Yuliet Cruz, como Lizi, asume con impecable limpieza histriónica. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:36 pm
Hay un famoso cuento del francés Guy de Maupassant, Bola de sebo, publicado por vez primera en 1880 en torno a una prostituta que salva a un grupo diverso de una situación embarazosa, por la cual es apreciada, aunque después vuelve a su condición de mal vista por los ya seguros compañeros de viaje.
El relato inspiró al cantautor y novelista brasileño Chico Buarque a componer una preciosa canción, Gení y el zeppelín, donde toda una ciudad pasa, igualmente, del desprecio a la alabanza y finalmente al rechazo masivo, que exige incluso lapidación para la ramera salvadora (Tiren bosta a la Gení, tiren piedra a la Gení…), cuyo gesto es olvidado enseguida ante su condición social.
También Bola de sebo pudo haber motivado al célebre existencialista francés Jean Paul Sartre a escribir su pieza teatral La puta respetuosa (estrenada en 1946) que, tras algunas versiones entre nosotros (inolvidable la de Carlos Díaz y El Público) vuelve a los escenarios capitalinos en un montaje de Carlos Celdrán y su grupo Argos Teatro.
Fiel a una línea de relecturas en el teatro universal (con títulos como Roberto Zucco, La señorita Julia, Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini…), Celdrán logra una relativa contextualización que, lejos de extraviar la esencia original, la acentúa.
Parafraseando a Virgilio Piñera en uno de sus cuentos, Fíchenla, si pueden es el título de la nueva adaptación, y admira ver cuán tristemente cercanos son varios de los conflictos abordados, que fueran magistralmente tratados por el dramaturgo galo en la lejana década de los 40 del pasado siglo: las siempre dudosas apariencias que tanto engañan (fachadas respetables, moralinas huecas, hipocresía social, dobleces…) o viceversa: la nobleza y dignidad que detentan personas sin buena reputación, contrastes a los que apunta el aparente oxímoron que nombra la pieza original.
Y detrás de ellos, prejuicios raciales, aquel «fascismo corriente» al que se refiriera sabiamente el ruso Mijail Romm, y toda la manipulación y los horrores que se esconden, y de hecho laten, se manifiestan en el interior del poder y de quienes lo poseen.
Estos problemas no son enunciados sino metabolizados dramatúrgicamente en el drama en dos actos (que Celdrán ha llevado a uno); alternan y se superponen de modo muy coherente, en una pugna de pasiones y emociones que, sin embargo, eluden el efectismo que una lectura menos profunda hubiera generado.
El relato avanza con el creciente suspense que desemboca en un clímax tan incómodo como orgánico: la sumisión, la indefensión de la protagonista ante la omnipotencia que representa el policía-amante, por lo cual ella, pese a su entereza caracterológica, deviene antiheroína; la debilidad de su condición (más social que sicológica) no admite otro desenlace.
Sin embargo, la huída de su protegido (ese negro calumniado y condenado, chivo expiatorio de una masa moldeada, de un orden tan injusto y parcial como poderoso) abre una puerta mucho más simbólica que la del apartamento donde tienen lugar los hechos.
La puesta de Celdrán aboga por el minimalismo característico: la brevedad escénica de la sala-sede de su grupo Argos Teatro no daba para mucho, pero tampoco era necesario. Las cuatro paredes se inflaman de sentimientos cruzados, de mentiras y manipulaciones; (de) allí todo llega o parte, todo se concreta o esfuma.
El diseño de luces de Manolo Garriga, acorde con la economía de recursos que signa la puesta toda, apenas sugiere horas del día y permite que los actores exhiban mucho de lo que ocultan los personajes bajo la máscara del rostro.
La banda sonora de Alain Ortiz reproduce admirablemente el ambiente tanto interno como lo que se escucha y avanza puertas afuera (magistral la conformación y plasmación del ruido de las turbas que se acercan al apartamento); bien concebida la música, de fuerte impronta romántica —procediendo así por contraste a las coordenadas diegéticas de la pieza—, ganaría sin embargo su función y la representación en general, un poco menos alta.
Las actuaciones son generalmente un rubro sólido en las puestas de Argos Teatro. Sus intérpretes conforman un equipo de altas cotas profesionales que no necesita de mucha guía, sin embargo, Celdrán se luce también aquí.
La Lizi de Yuliet Cruz (actriz en perenne ascenso más allá incluso del teatro) encuentra en este desempeño un justo equilibrio entre fragilidad y energía, de esa mujer más justa y noble que sus verdugos y sus manipuladores, y que Cruz asume con impecable limpieza histriónica.
Alexander Díaz (Fredy) proyecta toda la brutalidad y bajeza de su personaje sin llevarlo, a pesar de ello, a extremos maniqueos; es un actor que se mueve también en los claroscuros y matices de cada ser humano que asume erigiendo estimables desempeños.
Un colega suyo muy experimentado (José Luis Hidalgo) vuelve a lucirse ahora en su diputado hipócrita, adalid de una doble (y por tanta falsa) moral, que él transmite a plenitud de matices.
Aunque a veces inseguro en ciertas transiciones, el joven Marcel Oliva demuestra un certero potencial en su acosado negro.
Fíchenla, si puedes es, sin dudas, otra muestra del destacado quehacer de Celdrán y Argos Teatro, al que, por supuesto, hay que seguir fichando entre lo mejor de la escena cubana.