Edwin Fernández y Mirtha Ibarra en Bailando con Margot. Autor: Fotograma de la película Publicado: 21/09/2017 | 06:30 pm
La regla de oro del cine de gánsteres y detectives, en el Hollywood de los años 30 y 40, estriba en la historia de un crimen (causa, ejecución, encubrimiento y descubrimiento) y su investigación (motivación, fases, identificación del criminal, aclaración, consecuencias). El más reciente estreno cubano del Icaic, Bailando con Margot, debut del cineasta Arturo Santana, se adhiere a las principales características de este género de películas (sobre todo en cuanto a códigos visuales y diseño de personajes), aunque la línea narrativa del robo, investigado por el detective privado, se dispersa en largas retrospectivas sobre la vida de un tercer personaje (la pareja de la viuda robada) que lleva la historia, y al espectador, hacia registros más cercanos al cine histórico, deportivo, e incluso musical.
Santana ambicionaba realizar mucho más que una película de género, o de géneros, porque el guion del filme cubano se acerca al proceso de investigación del delito, pero rápidamente coloca varias veces, de manera forzada, numerosas situaciones en las cuales se adivina un espíritu de nostálgica visitación del pretérito en un sentido más abarcador o multigenérico.
Basta con avanzar 20 o 30 minutos en el metraje para comprender que todos los vectores de fuerza en este filme tienden a recrear el look republicano, elegante y cubanísimo, desde los valores de la producción de Santiago Llapur, y el glamour enfatizado tanto por el fotógrafo Ángel Alderete como por el director de arte Onelio Larralde.
Entonces, más que a la trascendencia, singularidad o verosimilitud de la historia, o a la profundidad en la concepción de los personajes y sus conflictos, o al espesor realista y reflexivo, o al intento por actualizar el cine negro y renovarlo, el guion salta de una a otra situación, o época, o personaje, con el propósito de permitirle a los profesionales antes mencionados, de acuerdo con el director, recrearse en las atmósferas epocales, y envolver al espectador en una trama evasiva, agradable y retro.
Tal ambientación se redondea —y en este sentido el filme debe marcar pautas en Cuba— por la «construcción» digital de varias locaciones como el muelle desde el cual se embarca Esteban a Estados Unidos, en una de las líneas narrativas que más dispersan la historia y la alejan de su núcleo, supuestamente central, habitado por el robo del cuadro y el detective investigador.
Porque lo más remarcable en esta película, insisto, casi nunca se asocia al cuento narrado, que es liviano y quizá demasiado novelero, tornadizo y repleto de lugares comunes, sino al muy notable planteamiento visual respecto a los primeros 50 años del siglo XX en Cuba, dentro de una línea que coloca esta inteligente producción al nivel de clásicos como Un hombre de éxito (1985, Humberto Solás), La bella del Alhambra (1989, Enrique Pineda Barnet), Hello, Hemingway (1990, Fernando Pérez) o La edad de la peseta (2006, Pavel Giroud). Debo aclarar que me refiero solo a similitudes en el plano de la visualidad, el diseño de producción y el empaque escenográfico, porque estas cuatro películas se localizaban en otras coordenadas conceptuales, temáticas y ontológicas.
De este modo, en un guion colmado de peripecias, y que expresa ambiciones narrativas desmesuradas (demasiados personajes, demasiadas locaciones, demasiados conflictos, demasiados puntos de giro) el filme consigue instalar a la mayor parte de los espectadores en su montaña rusa de causas y efectos, no siempre ensamblados a la perfección. Pero, de algún modo, gracias a la seducción que despierta lo que nos resulta familiar, el espectador termina identificándose con sus personajes, por más que sean concebidos y presentados a partir de arquetipos archiconocidos. Además, la totalidad, el conjunto, resulta ciertamente polícromo y espectacular, y el público cubano puede deslumbrarse ante un filme nacional que se desmarca de cierta estrechez dramatúrgica, minimalismo miserabilista y oscuridad existencial a que deriva, mayormente, el cine contemporáneo nacional.
Y no estoy diciendo que la perspectiva dominante en nuestro audiovisual deba ser una u otra, positivismo versus desilusión, arquetipo versus renovación…, simplemente afirmo que Bailando con Margot suministra distracción y entretenimiento a través de una puesta en escena tornasolada y volátil, que distrae y entretiene, aunque para ello se aleje no solo de la tradición realista inherente al cine cubano sino que también se aparta de las claustrofobias y oscuridades imprescindibles en la tesitura del cine negro a la cual el director parece adherirse.
Por ejemplo, la búsqueda de una decoración despampanante y colorida hace añicos la verosimilitud cuando se emplea, con demasiada prolijidad, un lugar tan conocido por los nuestros como el Museo Nacional de Artes Decorativas que, por ende, no puede ser la mansión de la viuda, por muy aristocrática que fuera.
A pesar de que a ratos nos quede un sabor a algo vetusto y premeditado, con todo y el regodeo, o subrayado innecesario, en situaciones dramáticas harto manipuladas por la historia del cine (no solo norteamericano sino mundial), el filme cuenta también con otras virtudes como una muy solvente edición de Daniel Diez Junior, capaz de conferirle un ritmo muy apropiado, y un ensamblaje benéfico, a la incesante sucesión de acontecimientos y conflictos.
Entre los triunfos, también resalta la pegajosa música del maestro Rembert Egües, afortunadamente recuperado por nuestro entorno cultural después de muchos años trabajando fuera de Cuba.
En el segmento de los aplausos también cataloga la mayor parte de las actuaciones, porque si bien algunas participaciones secundarias no consiguieron solventar la pomposidad declamatoria de algunos parlamentos y la afectación de las situaciones, Mirtha Ibarra le aporta al conjunto su naturalidad incombustible, aunque a veces la coloquen en situaciones incómodas; y Edwin Fernández cumple cabalmente con el difícil empeño de encarnar a un detective criollo y hacerlo creíble. Niu Ventura y Yenisei Soria le roban el protagonismo a los más experimentados, en tanto la historia favorece su predominancia, y los jóvenes aprovechan al máximo cada uno de sus segundos en pantalla, como debe ser.
Bailando con Margot es una película estimulante en muchos sentidos, aunque en ocasiones resulte inexplicable, y ligeramente molesto cómo es posible que la trama y los personajes transcurran con tan alto nivel de ingenuidad y asepsia, sin pizca de ironía ni distancia crítica. Pero tales exigencias probablemente sean injustas ante una película que quiso estar bien hecha, ser agradable y entretenida.
Los tres propósitos se pueden dar por cumplidos, y además representa un alto estándar de realización, respecto sobre todo a los llamados efectos especiales invisibles, que permite el optimismo respecto al futuro en Cuba de los filmes históricos y de época. Si alguien me hubiera preguntado a la salida del cine cómo estaba la película, sin dudas hubiera contestado que está muy bien. Y lo demás son exigencias de críticos y espectadores inconformes, precisados a exigir todo el tiempo más y mejor. Ahí también radica la clave del desarrollo, según afirman los politólogos y otros expertos.