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Ganar el pan y hacer el verso

En su poema Hierro, Martí establece la prioridad del pan, pero a la vez le confiere a la poesía la cualidad transformadora que nos permite asimilarla como alimento indispensable

Autor:

Ricardo Riverón Rojas

En tiempos en que ganar (o conseguir) el pan se torna tan difícil como componer una epopeya, vale el verso: hacerlo es tarea tan importante como la de llevar a nuestra mesa lo necesario para continuar viviendo y construyendo lo que nos ilusiona y estimula.

El pan como símbolo de todos los sustentos materiales; el verso en representación de toda la espiritualidad: par dialéctico que se opone y se complementa en la gestión humana.

El pan sin verso nutre a medias: comerlo es un acto de beneficios efímeros, por eso debemos repetirlo con frecuencia; vivir con la poesía enriqueciéndonos la sangre tiene efectos permanentes. Pero el verso depende del pan, nadie lo duda: esa miga apaciguadora de apremios que el verso puede posponer brevemente, pero nunca cancelar.

En su poema Hierro, Martí establece la prioridad del pan, pero a la vez le confiere a la poesía la cualidad transformadora que nos permite asimilarla como alimento indispensable. Por eso afirma: ¡Te digo, oh verso, que los dientes duelen De comer de esta carne!/Es de inefable/Amor del que yo muero, —del muy dulce/Menester de llevar, como se lleva/Un niño tierno en las cuidosas manos. [1]

Un pueblo atribulado por la posposición de sus necesidades vitales, que, pese a ello, no renuncia al alimento del espíritu, más que dimensión lírica, gana brillo épico, aunque su deleite se deslice por intimidades ascéticas y frugalidades reiteradas por demasiado tiempo.

Nunca renunciaremos al verso, pero tampoco al pan. Configuran las dos caras de la misma moneda que tributa a la identidad y define esencias. Pero no es la convivencia entre el verso y el trabajo lo que caracteriza nuestro día a día. Es duro reconocerlo, pero aquí y ahora, no es el trabajo, sino la especulación, quien proporciona la prosperidad personal. Y hasta hay quienes creen que la espiritualidad puede derivarse de la prosperidad material alcanzada con actos especulativos de alto calibre.

Quienes vienen acumulando irracionales plusvalías intentan invadir las políticas culturales, misión de la institucionalidad, y pasarles por encima. El chantaje de cubrir necesidades que la oferta estatal no cubre y el falso argumento de la inclusividad los ampara. Devienen, por obra y gracia de construcciones simbólicas torcidas, modelos culturales.

Hace poco me dediqué a buscar refranes sobre el diferendo riqueza material versus riqueza espiritual y algunas me interesaron como contribución para observar nuestra realidad: «raro será el señorón, que no tenga una patata por corazón»; «no hay riqueza, en tener demasía, sino en vivir con alegría»; «más vale riqueza de corazón que tristeza de posesión»; «la riqueza y la hermosura no pasan de ser basura»; «la riqueza es prima hermana de la soberbia»; «rico de dinero, pobre de talento» y «haz rico a un asno y pasará por sabio». Son expresiones de la prevalencia pragmática, a nivel popular, de la filosofía del ser sobre la del tener.

La revalorización acelerada del prestigio social derivado de la riqueza material pudiera dar al traste con todo lo que la Revolución ha construido en pos de lograr, aunque sea a pequeña escala, el mundo mejor que aún creemos posible. Las puertas que para el poeta se cierran, se abren expeditas para el nuevo rico; así ocurre, en grado superlativo, en las sociedades que llaman desarrolladas e inmersas alegremente en el neoliberalismo: el peor de los mundos posibles.

Las deformaciones estructurales que, a contrapelo con la voluntad estatal, en la Cuba de hoy revisten de relevancia a los poseedores de bienes materiales y dinero, no han tenido hasta el momento, en la ejecutividad de los órganos de control estatal, el dique de contención que pudiera frenar su embestida feroz.

Lo legislativo deviene letra muerta si no se traduce en hechos. Un solo ejemplo puntual: se estableció como ley la bancarización obligatoria de los empresarios privados y muchos de estos, no solo se niegan a dar servicio a través de las pasarelas oficiales, sino que plantean con grosera soberbia que, para dar esa facilidad, multarán con un diez por ciento de recargo la mercancía que ofertan. Ocurre a diario. Puede que no sea igual en todo el país. En la ciudad donde vivo me he visto varias veces en ese trance.

Hay en nuestro país una población envejecida que, con la Tarea Ordenamiento —génesis de la inflación galopante— vio esfumarse los ahorros bancarios de una vida de trabajo y debió conformarse con jubilaciones paupérrimas, que tampoco hacen justicia a una trayectoria laboral donde dejaron las mejores décadas de sus vidas. No ganan el pan; muy difícil saborear el verso.

Muchos de esos jubilados no están registrados como vulnerables porque tienen familiares y el Código de las Familias los obliga a atenderlos, pero, repito, la ley y la ejecutividad no van de la mano de la manera armónica que algunos suponen. Además, priva a esos ancianos, otrora protagonistas de la épica laboral de la Revolución, de una independencia económica que con su entrega ganaron. El ejército de trabajadores sociales no siempre mira para donde debe. ¿Acaso se burocratizaron sus funciones?

Si estas reflexiones me transportaron del terreno inefable de la creación al pragmático de la sobrevivencia es solo porque el duro golpe a lo simbólico, con la imposibilidad de ganar el pan, cobrará, en la cultura, un costo más alto del que nuestro proyecto de justicia social soportaría. Los males que de ello se han derivado, como la masiva emigración, la pérdida del prestigio del trabajo y de la gestión estatal, pudieran tener en el control riguroso y efectivo, la contrapartida necesaria. Se juegan con ello muchas esencias. Hay que poner freno a la anarquía con la que operan esos nuevos «actores económicos» en la tragedia cotidiana de una sociedad que tanto ha trabajado por la justicia y la reivindicación de los desprotegidos. (Tomado de La Jiribilla)

Nota: [1] José Martí: «Hierro», Poesía completa. Edición crítica, T. I, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1985, p.68.

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