Carlos Marx visita La Habana gracias a la magia del teatro. Michaelis Cué, en rol de actor y director, y Howard Zinn, como dramaturgo, son los responsables de este acontecimiento. Marx en el Soho —título de la pieza del importante intelectual norteamericano—, luego de un periplo de casi una década por diversos escenarios, se ofrece al espectador cubano en la acogedora sala Adolfo Llauradó.
El hecho de haber escogido a una figura prominente, tanto de la filosofía, como del pensamiento económico, pudiera provocar recelo entre los espectadores. No obstante, el texto de Zinn resulta ameno, chispeante, lúcido y diáfano. El autor, obviamente un conocedor de la vida y la obra del inmenso alemán, escogió momentos claves, dramatizó pasajes y anécdotas, retrató aristas poco conocidas de personajes célebres y, por encima de todo, fue capaz de iluminar los costados humanos e incluso menos conocidos de Marx. En otras palabras: Marx en el Soho termina siendo una pieza que combina profundidad y gracia, reflexiones agudas y humor del bueno.
Si a esto sumamos el hecho de que la fecha de su estreno absoluto se remonta al ya lejano 1995 —época durante la cual numerosos pensadores neoliberales hicieron todo lo posible por convertir la obra de Marx en algo remoto y a todas luces utópico— tenemos que admitir que Howard Zinn es hombre con luz larga.
De la adecuación de la pieza, a través de una versión que la agiliza y acerca a nuestras circunstancias, se encargaron el propio Michaelis Cué y Bárbara Rivero. La labor de ambos creadores propició una mayor interrelación con un auditorio para el cual el protagonista resulta un viejo conocido.
La puesta en escena es, a un tiempo, sencilla y dinámica. Esas son las cualidades más sólidas, sus cartas de triunfo. Cué no optó por la caracterización física de una figura que en nada se le parece, ni por la copia minuciosa de sus gestos. Todo lo contrario. Aunque, en ocasiones, vislumbramos poses que recuerdan a la estatuaria dedicada al filósofo, lo cierto es que el actor-director prefirió crear, proponer, su propia visión del personaje.
La acción se desarrolla a diferentes niveles; varios tinglados sirven al director para ubicar las diferentes locaciones y definir los contextos en que se verifican los acontecimientos. Frente a los espectadores desfilan las intimidades de un Marx que padece, estudia, escribe, se alegra, batalla, ama y sufre, como cualquier otro ser humano.
El actor no lleva afeites, pero tampoco los necesita. La magia de la palabra, anécdotas certeras, cadenas de acciones bien construidas, matices, entonaciones, cadencias, encausan las emociones de la platea, sostienen la tensión y le hablan a nuestros contemporáneos con la demoledora fuerza que posee la razón. Las luces de Saskia Cruz merecen mencionarse. Sobrias, con una interrelación con los hechos envidiable, funcionan incluso como un personaje más.
Miriam Dueñas se encargó del vestuario y nos devuelve una imagen austera y discreta del pensador. En cuanto a la música, que se mantiene casi siempre en sordina, hay que aplaudir su capacidad para ubicar en un contexto específico los acontecimientos, ambientar, subrayar una época. Bobby y Roberto Carcassés, junto a Lucía Huergo, mostraron con la banda sonora una vez más por qué son músicos reverenciados por sus colegas.
La escenografía de Luis Lacosta y Oscar Faggette es sencilla y funcional. En fin, que Marx en el Soho, contrario a lo que pudiera pensarse, sorprende por su dinamismo, cautiva por su agudeza y termina siendo buen ejemplo de un género en auge hace algunos años y hoy casi en desuso.
Con este trabajo Michaelis Cué consigue hacer reír y reflexionar. Mientras que Howard Zinn —auxiliado en esta ocasión por Bárbara Rivero y por el propio Cué— demuestra que la historia puede ser algo ameno, sin contar con el hecho de que pone el dedo sobre la llaga al abordar problemas urgentes del mundo de hoy. Todas estas certezas se combinan para ofrecernos un espectáculo desenfadado y profundo, dos virtudes que raramente confluyen y que, sin embargo, siempre se agradecen.