Luis Carbonell, destacado artista cubano. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:38 pm
Cuando llegue la luna llena/ iré a Santiago de Cuba,/ iré a Santiago,/ en un coche de agua negra./ Iré a Santiago... Nueve décadas acaba de cumplir la voz más rítmica de esta Isla, y todavía permanece musical, límpida, sensual... Cantarán los techos de palmera./ Iré a Santiago./ Cuando la palma quiere ser cigüeña,/ iré a Santiago./ Y cuando quiere ser medusa el plátano,/ iré a Santiago/ con la rubia cabeza de Fonseca./ Iré a Santiago... Y ahí sigue el maestro con su dicción perfecta, su gracia sin par, con el gesto y el movimiento justos, la respiración y la entonación ideales, la cadencia y la armonía precisas..., haciendo del decir y la expresividad un arte genuino y, en su caso, cubanísimo.
Y ello ocurre lo mismo cuando, endulzándonos los oídos, Luis Mariano Carbonell Pullés —para todos simplemente Luis Carbonell—, nos desorbita los ojos imaginando la constelación de curvas que obligara a Emilio Ballagas a escribirle una Elegía a María Belén Chacón; cuando nos aviva la rabia por Esa negra Fuló: ¡Oh Fuló! ¡Oh Fuló!/ quedó luego de mucama,/ para cuidar a la señora/ y planchar la ropa del señor...; o cuando nos desborda la fantasía con la Majestad negra, de Luis Palés Matos: Culipandeando la Reina avanza,/ y de su inmensa grupa resbalan/ meneos cachondos que el gongo cuaja/ en ríos de azúcar y de melaza...
Declamado por el premio nacional de la Música y del Humor, todo poema, ya sea épico, de amor o de la llamada poesía negra, o estampa, se convierte en clásico, adquiere otra dimensión. Desde la Elegía a Jesús Menéndez o la Balada de los dos abuelos, de Nicolás Guillén; En el club, de Aquiles Nazoa, y Me voy de flirt, de Félix B. Caignet; hasta el Son de negros en Cuba de un Federico García Lorca que le cantó a esa tierra donde viera la luz el hijo de Amalia y Luis. Es al también premio Maestro de Juventudes, máxima distinción que otorga la Asociación Hermanos Saíz, a quien ahora Juventud Rebelde rinde homenaje por medio de esta entrevista que me concediera en uno de los populares Encuentro con... del Pabellón Cuba, convocados por la organización que agrupa a la vanguardia de los jóvenes escritores y artistas de Cuba.
Quizá todo estaba escrito desde el principio para que Luis Carbonell fuera, sobre todo, el gran maestro que nunca ha dejado de ser, aunque su madre, que tanto influyó en este notable artista poseedor de la Orden Félix Varela —la más alta condecoración que entrega el Estado cubano en la esfera de la Cultura—, lo pensaba para otras profesiones. «Éramos siete hermanos, en una familia muy modesta. Nací en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1923, es decir, que acabo de cumplir 90 golpetazos y alegrías de la vida», cuenta con naturalidad, sin siquiera forzar una memoria que permanece asombrosamente lúcida, intacta.
«Siempre pienso que mi mayor felicidad fue haber vivido en un ambiente de enseñanza. Como te dije, éramos siete hermanos y mi madre sobresalió como una maestra en verdad brillante. Mi papá, ferroviario, dedicó toda su existencia a trabajar en los ferrocarriles. Empezó como ayudante de mecánico y terminó, ya mayor, siendo el jefe del Taller de mecánica de la Compañía de Trenes de Santiago de Cuba.
«Mi mamá luchó mucho, porque se propuso educarnos de manera que todos fuéramos gente de bien, y eso es más que suficiente. Pero, además, entrenó a mis hermanas mayores para que se dedicaran al magisterio. De modo que, por reflejo, por contagio, por inducción, y por casualidad también, me convertí en eso que llamamos maestro. A diferencia de mis cinco hermanas no estudié en la Normal, sino en el Bachillerato, pero desde chiquito en mi casa se oía hablar de educación, lápices, libros, notas, cursos, asignaturas, julio, vacaciones... Ese fue el ambiente en el que crecí».
Alimentos del alma
—Fue en ese mismo ambiente donde se contagió con la literatura y la música...
—Efectivamente, y también sucedió por inducción y por casualidad. Me fui aficionando porque dos de mis hermanas estudiaban música. Una de ellas, Silvia, de mucho temperamento, fue alumna de la Dra. Camila Henríquez Ureña. Estoy convencido de que hubiera podido ser una magnífica declamadora. Pero mi mamá, con su severidad, no lo permitió. Estoy hablando de hace 80 años, cuando en una familia no se podía decir que fulana era artista. Eso era «peligrosísimo» en Santiago de Cuba.
