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Rubén Darío Salazar: Le tengo horror a las fórmulas

El singular director de teatro de títeres conversa con JR sobre el Teatro de Las Estaciones y otras de sus experiencias a lo largo de su carrera

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Sus vecinos no necesitaron una bola de cristal para saber que Rubén Darío Salazar se convertiría en un afamado artista. Es más: se aventuraron a predecir que su nombre destacaría entre aquellos que en Cuba pondrían al teatro de títeres en sitial de honor. No podía ser de otra manera cuando el pequeño no desperdiciaba una oportunidad para soñar sumido en la mágica y deliciosa oscuridad del Guiñol de Santiago de Cuba, perfecta para dialogar con fantásticos muñecos que, pensaba, le hablaban solo a él.

Siendo un crío, hacía retablos y muñecos con sus amiguitos de la cuadra, a quienes disfrazaba y dirigía. «¡Y mandaba cantidad!», confiesa sonriente a JR, antes de asegurar que: «Un día me dije: quiero hacer esto, y jamás he sido infiel a mi deseo».

Hoy sus allegados de entonces reconocen que pensaron se habían equivocado cuando lo vieron matricular en la carrera de Periodismo en la Universidad de Oriente. Pero pronto comprendieron que se trataba de un breve «receso». Inmediatamente se incorporó al colectivo que en aquel plantel conducía Roberto Sánchez, director de teatro de títeres; el impulso que le faltaba para acabar en el Instituto Superior de Arte (ISA) y convertirse en un aplicado alumno de Ana Viñas, cada vez más aferrado al teatro de figuras.

El espaldarazo final lo encontró en la magnífica narradora oral y profesora de teatro para niños, Mayra Navarro. «Ella me dijo: “Lo que te gusta tiene su historia, lo que te gusta tiene su valor, lo que te gusta ha recorrido un camino que vale la pena. ¿Lo quieres recorrer tú? Pues venga, yo te ofrezco mi mano”. Y, entre muchas otras instituciones, la maestra me introdujo en Teatro Papalote», comenta Darío Salazar, quien por estos días celebra los primeros 15 años de haber fundado, junto a muchos amigos, el emblemático Teatro de Las Estaciones.

—Rubén, ¿por qué si formabas parte de un colectivo con un nombre, decides crear tu propio proyecto?

—Una persona que se haya formado en una academia como el ISA —en los años 80, cuando tuve el privilegio de estudiar con un claustro excepcional—, está preparado para enfrentarse con rigor a cualquier tipo de manifestación. Al menos tiene en sus manos armas que puede desarrollar perfectamente. Y yo siempre tuve claro que me interesaba el teatro de títeres. Cuando me gradué no me quedaban dudas de que mi postgrado debía transcurrir en un grupo de referencia; y ese no podía ser otro que Papalote, dirigido por mi maestro, René Fernández.

«Durante 12 años (1987-1999) hice en Papalote todo lo que tenía que hacer. Y aunque ya poseía inquietudes, sentía que no estaba listo para dirigir teatro de títeres. Así que esos años junto a René me los tomé como un postgrado de dirección artística de teatro de títeres; responsabilidad que asumí cuando estuve consciente de que podía lanzarme en esa empresa.

«Corría 1994, y Cecilia Sodis, directora del Teatro Sauto, y Mercedes Fernández, presidenta de Artes Escénicas en Matanzas, me invitaron a concebir un espectáculo que se llamó ¡Viva el verano!, el cual unía circo, literatura; danza, con Lilian Padrón; música con el maestro José Antonio Méndez, nuestro primer asesor musical; las marionetas de Carlos González, teatro dramático, títeres, actores del Mirón, de Papalote… Ese sería el germen de una poética que nos distinguiría 15 años después.

«Aquella experiencia tanto nos gustó, que en noviembre el mismo equipo se aventuró con Canción de otoño; en febrero de 1995, con El cuento de invierno; y más tarde, en mayo, con ¡Buenos días, primavera!

«Después me involucré en proyectos de cámara pequeños. Así nació Lo que le pasó a Liborio, y en diciembre del 95 estrenamos mi versión del cuento de Charles Perrault, Un Gato con Botas, donde actuaban Freddy Maragoto y Farah Madrigal. Fue Freddy quien me dijo: “Rubén, pero a esto ya hay que ponerle un nombre… Deberíamos llamarlo Teatro de Las Estaciones, por la forma como comenzamos…”. Y me encantó. De esa manera, Un Gato con Botas se estrenó por Teatro de La Estaciones. Ni siquiera éramos un grupo oficial. Para que eso sucediera tuvo que pasar mucho tiempo. En el 2000 nos oficializamos y, mientras tanto, seguí con Papalote, al igual que Freddy y Migdalia Seguí, en tanto Farah continuaba en la radio…».

