Yasmany Rodríguez Alfaro, un pintor que piensa los cuentos como un dibujo. Autor: Luis Raúl Vázquez Muñoz Publicado: 30/10/2019 | 06:53 pm
Ciego de Ávila.— La cámara aparece en mano y Yasmany Rodríguez Alfaro se transforma. El joven de 32 años, que hasta ese momento conversaba distendido, con una sonrisa permanente, se convierte en una persona con una timidez fuerte. «Yo no me llevo bien con las fotos, compadre», advierte. Se echa a reír, inclina la cabeza y levanta las cejas: «Vaya, es algo que no está en mí».
Por más que se intente, el «relax» no aparece —aunque otra sonrisa trate de aparentar lo que no es—, y mientras tanto la cámara toma fotos, él hace la historia de cómo supo la noticia. ¿Fue ese mismo rostro el que pusiste cuando hicieron el anuncio, Yasmany? El muchacho habla con un tono de parquedad, con los codos apoyados en las rodillas. Cuenta que cuando llegó a la sede de la Asociación Hermanos Saíz, donde sesionaba el jurado del concurso Eliseo Diego, no lo dejaron pasar del salón de entrada.
«Espera ahí, que todavía no han terminado», le dijeron. Al poco rato se abrió una puerta. El jurado salió y luego de los saludos de rigor hicieron el anuncio. En narrativa para niños y jóvenes, ganador: Yasmany Rodríguez Alfaro por su libro A la sombra del mago. El recién premiado quedó estupefacto: la misma mirada con esa expresión a mitad de camino entre el miedo, el asombro y la alegría: la misma que aparece ante la cámara. Sin reparar en las felicitaciones y las palmadas en los hombros, Yasmany se tocó el pecho con un dedo y preguntó: «Oigan, ¿de verdad que fui yo el que ganó?»
¿Dónde se pone un libro?
«¿Quieres que te diga una cosa? —dice—. No me gusta clasificar el libro; pero sí obligatoriamente debo ubicarlo en un género, ponerlo en una clasificación diría que es una noveleta para jóvenes. Aunque, mira, de verdad, voy a ser un poco más exacto. Pienso que A la sombra del mago es un texto para niños, jóvenes, adultos, ancianos. Creo que todos pueden encontrar algo en su lectura. O, al menos, eso fue lo que me propuse cuando lo escribí.
«¿De qué trata? Bueno, el libro cuenta las peripecias de un niño, que vive solo con su abuela, con una madre fallecida y un padre que se fue. El muchachito vive en un mundo de imágenes. Las comenta e, incluso, las ve como una magia verde. Tiene un final algo abierto, donde queda una situación algo ambigua: no se sabe si es que el niño muere con la madre o asciende con ella.
«El origen de esa ambivalencia viene porque el libro, además de adentrarse en el mundo interior del pequeño, juega con muchas filosofías y creencias: desde el espiritismo hasta el palo monte, y las vincula porque una de mis preocupaciones era esa: buscar la parte espiritual de las personas».
El mejor momento: La hora de La Novela
—El libro, ¿salió rápido o fue duro escribirlo?
—No, salió bastante rápido. Yo soy miembro del taller que imparte el escritor Félix Sánchez, y los debates ayudaron a encontrarme con la historia y los personajes.
—Entonces, ¿eres de esos escritores que las palabras le salen rápido?
—No, ¡qué va! Me falta mucho por aprender. Yo trato de ser muy crítico conmigo mismo. Fíjate, desde hace cuatro años trabajo en una novela. Todos los días intento escribir algo, aunque sea una hora. Casi siempre es a las 10:00 p.m.; cuando la vorágine de la casa ha terminado. Ya no hay mandados que buscar ni nada que limpiar, la basura se botó y la gente está frente al televisor con la novela. Ese es mi momento. No creas que escribo mucho. A veces estoy una hora completa; en otras ocasiones no paso de los 40 minutos. Todo depende de cómo esté el torbellino en la cabeza.
—Tu formación original es la de pintor, porque eres graduado de la desaparecida Academia de Artes Plásticas Raúl Corrales. Si tu mundo, al menos el inicial, es el del dibujo, ¿qué haces metido en la escritura?
