Michael Fassbender redefine los términos de «actuación contenida» para entregarnos una de las más complejas caracterizaciones que puedan verse en el cine de los últimos tiempos. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:43 pm
Casi subrepticiamente ha sido estrenada, en una de las salas del cine Infanta, la película norteamericana Shame (Vergüenza), que presenta digamos que el envés de la promiscuidad y el desorden erótico, potenciados tácitamente por la telenovela brasileña que actualmente estamos viendo. A Brandon Sullivan, el protagonista de Shame, le faltan tiempo y espacios para satisfacer su libido perennemente hambrienta. Desde los primeros planos de esta película se muestra iterativamente y sin cronología estricta, la sucesión de experiencias sexuales que, como el agua de mar, solo refuerzan la sed de este sexoadicto, insaciable buscador de coitos furtivos y orgasmos repetidos.
En tanto ha convertido la insatisfacción y el flirteo en una especie de neurosis incontenible que solo se detiene ante la posibilidad real de afecto permanente, Brandon es un pobre diablo, pero el espectador arribará a la difícil compasión por este personaje solo en la segunda mitad de la película, porque la primera parte lo muestra siempre triunfador, arisco, encantador y amante de lo sórdido y lo furtivo. El conflicto de reconocimiento, y hasta la posibilidad de redención, le llegan a Brandon a través de la obligada y súbita convivencia con su hermana (excelente Carey Mulligan), una muchacha hiperestésica y muy vulnerable, pero con las agallas suficientes para reconocerse carente y desvalida. En fin, no cuento más. Hasta ahí llegan los presupuestos narrativos iniciales de esta tragedia contemporánea que le valió la doble consagración al actor irlandés Michael Fassbender y al director británico Steve McQueen.
Merecedor de la Copa Volpi, del premio de los críticos en Venecia, y de una nominación al Globo de Oro por esta película, Michael Fassbender redefine los términos de «actuación contenida» para entregarnos una de las más complejas e introspectivas caracterizaciones que puedan verse en el cine de los últimos tiempos. Los sutiles gestos de ansiedad y compulsión, el rostro gélido, pétreo, animado siempre por una mirada inmensamente triste o lasciva, componen una interpretación memorable que no llegó a integrar las nominaciones del Óscar gracias a la inmensa mojigatería del gremio: se sabe que muchos se declararon molestos, o perturbados, por los desnudos integrales del actor, como si hubiera otro modo de contar una historia de sensuales aislamientos y ávida propensión al desafuero.
De antepasados alemanes y criado en Irlanda, Michael Fassbender estudió en el prestigioso Central School of Speech and Drama, y comenzó su carrera en la televisión con la premiada miniserie sobre la Segunda Guerra Mundial Band of Brothers, producida por Steven Spielberg y Tom Hanks. Su primer largometraje fue el épico 300 (2006), y después trabajó con François Ozon en Angel (2007). El primer protagónico se lo entregó Steve McQueen, en la muy intensa Hunger (2008), en la cual interpreta a Bobby Sands, un miembro del IRA que llevó a cabo una huelga de hambre con enorme repercusión internacional.
Sería McQueen el «culpable» de la consagración mundial de Fassbender cuando lo llamó de nuevo para hacer primero Shame, y luego, un papel secundario en la muy reciente y aplaudida 12 años de esclavitud, segura nominada a los Globos de Oro, el Óscar y demás premios que se entregan en Estados Unidos por estos días. Además, Fassbender ha demostrado un amplio diapasón expresivo, y todo el tiempo cambia el perfil de sus personajes, a través de filmes tan diversos como Fish Tank, Bastardos sin gloria, Jane Eyre, Un método peligroso o Prometheus, todas vistas en Cuba.
También conviene que nuestro público esté informado respecto al director de esta película singular. De antepasados afrocaribeños, Steve McQueen creció en Londres y estudió arte y diseño en el Chelsea College of Art and Design. Con vocación de artista plástico, fotógrafo y escultor, sus primeras películas tenían la intención de ser mostradas en galerías de arte y y adoptaban los métodos de la vanguardia en tanto se apartaban de los modos de narrar genéricos y clásicos, las filmó en blanco y negro y apenas usaban sonidos o diálogos. Algo de esa sobriedad se transmite a Shame, el segundo largometraje de McQueen, que expresa muchísimo sin que los personajes necesariamente hablen, elige una gama de colores oscuros o fríos, y luces muy sobrias, en planos largos y serenos, que sobreexplotan la expresividad no solo de los intérpretes, sino de las glaciales localizaciones elegidas.
Todos los elementos de la puesta, incluida la excelente banda sonora, donde predominan temas bailables y casi hipnóticos de los años 70 y 80, conducen a este inmenso acto de conmiseración con el vicio compulsivo que es Shame, el retrato de la decadencia humana a través de una supuesta escalada de gozo y de placer, porque eso es todo lo que el protagonista puede suministrar, y lo peor, lo más terrible, es que parece estar convencido de que en el fondo, al principio y al final de cada eyaculación debiera haber algo más, algo que es incapaz de propiciar o recibir.
Tanto la composición de cada encuadre como el imperturbable ritmo de la edición se destinan a que el espectador comprenda, con sutileza, el aislamiento de un hombre cuya impecable apariencia apenas delata la procesión de culpas y pecados que va por dentro. Porque lo sórdido se convirtió en experiencia cotidiana, y el brillante confort apenas encubre la más sombría y vergonzante autodestrucción.
Ojalá los interesados, a quienes se les escape la proyección en el Infanta, pudieran ver Shame por televisión, aunque deba ser en un horario muy avanzado, por razones obvias. Ojalá los asesores, programadores, directores y otros responsables de la programación peliculera de la televisión comprendieran de una vez que los desnudos y las escenas de sexo no pueden sostener el criterio de ignorar, censurar, cortar o prohibir la exhibición de una película tan valiosa y hasta educativa. Parece ser que, para cuidar la sensibilidad, prefieran la píldora de la banalidad, la evasión y la insulsez. Y conste que tampoco me cuento entre los abanderados militantes contra la frivolidad. Todo tiene que encontrar su espacio. El problema está en las dosis, el tratamiento, las jerarquías.