Mientras Elier Bourzac es cada día más diestro y más seguro, a Viengsay le va la vida en su arte. Autor: Raúl Pupo Publicado: 21/09/2017 | 05:03 pm
Unas noches atrás, coincidí en el Lorca con «el Chino» Heras. El Chino, como Arrufat, como Barnet, como Roberto Méndez, pertenece a la cofradía de los escritores balletómanos, en los cuales me cuento. Me gusta conversar, en particular con el Chino, por la sabia humildad de sus palabras. En un intermedio, tratábamos de entender la cualidad que hace irrepetible a una figura como Alicia. La técnica, pudiera pensarse. No creo: Alicia fue una bailarina técnicamente irreprochable, pero después han existido muchas excelentes bailarinas. ¿La actuación? ¿La interpretación? Tampoco: buenas actrices no han faltado desde las puntas.
La excepcionalidad de Alicia se resume en una palabra: cultura. Alicia comprendió siempre que, de observar, de aprender la virtud del mundo, podía y debía nutrirse su arte. Eso la fue haciendo una mujer y una artista sólida. La sola postura: Alicia se paraba —todavía se para, y hay que decirle usted—, levantaba un brazo y posaba la mirada, y estaba dando información sobre la época, sobre el estilo. Alicia comprendió siempre que la actitud del cuerpo es cosa de fogueo diario ante los espejos y las barras; pero es cosa, primero, de cultura. El gesto informa, el gesto contiene datos importantes sobre el mundo, sobre el estilo. El manejo inteligente y comedido de la emoción depende, directamente, del grado de información que posea el bailarín. De todo esto hablábamos «el Chino» Heras y yo, cuando el silbato de llamado nos avisó que continuaría la función.
Unas noches después, sentado en el Karl Marx, pude disfrutar un reportaje sobre el romance hermosísimo entre el American Ballet Theatre (ABT), su historia toda, y Alicia. Alicia confiesa cómo aquella compañía permanece en su corazón, y el director del ABT confiesa que siguen enternecidos con la inspiración de Alicia. Alicia es Cuba. Esta mujer y esta artista resumen de tal modo las aspiraciones culturales de la Isla, que su nombre y el de Cuba son ya hoy perfectamente intercambiables. Por eso fue tan importante que televisaran el acontecimiento, en la medida en que debía leerse como un símbolo, como un posible puente cultural, en tiempos en que el garrote y la política del odio tienen que ceder. Cuando Alicia habló a cámara, y movió sus manos con ese arte que lleva en la sangre y en la mente, se sintieron las vibraciones que suscita el arte mayor. Ella explicaba la afinidad que existe entre la danza y la risa, cuando el espíritu se halla en libertad. Se baila con todo el cuerpo, como se ríe el humano con todo el cuerpo. Son modos de compartir la alegría de vivir y de transmitir a los demás la necesidad de la belleza, la ilusión de la felicidad. Recordaba entonces las palabras que habíamos intercambiado, a propósito, el Chino y yo.
Pero, todavía más, unas noches después me encuentro leyendo una conferencia magistral que dictara Alicia en la Escuela Nacional de Ballet, en la primavera de 2001. No era el azar concurrente: eran los hilos finísimos que urden lo que es preciso urdir. Alicia explicaba, allí, eso que «el Chino» Heras y yo entreveíamos, especulábamos. Comenzaba su clase con una certeza vital: «Nunca se puede dejar de construir, porque el que no construye, no vive, no existe». Es esa una verdad como un templo: de poco importan los pasos en la vida, si no han sido para levantar, para edificar cosas. Romper, desbaratar, es muy fácil. Difícil, honroso, confortante, es construir. Que uno pueda mirar atrás y decir: fui útil en alguna medida. Pequeña o grande, no importa; pero fui útil a los demás en alguna forma. Luego, se da Alicia a explicar a los bailarines jóvenes el quid de su profesión.
Acepta la maestra que «la técnica es el idioma, es adquirir la facilidad para expresarse después artísticamente». No escatima relevancia al dominio técnico, «para después olvidarme y crear». Todavía, luego del despunte de la creación, que, ya lo sabemos, es cosa diferente al virtuosismo técnico, falta lo determinante: «Hay algo importante dentro de la creatividad del artista, cuando se llega ya al punto de crear como artista: es la cultura». Alicia no fue, no es ingenua. Sabe todo lo que alimentó su cuerpo y su espíritu el conocimiento. Ella intenta, entonces, despertar la misma avidez en los jóvenes bailarines: «Se trata de que tengan curiosidad por la cultura. Como coreógrafa, una de las cosas que más me ayuda es la pintura. No hay nada que esté más equilibrado escénicamente que una obra pictórica». De ese convencimiento brotaron los Cuadros de una exposición; del saber profundo (no solo intenso) sobre la literatura y la nación cubana, nació su Lucía Jerez. Más aun: de su cultura poderosa sobre el mundo hispánico fue que pudo edificar una Carmen que no ha sido igualada. Eso hace de Alicia una artista tremenda: la cultura del gesto, la elocuencia del cuerpo.
