¿Cuál es la estatura de un héroe? ¿Alguna vez has tenido uno frente a ti? Tales interrogantes que se nos aparecen complejas a primera vista, fueron despejadas en un santiamén por un niño que pasaba de manos de su padre por la Plaza de la Revolución santiaguera: «Mira, papá, mira… ¡es Maceo!», gritó, identificando al Titán en la gigantesca figura ecuestre del escultor Alberto Lescay. Y mirándole a los ojos, agregó alborozado: «Es tan grande como tú…».
La estatura es obra del amor más que de los centímetros. Para los niños sus padres son sus primeros héroes. Lo son, desde la cobija que nos brindan, a contrapelo de cualquier obstáculo, desde su irrenunciable canto a la existencia.
Para algunos, la historia es, por antonomasia, la sucesión de los hechos bélicos o de la política; como si otras batallas fueran menos honrosas. La historia del día a día, esa callada novela de la realidad, es de manera inexcusable la memoria de una ciudad, de un país y del mundo. La historia de la cultura genera acontecimientos y héroes que nos marcan para siempre.
Fernando Dewar, director del Septeto Santiaguero, dijo una vez en el Cementerio Patrimonial de Santa Ifigenia (tierra sagrada que guarda a tantos ilustres), que los músicos también son nuestros héroes. ¿O acaso no lo es Benny, el Bárbaro, aquella voz que habitaba en un espíritu desbordado en todos sus excesos? ¿Y Compay Segundo, el nonagenario que llevó nuestra tradición por el mundo? ¿Y el maestro Lecuona? ¿Y la Fornés, la más cubana de las neoyorquinas, la infinita vedette, nuestra rosa náutica contra el tiempo?
Tal vez nunca lo hemos visto de ese modo, pero los héroes son más héroes mientras más se nos parecen.
Yo vi bailar a Alicia, a la Alonso. Acaso, su obra más notable no fue Giselle ni lo fue Carmen; su paso más hermoso no fue los pirouettes consecutivos de esta o aquella pieza. Fue su afán de permanencia, fue legar una escuela que pasó de tener su nombre a identificar una nación, fue transmitirnos el mito y la pasión del baile.
Yo vi cantar a Omara, la Portuondo, y vi rodar la flor de su cabeza, cuando rompía el aire, cuando cantaba a Silvio Rodríguez: «La rabia madre, por Dios, tengo frío / La rabia es mío, eso es mío, solo mío / La rabia bebo, pero no me mojo / La rabia miedo a perder el manojo (…) La rabia el oro sobre la conciencia / La rabia ¡coño!, paciencia, paciencia».
Ellas son, desde su universalidad, heroínas de nuestra cubanía.
Héroes son los que no se rinden, como Ana Fidelia Quirot en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Ponce 1993. La carrera más conmovedora de cuantas se han visto. Sin la movilidad necesaria tras las terribles quemaduras, sujetándose del aire, los labios apretados; pero en la pista.
Héroes son los que nos dicen la verdad. Aníbal Joel James Figarola, uno de ellos. Aquel que nucleó los esfuerzos de muchos para aquilatar la cultura popular y tradicional cubana como condición indispensable para nuestra independencia, aquel que nos devolvió el Caribe.
Aquel, que en su célebre ensayo Vergüenza contra dinero, nos entregó con su lucidez de siempre, los componentes esenciales de nuestro ser y las amenazas contra su existencia: «Que cierto número de improvisados hombres de empresa puedan corromperse es malo; pero que sectores amplios de nuestro pueblo no reconozcan instintivamente la frontera entre la obtención justa del dinero y la obtención deformada y espuria, es fatal (…) La Revolución es un hecho de conjunto colectivo, de conciencia, de vergüenza. El enriquecimiento es resultado del egoísmo, de la falta de escrúpulos, de la corrupción»1.
No hay mejor homenaje al honrar a nuestros héroes muertos que cuidar y reconocer a nuestros héroes vivos. No importa si son bomberos, médicos, maestros, agricultores, vecinos, gente nuestra. Cuba es tierra de muchos heroísmos, y allí donde no cabe el mármol, va el abrazo de un pueblo.
1 Joel James: Vergüenza contra dinero, Ediciones Santiago, Santiago de Cuba, 2021, pp. 21 y 35.