Las historias de Manolo. Autor: Adán Iglesias Publicado: 26/10/2019 | 09:08 pm
Manolo era la envidia de todos los hombres de la empresa. Una envidia sana que podía pasar a ser enfermiza, porque su suerte, si realmente existe la suerte, era excesiva. Presentaba los mejores proyectos y los que más rápido tenían resultados encomiables. Físicamente era lo que las chicas llaman: ¡un mango! Recibía un buen salario, que a menudo hacía acompañar de una jugosa remesa a cargo de una tía en el extranjero. En el amor, ya se pueden imaginar: ¡Todas las féminas estaban puestas para él! Hasta su esposa lo quería y admiraba, algo que por lo general nunca ocurre. Con ella (bella dama, como ya deben suponer) había creado una linda familia llena de afecto y efectos electrodomésticos de última generación. Su prole, compuesta por un par de jimaguas (hembra y varón) con caras de comercial infantil, completaba el idilio hogareño.
Por suerte, Manolo no era un tipo antipático, ni «creyente». Se llevaba bien con todos. Y lo de creyente lo digo también porque era totalmente ateo. De no ser así, muchos hubieran pensado que tenía pactos de nigromancia y por eso estaba bien colocado. Lo de nigromancia no tiene que ver con problemas raciales ni de migración.
Manolo no era brujero, pero tenía fama de profeta. Todo cuanto decía y pronosticaba se hacía realidad. Su equipo de pelota era el que siempre ganaba el campeonato, incluso cuando no ganaba, él humildemente, señalaba cuál sería el campeón, ¡y no fallaba! Si decía que iba a llover, ¡recoge y vete! Anunciaba que algo se iba a desaparecer del mercado, cómpralo, aunque estuviera botado, porque así sucedía. En realidad, esto último no es tan difícil de predecir.
Hace tiempo me fui de la empresa y no supe más de Manolo. Es por eso que no puedo asegurar si en algún momento predijo o se imaginó lo que pasaría después. De eso me enteré cuando hace un año me lo encontré en una consulta de fisioterapia, donde Magdaleno, el masajista, es el más popular y visitado.
No lo reconocí a primera vista. Fue él, Manolo, quien me saludó consternado y efusivo. Rara mezcla de emociones nada habituales en él.
—¿Qué hay amigo mío? —me dijo. ¡Qué bien te ves!, sin embargo, yo… —y comenzó a hacerme la más reciente e inesperada historia de su vida.
Asistía por primera vez a esa consulta de rehabilitación física tras un lamentable accidente: resbaló en una acera enchapada de azulejos, bajo una intensa lluvia que no vio venir. Tampoco imaginó que su esposa se marcharía (jimaguas incluidos) con el administrador de la empresa, que no tenía mejor salario que él, ni una tía en el extranjero, pero sí una buena «búsqueda», y pasaporte español. El estrés le hizo perder cualidades profesionales, y le acarreó varias enfermedades, entre ella una severa gastritis y problemas de hipertensión arterial.
Sin saber qué decir le comenté:
—Pero Manolo, ¿cómo te ha pasado esto a ti, tú que eras un tipo exitoso, iluminado, visionario?
—No sé qué decirte —respondió—, serán cosas del destino. ¿Recuerdas cuántas mujeres tenía atrás de mí? Pues no he vuelto a encontrar pareja por más que he disminuido los niveles de exigencia. Ah, y mi tía se murió sin dejarme un centavo. Estoy como un perro callejero: ¡me voy con lo primero que me pase la mano!
En ese instante Magdaleno lo llamó para su sesión de masaje.
No he vuelto a ver a Manolo, pero hace unos días alguien me dijo que mi amigo mantenía una relación muy estable con Magdaleno, el masajista. Que se le veía bien, y había mejorado mucho su semblante. Recordé entonces sus últimas palabras: «¡me voy con lo primero que me pase la mano!». Me alegré mucho por Manolo, al menos ya ha recuperado sus habilidades de predicción.