La gran Escuela Cubana ha llegado a tener, en la actualidad, grandes bailarines. Tenemos a Anette Delgado, la bailarina romántica por excelencia, cuya vaporosidad y elegancia se prestan solas para la ilusión de la suspensión. Tenemos a Bárbara García, tan actriz; una mujer tan especial que, contra todos los pronósticos, la maternidad la ha hecho mejor bailarina, porque tal vez ha sacado de sí cada esquina de ternura y de entendimiento del ser humano. Tenemos la suavidad y la gracia de Sadaise Arencibia, que nos hace preguntarnos: ¿Será Sadaise, que interpreta a una princesa, o es la princesa, que simula ser Sadaise? Bailarina exquisita donde las hubo. Tenemos el ímpetu de Yanela Piñera, magnífica en la técnica; alguien que cuando resuelva algunos detalles de proyección escénica —en términos dramáticos— es ya una primera bailarina. Tenemos a Verónica Corveas, que empina su Reina de las Wilis, a pesar de que ella es todo cariño y poco tiene que ver con la dureza de la principal novia muerta. Tenemos a Gretel Morejón, que viene echando humo, como un aluvión de talento. Tenemos a Elier Bourzac y a Ernesto Álvarez, cada día más diestros y más seguros. Tenemos a Javier Torres, excelente actor. Tenemos a Ernesto Díaz, a quien se le siente feliz de nomás encaramarse en el escenario; un bailarín que se involucra en la suerte de la Compañía con todo su esmero. Tenemos a Osiel Gounod, a Yonah Acosta, jóvenes con unos saltos que llegan al cielo, con giros voluptuosos y sagaces. Todos, y aun otros, son extraordinarios.
Tenemos, desde luego, a Viengsay Valdés. Alguna gente se pregunta qué nos acerca tanto a Viengsay y a mí. No somos amigos: mantenemos una relación cordial, pero jamás hemos compartido una cerveza ni un helado de chocolate —bueno, un helado sí—. Lo que a mí me maravilla de Viengsay es que le va la vida en su arte: bailando, lo deja todo. Pero además: con frecuencia me encuentro a Viengsay en las exposiciones de los pintores más jóvenes; con frecuencia me encuentro a Viengsay en la Cinemateca de Cuba. Descubro que Viengsay tiene en los ojos —además de que en las piernas— esa avidez, esa hambre por conocer, por aprender, por saber, que pide Alicia.
Viengsay no pierde un segundo: Viengsay trabaja siempre. Luego, en la escena, de alguna manera se filtra, se desliza ese aprendizaje. Ella lo suda. No son sus giros, no son sus balances; es la necesidad de crecer como artista lo que hace de Viengsay Valdés una criatura fuera de serie.
Viengsay no pierde un segundo de aprender de Alicia. La absorbe. Como tienen los jóvenes que aprender de la gente grande que hace la cultura cubana. Como hay que aprender de Alfredo Guevara, hombre revolucionario hasta los tuétanos, pero que, por lo mismo, se resiste a que revolución sea un concepto estático. Un hombre que ha lanzado no pocos desafíos a la política cultural de la Revolución, cuando había gente que pensaba que ver burgueses en la pantalla equivalía a ratificarlos en la vida. Un hombre que reta, todavía hoy, y que resulta en el mejoramiento del proceso social que le importa. Como debe aprenderse de Roberto Fernández Retamar, el mejor intérprete de la americanidad, un hombre con una prosa que no es de este mundo, que escribe con una elegancia y una fluidez sobrenaturales. Como hay que respetar a Eusebio Leal, quien, efectivamente, ha cambiado el paisaje de la ciudad. Como hay que venerar a Julio García Espinosa.
De ahí venimos, muchachos, y preciso es comprenderlo, porque el hombre que desconoce su pasado, está condenado a repetirlo como un Sísifo necio y penitente.
Perdonen esta muela, pero quería contarles qué hace de Alicia, para el «Chino» Heras y para mí, un ser admirable por encima de todas las contingencias. Por suerte, hace años que ella trata de ver, en los más jóvenes, eso que el Chino y yo agradecemos de su arte: la voracidad por comprender el entorno, la sensibilidad de entender que el artista no es Narciso entrampado, sino ese sujeto amable que puede recordar a los demás el poder y el placer de la ilusión en el mundo.