«Cuando mi hermana empezó a demostrar condiciones extraordinarias para la declamación, mi mamá primero la complació, pero cuando la cosa fue tomando más seriedad dijo: “Hasta aquí”. No obstante, Camila la condujo a que se interesara lo mismo por los poemas españoles clásicos que por la poesía revolucionaria —hablo de la década de los años 30, en la época en que el movimiento político empezaba a tomar fuerza en Cuba y Nicolás Guillén editaba sus famosos Motivos de son. De ahí que aprendió —y yo muy cerca de ella— la poesía de Guillén y del manzanillero Navarro Luna, de Regino Pedroso; de Emilio Ballagas, quien por aquel tiempo escribió su Cuaderno de poesía negra, en la actualidad un modelo para ese género...
«Y, bueno, mi mamá de pronto se sentaba y se ponía a recitar en voz alta poemas románticos de Julio Flores, Agustín Acosta... En fin, que sin quererlo me acostumbré a oír literatura, música clásica, al tiempo que me inscribieron en la Academia de Bellas Artes de Santiago de Cuba».
—¿Cuál era su edad en ese entonces?
—Unos 13. Mi madre me puso a estudiar violín, pero yo tenía un defecto en una mano, que ahora se ha agudizado con la isquemia que padezco hace casi 20 años: mi meñique estaba torcido. Entonces el profesor Angelito Castilla, como quería enderezármelo, en vez de darme clases me ponía una hora con el dedo estirado sobre la mesa. Imagínate: nunca se me enderezó y no pude continuar con el violín, pero aproveché para estudiar con seriedad solfeo.
«Por el solfeo conocí la Clave de Fa, esencial para adueñarse del piano, de manera que no me resultó difícil. Sin embargo, a mi mamá volvió a no gustarle la idea. Un día en que una de mis hermanas se iba a examinar en el Conservatorio fui con ella, por esa costumbre provinciana de siempre acompañarlas. Hallé un salón vacío y un piano, y me senté a interpretar una pieza muy difícil que me había aprendido solo. Entonces, escuché una voz que me preguntaba: “¿Quién te enseñó a tocar eso?”. Al volverme encontré a la directora del Conservatorio, Dulce María Serret, quien se había agenciado un prestigio enorme en Santiago de Cuba. Le dije, pero no podía creerlo. “No puede ser. ¿Con quién tú viniste aquí?”, me interrogó. “Con mi hermana, que se está examinando”, le contesté. “¿Y quién es la maestra?”, indagó. Rosa Amparo Morales, le respondí, que como nos conocía bien le aseguró que había sido exactamente así como yo le contaba.
«Dulce María Serret se llegó hasta mi casa para convencer a mi mamá, quien se negó otra vez, argumentándole que mi futuro estaba en la medicina o la abogacía. ¡Y ni médico ni abogado!, porque mi carácter no daba para eso. Y Dulce se marchó sin lograr su objetivo».
—¿Y ahí terminó el piano?
—De ninguna manera. Seguí tocando y empecé a acompañar a diferentes intérpretes. De ahí nació mi vocación de magisterio, porque tenía la costumbre de que si hallaba algún defecto en los cantantes que se iniciaban en la emisora o en cualquiera que escuchara cantar, enseguida lo corregía. Me acostumbré a hacerlo de esa manera.
«Más tarde me encontré con una maestra que sí me dio clases, Josefina Farré, y llegó el día en que mi madre lo aceptó: “Si quieres estudiar piano, estúdialo”, pero ya contaba con 22 años, era maestro de inglés y me daba cuenta de que no era tiempo para eso».
El buen olfato
—La radio incidió profundamente en su formación...
—Sí, ¡cómo no! Estuve en todas las emisoras importantes, pero sobre todo en CMKC, donde me desempeñé como director artístico. Ahí llegué a tener un programa que yo, vanidosamente, llamaba estelar, donde presentaba a artistas con potencialidades para desarrollar una carrera. Era los sábados por la noche y lo cierto es que se oía muchísimo. Ahí empezaron Pachito Alonso, las Hermanas Reyes, y otros tantos que no conquistaron el estrellato, porque es una carrera dura.
—Se dice que usted fue quien descubrió a Pacho...
