Obra Los miserables. Autor: Alexis Rodríguez Publicado: 21/09/2017 | 06:38 pm
Teatro musical no tenemos mucho, pero afortunadamente esfuerzos como los del desaparecido Tony Díaz y su grupo Mefisto, Alfonso Menéndez y el colectivo del Anfiteatro del Centro Histórico o la Ópera de la Calle, sacan la cara por el gustado género entre nosotros.
Justamente estos dos últimos han coincidido recientemente en coliseos de la capital, lo cual resulta muy saludable porque representan, dentro de esa modalidad escénica, una línea particularmente en falta: lo lírico.
Sin miseria
El estreno en Cuba de Los miserables, clásico de Schönberg y Boubill, con puesta de Alfonso Menéndez, resultó un verdadero acontecimiento, no solo por el prestigio del clásico escrito por Víctor Hugo en el siglo XIX adaptado al musical, con millonarias presentaciones internacionales e innumerables premios; sino por las dificultades específicas de ese título, no solo de considerable extensión sino con requerimientos inmensurables, sin hablar de las dificultades musicales y propiamente vocales que implica.
Esta vez, si bien la puesta ganó en concentración y posibilidades técnicas en la acogedora sala del teatro Martí (en vez de su habitual escenario al aire libre del Anfiteatro, al que a propósito, se trasladará a partir del 1ro. de octubre) también significó lidiar con un espacio mucho más reducido.
De cualquier manera, Menéndez y su grupo salieron más que ilesos; nos enfrentamos a una reducción de las más de tres horas del original en una versión que no llega a las dos, podando subtramas prescindibles: debe reconocerse de entrada que lo que vemos es la esencia del clásico.
La historia del preso Jean Valjean en los años iniciales de 1800 es también la de una sociedad dividida en abruptos cismas sociales, donde la pobreza e incluso la miseria de una gran mayoría sirvió de caldo de cultivo a la Revolución Francesa.
De ahí que, en momentos de empoderamientos derechistas contra las izquierdas internacionales (particularmente latinoamericanas), Los miserables sigue convocando desde sus gritos de libertad e igualdad.
La puesta rezuma cohesión de sus múltiples elementos técnico-expresivos, comenzando por la música, que luce las orquestaciones de Miguel Patterson y Rigoberto Otaño, aunque fieles al espíritu original, saludablemente contemporáneas, conectando también desde este decisivo rubro la historia con el presente; a ello se suman los coros con arreglos de Liagne Reyna, todo notablemente grabado y mezclado por Denis Casteleiro.
La obra nos enfrenta a voces privilegiadas que complementan decorosas actuaciones, no todas exactamente al mismo nivel de logro histriónico, pero devenidas saldo positivo en lo que a labor de equipo significa.
Los aspectos visuales no han llevado menor consecución: el fidedigno vestuario, en el que el propio director colaboró con la experta Diana Azcue, reproduce la época junto al diseño escenográfico; las coreografías y el diseño de luces, también de Alfonso, acentúan las peculiaridades dramáticas.
Con un estimable currículum respecto al montaje y la adaptación de clásicos broadwayanos, la Dirección de Patrimonio Cultural de la Oficina del Historiador, mediante su laborioso grupo del Anfiteatro bajo la guía de Menéndez, prosigue su noble misión de ofrecernos desde el patio, con modestia pero con dignidad, grandes títulos del musical foráneo, como es sin duda Los miserables, verdadera perla de la corona.
De la calle y el escenario
La reposición de 1959 por la Ópera de la Calle en el marco del festival Habanarte, y en su primera década de vida, coloca a los espectadores frente a la almendra del colectivo que rige el barítono Ulises Aquino.
Las fusiones posmodernas que desde su fundación han emprendido —en tanto mixturar presuntas manifestaciones de «alta» y «baja» culturas, diseminar fronteras entre lo clásico y lo popular, realizar un auténtico trabajo de «fusión» entre géneros y manifestaciones— encuentra en este espectáculo primigenio su mejor credencial.
Digo esto pues considero su más reciente estreno (Espíritus) cierto hándicap en la coherente y fructífera trayectoria del ensemble, al acercarnos un híbrido no suficientemente resuelto que bebe del esoterismo y la religiosidad, tratando de hallar vasos comunicantes entre las diferentes culturas y místicas mediante la música; atendible en sí desde el punto de vista conceptual, la concreción escénica y musical no cristalizó dramatúrgicamente.
Sería bueno que la vanguardista agrupación prosiguiera la ruta trazada con 1959, en la que con un lúdicro empleo del blanco y negro en el vestuario, que conoce simpáticas variaciones y trazos en los integrantes, apelando a la diversidad que caracteriza su propuesta artística, recorre desde lo folclórico afrocubano hasta otras fusiones dentro del pop y la ópera como las realizadas por Freddy Mercury y Queen. Siempre es grato escuchar estas respetables versiones, disfrutar por ejemplo con la entrada de la percusión cubana en la coda de Rapsodia Bohemia, o el empaste sólido en Somebody to love donde, excepto ciertos desfases del solista volvieron a las alturas, pasando por ritmos populares, como el songo formelliano (De la Habana a Matanzas), la conga carnavalesca (parafraseando Yayabo, el famoso pasacalles santiaguero), aterrizando en esa profesión de amor que significa el contagioso final para un público que abandona la sala henchido de tal sentimiento, no sin antes abrazarse mediante el mensaje pacifista que implica la preciosa Imagine, de John Lennon.
Una sugerencia: la música de Kansas, pletórica de esos cruces clásico-populares donde la Ópera sienta cátedra. Y esperamos nuevas incursiones por esta línea definitoria que significa 1959 desde la innovadora poética de Aquino (en plena forma vocal, dicho sea y no de paso) al frente de su maravillosa trouppe.