora mismo la vislumbro en ese instante en que Miguel Benavides me dio a acceso a su biblioteca inmensa en Barrio de Oro, en el litoral manzanillero; al momento anterior, de mis 10 u 11 años, cuando Belisario Vicente Rivas, mi segundo maestro, después de la Naly de mis siete años, me regaló mi primera colección de novelas históricas. 

De mi primer encuentro, a los 19 años, con dos breves antologías, una azul y otra marrón, de la colección Los poetas del pueblo, que acompañaron mi noche de estudiante de Genética en Pinares de Mayarí, camino al Instituto de Agroquímica de Guantánamo. Ah, pero esa compañía dual y definitoria, no era una compañía cualquiera. Junto al barrendero de la madrugada y a los pocos compañeros de aventura en aquel noviembre gélido, estuvieron esa noche junto a mí, César Vallejo y Rubén Darío. Tal vez, de esos instantes de soledad, caminando en la noche por las amplias planicies que iban desde la Mensura hasta los Fuertes, con mis nuevos maestros en la mente, rodeado de una naturaleza imponente de altas montañas y paisajes casi nórdicos, la protección y el refugio de los libros, delinearon lo que después fue aquel joven, que en cada librería compraba una y otra vez los mismos libros de que gustaba para regalárselos a los amigos. 

Tal vez el editor es un escritor que quiere poner en manos de sus amigos, de los otros, de sus semejantes, el último libro que leyó y sació de alguna manera secreta sus ansias de dar o transmitir el conocimiento, la belleza. Más, en un mundo como el que se nos ha echado encima, mundo de la codicia, la violencia y la caída de los valores universales en los que hemos creído siempre, y que ahora los poderosos, los hartos, los malvados, los hipócritas, los malignos, los abusadores del género humano, los imbéciles con el poder del dinero, convierten en nada. 

Y entonces creo más en el valor del libro, que transmite belleza y conocimiento, y atesora la sabiduría de nuestra civilización. Y me alegro entonces de mi oficio humilde, de preparar lecturas amenas o instructivas para la gente, que quiere, que necesita leerlas. Y me enorgullezco íntimamente de haber tenido la vida que me dieron mis padres y la generosa Revolución Cubana, haber nacido y vivido aquí, y de poder defender esta inmensa obra colectiva, con lo que modestamente puede aportar desde las severas limitaciones del individuo —que ya sabemos, solo es nada—, mi entretenido y placentero trabajo de cada día, en el silencio fértil de las madrugadas y los atardeceres tranquilos. En una sociedad que considera el libro un bien de primera necesidad, como los alimentos y las medicinas. Un Gobierno que dice Lee, antes que decir Cree. Una industria editorial que no excluye la experimentación para privilegiar libros de autoayuda y que no publica un bestseller banal por encima de un libro bello y útil, que privilegia la literatura que viene de la oralidad y de la tradición, con la misma jerarquía de la que llega a nuestra mesa canonizada por la academia, o edita un volumen que por su asunto, desde el principio se sabe que es tal vez un libro importante, pero de lectores de preferencias muy peculiares; pero esos pocos lectores tienen también la posibilidad de leer lo que necesitan o ansían, sin exclusiones dictadas por el mercado. De ser editor para el pueblo. Y recordar entonces aquella oración jubilosa del maestro Antonio Machado: ¡Escribir para el pueblo, qué más quisiera yo! Y de estar contento con el premio y sentirme agradecido, enormemente agradecido. Y con alegría suficiente, para poder ofrecer testimonio de esta Isla marrón, verde y azul, que nos entrega la pequeña gloria, a la medida humana, de crear y defender la belleza que es la libertad y la esperanza. 

Muchas gracias.

(*) Palabras pronunciadas al recibir el Premio Nacional de Edición, el domingo 16 de febrero de 2025, en San Carlos de a Cabaña, sede de la 33ra. Feria Internacional del Libro de La Habana.

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