—¡Claro! Era muy amigo de su hermano mayor, de Luisito, un moreno inteligente y muy simpático que en aquel momento cantaba, según mi opinión, mucho más bonito que Pacho, pero lo mataba el miedo escénico. Él me dijo: «Si tú supieras, Luis Mariano, que en casa formamos tertulias casi todos los días —eran 11 hermanos, una patrulla—, pero Pacho nunca canta con nosotros, se va para el fondo y en el baño se pone a cantar. ¿Quieres escucharlo?», me propuso. Sí, por supuesto, tráelo por aquí, fue mi respuesta.
«Efectivamente, en cuanto lo escuché me percaté de que con él no hacía falta ensayar ni nada y lo puse en el espacio de inmediato. Así comenzó Pacho. Luego me fui para Estados Unidos y cuando regresé, dos años después, era Pacho Alonso, ya estaba hecho. Lo he dicho y lo repito: Pacho ha sido una de las voces más lindas de esta Isla, uno de los cantantes más originales y auténticos de esta tierra, muy cubano. Poseía la gracia del mulato santiaguero, esa gracia conquistadora y simpaticona».
—Maestro, y cuando usted regresó de Estados Unidos, ¿le pasó como a Pacho?
—¿Quién? ¿Yo? ¡Qué va! Yo me fui para Norteamérica en el 46. Para ese entonces había conocido en Santiago de Cuba a una gran artista que fue fundamental en mi vida, Esther Borja, quien había ido a casa de mi maestra Josefina. Ella me escuchó, me elogió y me animó, y yo contento. No la vi más hasta tres años después, cuando un amigo me anunció: «Mañana le harán un homenaje a Esther Borja, ¿quisieras ir?». «Sí, claro, le respondí. No sé si se acordará de mí». Pero en cuanto me vio me dijo: «Tú eres el muchacho que recitó en casa de su maestra, en Santiago de Cuba, donde había un piano...». Porque Esther tenía una memoria fotográfica increíble. Desde ese momento hasta hoy hemos mantenido una amistad acrisolada.
«Luego, ella y yo estuvimos donde vivía el Cónsul cubano en Nueva York, casado con Natalia Aróstegui. Allí conocí a Lecuona, y esa resultó una noche mágica, porque también me presentaron a Alberto Gandero, programador de la NBC para América Latina. De ese modo, este guajiro de Santiago de Cuba pudo recitar en la NBC, gracias a Lecuona. Ahora me pongo a pensar en lo que eso representaba y tiemblo, sudo, se me revuelve el estómago, pero entonces acepté ni corto ni perezoso, porque la juventud es arriesgada, atrevida.
«También Lecuona me introdujo con la afamada actriz puertorriqueña Diosa Costello, The Puerto Rican bombshell (la bomba atómica puertorriqueña), responsable de mi actuación en el Teatro Hispano, lo cual me abrió las puertas del prestigioso Carnegie Hall, donde llegué a ofrecer un recital, pero en Cuba no era conocido».
El acuarelista de la poesía antillana
—Carbonell, nos dejamos llevar por la conversación y pasamos por alto el tema de la declamación...
—Todo comenzó en CMKC, donde existía un programa mensual, auspiciado por una organización católica de los Hermanos de La Salle. En él yo acompañaba a muchos artistas, pero un día el director me pidió que recitara algo, porque había demasiados cantantes; algo así como lo que hacía en casa de Josefina, mi maestra, por hobby. Bueno, y recité. Y antes de que se acabara el programa volvió y me dijo: «Tienes que decirlo de nuevo, porque han llamado por teléfono para que lo repitas».
«Tiempo después, lo que había hecho como un “juego” en Santiago tomó mucho más seriedad, tras mi regreso de Nueva York. Al llegar a La Habana, por intervención de Esther Borja, pude participar en un homenaje que se realizara a René Cabel, el tenor de las Antillas, en el Auditórium Amadeo Roldán. Allí me vio Pepe Viondi, el gran comediante argentino (por él surgió lo del Acuarelista de la poesía antillana) y por recomendación suya logré el contrato que marcó mi desarrollo como profesional, en el entonces Teatro Wagner, hoy Yara. En enero del 49, cuando apareció De fiesta con Bacardí en la CMQ, comencé a recitar, lo que hice durante los siete años que duró el programa».
—¿Cómo se le ocurrió vincular la percusión con la poesía?
—Sentí que algunos poemas necesitaban un apoyo rítmico, musical; un fondo, una atmósfera, para darle ambiente. Entonces se me ocurrió recitar con percusión, algo que nunca se había hecho así. En la actualidad se denomina rap, un género que surgió en los años 60 en Estados Unidos, pero que yo puse en práctica en el 45, en Santiago de Cuba. Existe incluso un libro magnífico de Cristóbal Díaz Ayala, Del areíto a la nueva trova, publicado en Santo Domingo, donde el musicólogo se adentra en el análisis del danzón, el son, la guaracha, el chachachá, la rumba... y cuando llega al rap hace notar lo que te acabo de explicar, lo cual, admito, me sorprendió cuando lo leí.
