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Desbrozando el acceso a las urbes letradas

Pocas carreras universitarias como la de Filología —integrada a la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana— han conservado un notable prestigio a lo largo de décadas

Autor:

Amado René Del Pino Estenoz

Pocas carreras universitarias como la de Filología —integrada a la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana— han conservado un notable prestigio a lo largo de décadas. Entre los potenciales egresados de esa especialidad —conocida en el ámbito de las humanidades como la «cibernética de las letras»—, se identifican numerosos profesionales de excelencia que predominan en nuestras editoriales, instituciones culturales y cátedras multidisciplinarias. Entre los perfiles laborales legitimados por estos sujetos renacentistas se encuentra el de profesor-investigador, en el que Leonardo Sarría Munzio (La Habana, 1977) se ha mantenido fiel a una estirpe docente que ha contribuido a enaltecer nuestro pasado cultural, como Camila Henríquez Ureña, Roberto Fernández Retamar y Ana Cairo Ballester.

Ya antes de alcanzar la condición de usuario honorario de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, la contribución de Leonardo Sarría en la identificación de fondos documentales con mayor potencial investigativo fue ratificada con la declaratoria de la Colección Julián del Casal dentro del registro nacional del Programa Memoria del Mundo de la Unesco. No sorprendió por tanto a los colegas que presenciaron su ingreso en la Academia Cubana de la Lengua que Sarría haya centrado su discurso en el aporte de la prensa periódica de los siglos XVIII y XIX al imaginario sociocultural de nuestra nación.

Con la presente entrevista, abordaremos las exigencias cotidianas de los investigadores en busca de desentrañar   los testimonios literarios del pasado. 

—¿Qué elementos de valor pueden detectarse en una obra para considerarla un «clásico» de la literatura nacional?

—Como la pregunta comprende tres nociones complejas y polémicas —«valor», «clásico» y «literatura nacional»—, comenzaré acogiéndome a lo que desde hace tiempo han dicho varios teóricos acerca de la definición de lo literario. Literatura es aquello que una sociedad determinada —escritores, críticos, académicos, generaciones de lectores— trata como literatura. O sea, la idea de literatura y la idea de valor también, desde luego, son históricas y culturales; su alcance se expande o se contrae según la época, las concepciones estéticas, morales, religiosas e ideológicas de las comunidades en que se producen y operan. En tanto proceso y relato que se construye igualmente desde el campo intelectual, la literatura nacional, o mejor, la historia de la literatura nacional, es a su vez un ámbito dinámico, aun cuando suela pensarse más en ella como un espacio de definitiva fijación. En el caso de la nuestra —o del nuestro, si nos quedamos con lo de «relato»—, ha habido desde sus primeros capítulos ciertos criterios más o menos sostenidos en la estimación de una obra como clásica: los modos en los que manifiesta una distinta identidad —lo criollo o lo cubano—, las formas en las que participa de una corriente o movimiento artístico y literario, su diálogo con el contexto que le es contemporáneo, su condición de trazado, óleo, mural de costumbres o problemáticas puntuales, su ubicación —o la de su autor— en términos políticos y, por supuesto, su manejo del lenguaje, sus excelencias poéticas, dramáticas o narrativas. Los valores se mueven y no son los mismos los que la crítica y el discurso historiográfico han reconocido en Cantos de la tarde (1860), de Juan Clemente Zenea, que en Cecilia Valdés o La loma del Ángel (1882), de Cirilo Villaverde. 

—¿Cómo evalúa el rol de editor-literato en la historia de nuestras letras desde la primera mitad del siglo XIX?

—Creo que tendríamos que referirnos más que al editor —al menos con la significación que esa figura tiene hoy para nosotros— a los roles de impresor, compilador, director de periódico o revista, animador y sí, en sentido general, literato. Desde esos roles se articula una sociabilidad letrada, se ponen en circulación nuevas composiciones y traducciones, se rescatan y compilan obras dispersas, se introducen conceptos, estéticas, discusiones, etc.; de manera que no puede pensarse con rigor en la historia de nuestras letras sin ellos. Los nombres conforman una extensa lista: don José Severino Boloña, Manuel de Zequeira, Buenaventura Pascual Ferrer, Félix Varela, Manuel González del Valle, Domingo del Monte y muchos otros. Boloña, por ejemplo, por aludir solo al primero de los citados, no solo recogió en su Colección de poesías arreglada por un aficionado a las musas (1833) textos del siglo XVIII y del muy temprano XIX que en la actualidad no es posible leer en otro sitio, sino también, en sucesivas ediciones, la obra del festivo Padre Capacho e incluso las graves y hermosas décimas que escribió al perder la vista el doctor Castro Palomino.