—Mira, la pintura y la literatura al final son formas del arte. A mí me gusta cruzar las fronteras y sigo siendo un pintor. Las escenas, las situaciones, los personajes, los ambientes que se me ocurren que después trato de llevar al papel aparecen en forma de dibujos, encuadrados en una pintura y con sus colores. Ese ambiente gráfico es el que trato de llevar a la escritura y en ese sentido sigo siendo un pintor que escribe y un escritor, atiende bien, que trata de llevar una pintura a las historias que se imagina.
—Con anterioridad, habías publicado una novela: Premorten, y el libro del premio tiene una relación con la muerte. ¿Por qué esa fijación tuya con los fallecidos?
—Bueno, a lo mejor tiene que ver con cosas que pasan o pasaron muy al interior de mi vida. Y la literatura es un poco para eso: para sacarlas afuera.
La muerte puede dar risa
«Mira —dice Yasmany—, te voy a confesar algo. Tengo una relación con los cementerios. No porque quise, sino porque la vida nos la impuso. Cuando comenzó el período especial, yo era chiquito, y mi madre y yo nos quedamos solos. Había que trabajar para comer y donde único ella encontró empleo fue en el cementerio de Gaspar. Como era muy chiquito, una buena parte del tiempo la pasaba con ella y en ocasiones debía ayudarla en esos trajines. Por eso tengo un conocimiento tan exacto de los enterramientos y también mi relación es menos dramática y hasta burlona con la muerte.
«Después la vieja se enfermó. Se le empezó a inflamar la rodilla, parece que por los pesos que debía levantar y la peritaron. Pero, oye esto, a la hora de recoger la chequera sacaron la cuenta y dijeron que no daban los años de trabajo para la jubilación. Entonces le dieron una ayuda por bienestar social. Apenas me gradué, se la quitaron y en el tropelaje y las cuentas, en medio de una reunión en que ella insistía en su jubilación, me encabroné y dije: «Vieja, deja eso. No te preocupes. Yo te voy a mantener». Y mira, palabra de ley: «Yo he cumplido».
Dile adiós a las brujitas
—Dicen que escribir para niños no es fácil. En tu caso, ¿cómo tú no escribirías para un menor de edad? ¿Qué es lo que tú destierras de tu literatura para niños?
—No escribiría nada que tenga que ver con brujitas con escobas, princesitas bonitas, hadas y toda esa bobería. Los niños son una revelación, nada más que hay que observarlos. La idea de A la sombra del mago surgió cuando vi cómo mi hija les robaba los caramelos que mi mamá les ponía a los santos. Me puse a mirarla y descubrí que su relación con esos dioses, las creencias y los muertos es muy distinta a la de los adultos. Por ahí empecé con el libro.
—Pero, ¿cómo se le puede explicar a un niño la existencia de la muerte?
—Ellos no son tan brutos. Al principio tienes miedos. Escribir para niños implica hablar de cosas muy serias. La ingenuidad de ellos permite que puedas hablarle sin prejuicios. Con los adultos debes adaptarte a sus convencionalismos. El adulto crea una especie de represas para entender la realidad y se rodea de convenciones. El niño, no. En él hay una libertad muy grande y puede ser más incisivo que los mayores: te suelta la verdad sin tapujos y te baja los humos muy rápido.
—La relación con tus personajes, ¿cómo es? ¿Se llevan bien contigo o tú le dices cómo deben andar en la historia?
—Oye, los complazco en todo. Cuando surgen, yo los dejo vivir. Que anden solos, que respiren, que corran, sueñen. Que cambien la historia si les da la gana y, ¿sabes?: hasta me preguntan cosas y eso me gusta mucho. Esa es una de las fiestas de la literatura: la relación que tú adquieres con el mundo que has inventado.
—Bueno, al final tú eres el mago de la historia. Tus personajes están bajo tu sombra. Pero, dime, ¿es verdad que ellos le pueden cambiar la vida a un escritor?
—Claro que sí, ¿alguien lo duda? Te repito, yo tengo mucho que aprender; pero en las historias que escribes, en la trama, en sus personajes, uno empieza a vivir otra vida o a incorporar más vidas a la tuya. En mi caso hay algo esencial. Comienzo a descubrir al niño que todavía hay en mí. Y cuando empiezo a sentir que ese muchacho está ahí, que no ha desaparecido, entonces me siento mucho más tranquilo.