—Usted ha sido primero en muchas cosas. Por ejemplo, existe un fonograma, que es una joya de la discografía cubana: Esther Borja canta a dos, tres y cuatro voces canciones cubanas... ¿Qué tiene de especial ese álbum?
—Es que cuando se concibió ni siquiera existía la grabación por pistas, que hoy es tan común. Eso fue un acontecimiento que creo que no se ha repetido jamás. Pero debo hacer un poco de historia: Lecuona y Esther me llevaron a España, donde me presentaron a Montilla, un puertorriqueño que trabajaba en las grabaciones de la RCA Víctor. Magnífico grabador, que registró todas las zarzuelas cubanas y españolas e hizo una fortuna.
«No olvidaré que Esther me pidió: “Luis Mariano, acompáñame, que hay un señor que quiere hablarme de un disco. Ven para que asesores”. Claro que este hombre no me conocía. Él comenzó a decir algo que no era correcto y yo lo rectifiqué. Y él, de formación norteamericana, me miró como si fuera un intruso, como preguntándose quién me había dado vela en ese entierro. Siguió hablando, pero lo tuve que interrumpir otra vez: “Perdóneme, le dije, este número no es conveniente por esto y por esto...”. Me volvió a mirar, pero ahora más atravesado. A la tercera vez que metí la cuchareta, Esther le pidió: “Por favor, señor, escúchelo, atiéndalo, que él sabe lo que está diciendo”.
«Después, durante las grabaciones, tuve dos choques con Montilla, porque tenía mucha soberbia. Para él yo era un Don Nadie. De cualquier manera, ese disco, Rapsodia de Cuba, que antecede a este de las voces, quedó muy bien y se vendió extraordinariamente. San Martín Mateo lo distribuyó aquí, y yo intervine en el repertorio y monté voces para un cuarteto que participó en dos temas.
«Un año después, caminando por la Gran Vía, en Madrid, cuando se fue a despedir de nosotros, Montilla me agradeció por mi trabajo. “Cuando usted tenga alguna idea, me sugirió, por favor, sométamela a mí. ¿Qué le gustaría hacer, por ejemplo?”. “Que una misma persona pudiera cantar varias voces y el coro”, le contesté. “Pero eso es imposible hacerlo en Cuba”, enfatizó. “¿Por qué?”, inquirí intrigado. “Porque en Cuba no hay pistas. ¿Y quién usted cree que pueda hacer algo así?”, de todas formas insistió. “Esther Borja”, afirmé enseguida. Yo la conocía perfectamente bien. “Pero, Luis Mariano, tú estás mal, yo nunca he cantado a voces”, me acorraló ella. Mas yo sabía que Esther era capaz de conseguirlo.
«Ya me había olvidado de eso cuando Mateo San Martín nos mandó a buscar para hablarnos sobre Rapsodia de Cuba, que se había vendido como pan caliente y de paso mostrarnos una carta de Montilla, averiguando si estábamos dispuestos a hacer el disco. Nos quedamos perplejos. “Claro que sí”, dije en un primer momento hasta que encontré en su carta algo que me molestó. Escribía que estaba dispuesto a llevarnos a Esther y a mí, grabar, y darle diez pesos diarios de dieta a ella, y cinco para mí.
«A mí me entró como un ataque de la rabia que me dio. “Pues dígale a Montilla, que por esa grosería no va a grabar el disco, que yo nunca he comido la mitad de lo que come Esther, y que ella delante de mí nunca ha abierto una caldera”, reaccioné. “Cálmese, cálmese, me tranquilizó Mateo San Martí. Yo le voy a grabar el disco”. Él no era grabador, pero con ese álbum paró su empresa. Porque Esther Borja canta... resultó un escándolo, por lo exitoso.
«A Esther le tomó ocho meses aprenderse el repertorio completo. Nos ayudó Medardo Montero, de Radio Progreso, quizá el mejor grabador que tuvo Cuba entonces. Cubano al fin me entusiasmó: “¿¡Qué no se puede!? Vamos a hacerlo”. Lo que hoy nos hubiera tomado una semana, se hizo a pulmón. Creo que no he sido un ser privilegiado ni excepcional, sino que he conseguido cada cosa a base de mucho trabajo y tiempo».
Confesiones
—Lo persigue la fama de estudiar los textos hasta la perfección. ¿Alguno que se la haya resistido especialmente?