—¿Qué papel jugaron los medios de comunicación decimonónicos en el fomento de la admiración de los intelectuales cubanos hacia la obra de los escritores simbolistas franceses?

—Periódicos y revistas, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, resultaron cruciales en la difusión de las obras de poetas y escritores ingleses, franceses, alemanes, italianos, cuyo conocimiento —como en Zenea, que funge como traductor y promotor de esas literaturas desde las páginas de Revista Habanera—, supuso un desvío, un acto de independencia literaria y cultural con respecto a España. Imposible no evocar aquí al José Martí que alertaba: «Conocer diversas literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de alguna de ellas». En particular, en el acceso a las obras de los simbolistas franceses fueron claves publicaciones como La Habana Elegante, La Habana Literaria, El Fígaro y los autores que, en esas revistas, traducen y comentan lo que les llega de París o intercambian libros y cartas con la urgencia de estar actualizados. No obstante, la admiración no es general y Aurelia Castillo le reprocharía precisamente a Casal el haberse dejado hechizar «con artes maléficas» por Joris-Karl Huysmans.

—¿Cuán decisiva resultó la contribución de los grandes bibliógrafos al desarrollo de la cultura cubana?

—A menudo me gusta recordarles a mis estudiantes que Cuba, además de un país de grandes políticos, músicos, poetas, científicos, es también, aunque la mayoría de las veces lo pasemos por alto, un país de grandes bibliógrafos. Sorprenden la pasión, la tenacidad e infinita curiosidad de esos seres que acopian, catalogan y aseguran documentalmente nuestra memoria, en lucha con el clima y una secular apatía que también corroe. Antonio Bachiller y Morales, Francisco Calcagno, Carlos Manuel Trelles y Govín, José Augusto Escoto, Manuel Pérez Beato y, más cercana y querida entre nosotros, Araceli García Carranza han levantado obras monumentales que casi nunca se ponderan como deberían serlo. No olvido mi estupefacción al hojear por primera vez los tomos de la Bibliografía cubana del siglo XIX, de Trelles, o al abrir los ficheros del fondo Pérez Beato de la Biblioteca Nacional José Martí. Todo parecía estar allí. Paciencia y trabajo: esa divisa de cualquier investigador serio. Alguien podría achacarles este o aquel error, pero el conjunto sigue siendo extraordinario, sin mengua. Lo que a ellos debemos, por el tiempo que acortan, por el esfuerzo que ahorran, por la pista que facilitan, es enorme.

—¿Cuáles perspectivas de recompensa intelectual disponen los egresados universitarios para consagrar su vida profesional a los archivos y fondos personales?

—La consagración por la recompensa —por más que la adjetive «intelectual» la palabra me produce cierto recelo— quizá no sea el mejor camino. Si me he entregado a los archivos ha sido por el placer de la revaluación y del hallazgo, por el deseo de explorar eso que está fuera o en los bordes del canon, o que está dentro de él, pero es preciso mirarlo desde otro encuadre. Ese placer y ese deseo compensan —y acaso la compensación sea la recompensa— las dificultades de toda índole que hay que enfrentar y que hacen de la investigación en Cuba una labor que exige el doble o el triple de lo que demandaría hacerlo en otras condiciones. La perspectiva o la razón de la entrega es algo que el egresado y el joven investigador tendrán que encontrar por sí mismos, al contacto con el autógrafo, el periódico, la fotografía. Examinar el pasado me ha permitido leer transversalmente la historia y literatura cubanas, cuestionar lo que se ha dado por sabido, descubrir signos y recurrencias, pero esas son solo mis razones».

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