—Claro que sí. Montar la Elegía a Jesús Menéndez, por ejemplo, me llevó tres años, el mismo tiempo que tardó Guillén en escribirla. Y no porque no me emocionara, pues me erizaba cuando la leía, pero es un poema enorme, largo, cuya recitación dura unos 45 minutos. Y, bueno, está el caso de La rumba, de José Zacarías Tallet, que me aprendí con 17 años, pero no pude recitarlo hasta los 50, 55.
«La rumba es un poema complejo. Me pasé semanas tratando de cuadrar los versos polimétricos de Tallet con la clave cubana. Sin embargo, después tuve la satisfacción de que él, que era un hombre brillante, pero difícil, me llamara para felicitarme, lo cual me sobrecogió, porque aunque muy exigente como maestro, soy muy modesto y tímido. Cuando me habló le confesé el trabajo que me había costado. Le conté que le había escuchado La rumba, por primera vez, a la superconocida recitadora argentina Berta Singerman en una película, Nada más que una mujer. “Sí, me animó, pero esa era una rumba griega”. Sus palabras me sirvieron como una alta calificación, pues ella fue quien inauguró recitar en público en los años 20. Era increíble, aunque un poco pesada como persona».
—Una de sus principales cualidades, se afirma, es que ayuda a todos, pero es tremendamente severo...
—Pues sí, tengo alumnos que han recibido una clase nada más, porque los dejo media hora articulando una frase, respirando y repitiendo una y mil veces, para trabajar el texto en el cerebro. Recuerdo una actriz, cuyo nombre no digo por ética profesional, que fue por ayuda. Por supuesto que la acepté. Le dije: «Mira, debes empezar por frasear una estrofa de Martí, partiéndola sílaba por sílaba: Yo-so-y-un-hom-bre-sin-ce-ro-de-don-de-cre-ce-la-pal-ma..., dándole valor a cada sílaba». Es difícil, pero constituye una técnica perfecta; se la regalo al que la quiera, llevo 70 años con ese método que creé y que al menos a mí me ha servido muy bien. En fin, que le expliqué y ella comenzó. «No, no, para. Parte la sílaba», la rectificaba. «No, no, respira bien. Proyecta la voz», y empezó suda, suda, suda. «A ver, siéntate un ratico». Al poco rato volví: «Párate de nuevo», e inició el martirio. «Repite, repite»... Nunca más regresó.
«Lo cierto es que toma mucho tiempo conseguir declamar correctamente, porque hay que aprender a articular los versos, buscarle sentido. Yo estudio todos los días, por la mañana y por la tarde. Me aprendo incluso textos que nunca declamaré. Me paso el tiempo fraseando, repitiendo, articulando, para poder pronunciarlo bien y lentamente, de modo que sea asequible a todos. El fraseo es esencial, hay muchos cantantes y locutores que no saben frasear, lo digo con la autoridad que me permiten mis 90 años, no quiero herir a nadie, lo digo como enseñanza, como ejemplo.
«Y en cuanto a los alumnos, tal vez no tengo más porque no cobro. Quizá si lo hiciera le dieran más importancia, pero como no les cuesta ningún trabajo llegar hasta mí... Pero ese fue el juramento que le hice a mi madre. Recuerdo que una vez llegó a la casa una muchacha que quería recibir clases de mi hermana mayor, pero no lo podía pagar, y mi madre dijo: “Si no puede pagar no importa, porque tu obligación es enseñar”. Esa es la obligación del maestro: enseñar, es como un sacerdocio. Y la mayor satisfacción de un maestro es sembrar en otros».
—¿Algún consejo para los jóvenes que quieran seguir sus pasos?
—Leer mucho, escuchar mucho y ver mucho. Asistir a todos los espectáculos, leer y escuchar incansablemente. Es lo que he hecho. No digo que soy de otro planeta, ni más inteligente. Cierto, he descollado, no lo niego, pero a base de mucho estudio.
—¿Y su Santiago de Cuba?
—Hace poco me entregaron la condición de Hijo Ilustre, y me puse tan nervioso, que no me salían las palabras. Solo atiné a asegurarle a los presentes que hoy me siento, más que nunca, orgulloso de ser cubano. Y les agradecí de la mejor manera que puedo hacerlo: con un poema. Esa vez declamé Libre, la tierra más pura, de Rafaela Chacón Nardi, quien lo escribió durante la dictadura de Batista: No quisiera haber nacido/ en otra tierra que en esta:/ el cielo siempre de fiesta/ con el azul más erguido,/ el aire tibio y herido/ desde el monte a la llanura,/ verde tierra en su ternura/ a un tiempo tan firme y leve/ que ni el invierno se atreve/ a desvelar su hermosura.