—1996 fue muy importante para el proyecto…

—Efectivamente. Ese fue el año de La niña que riega la albahaca, que marcaba una diferencia en relación con la propuesta de René, quien era una influencia real, que no niego. La niña que riega la albahaca comenzó a mostrar una estética, una línea que yo tenía en la cabeza sin desarrollar. De ese modo iniciamos un estilo muy particular que hoy se reconoce como Teatro de Las Estaciones.

—¿Qué diferencia tu estilo del de Papalote?

—René Fernández es un artista muy completo. En un determinado momento realizó obras de autores como Federico García Lorca y Ulises Rodríguez Febles, pero su repertorio se nutría de su dramaturgia. Fernández, además de coreógrafo, tenía su manera de ver el movimiento, y como diseñador, al mundo del diseño, de modo que Zenén Calero, un excelente profesional, estaba en función de la poética de René.

«El hecho de haberme graduado del ISA, influido por diferentes corrientes vanguardistas, diversas temáticas culturales, símbolos, te llena de referencias que luego aplicas. En Las Estaciones nos decidimos por autores como Hans Christian Andersen, José Martí, Federico García Lorca, Javier Villafañe, Dora Alonso, Modesto Centeno, Emilio Bacardí… lo cual nos permitía ampliar ese diapasón del texto, de la visión literaria y dramática.

«Zenén, por su parte, se dejó influenciar lo mismo por la figuración caprichosa y variopinta del maestro Sosabravo en Pedro y el Lobo, de Prokofiev; que por Picasso en La Caperucita Roja; que por maestros de la caricatura como el cardenense Conrado Massaguer (El guiñol de los Matamoros); que por los dibujos del propio Lorca en La niña que riega la albahaca. Usó imágenes pictóricas que enriquecieron muchísimo su trabajo.

«Yo me di el lujo de contar con la valiosa colaboración de una coreógrafa de la talla de Lilian Padrón (Compañía Danza Espiral), que entiende el movimiento no solo como el acompañamiento de un espectáculo, sino como un lenguaje propio. Así surgieron espectáculos completamente danzarios como La caja de los juguetes (que nos abrió las puertas al Festival Internacional de Ballet de La Habana); o El patico feo, una obra para orquesta sinfónica y soprano, pero también danzaria. Fue un enorme placer trabajar con ella.

«En el caso de la música tocamos las puertas de casi todos los músicos importantes de Matanzas: Elvira Santiago, Raúl Valdés, Jorge Luis Montaña, Reynaldo Montalvo… O sea, que Teatro de Las Estaciones evidencia el entendimiento de un teatro multidisciplinario; un teatro muy contaminado, con otras artes.

«Las propuestas de Las Estaciones reflejan una libertad artística con respecto a los cánones, métodos y estructuras estrictas, lo cual se ha logrado mediante la acumulación de experiencias y conocimientos, y con la observación concienzuda de los fenómenos de la cultura. Siempre hemos sabido que consolidar es no detener. Nuestro interés ha sido realizar obras de alto valor estético, pero también ético; sensibles y a su vez trasgresoras, provocadoras».

—Siento que el teatro de muñecos, a pesar de su historia, no ha sido valorado en su justa dimensión…

—El teatro de títeres y para niños durante mucho tiempo ha sufrido no poca incomprensión por ignorancia, pero también se ha desvalorizado por la falta de un trabajo profundo y consciente por parte del propio movimiento titiritero, a pesar de la historia que nos legaron los hermanos Camejo (Carucha y Pepe) y Pepe Carril. Ellos asentaron las bases para que el nuestro fuera un movimiento rico. Pero no fue así. Se abortó, y pasaron varios años para que se volviera a retomar lo que había avanzado.

«Mientras tanto, no pocos colectivos defendieron un teatro didáctico, pedagógico chato, que desconocía el alcance y la riqueza de este arte a nivel mundial. Estamos hablando de un teatro para el cual Mozart compuso una ópera como Bastian y Bastiana, Debussy concibió La caja de los juguetes, Stravinsky escribió Petrushka, Bernard Shaw ideó para marionetas Shaw vs. Shakespeare, y Rafael Alberti regaló La pájara pinta; para el cual Carpentier y Caturla aportaron Manita en el suelo, por solo mencionar algunos ejemplos.

«No puede ocurrir de otra manera cuando todo eso se desconoce por buena parte del público, pero sobre todo por grupos anquilosados, que se han mantenido cerrados al conocimiento de la cultura nacional y mundial, al funcionamiento de la sociedad actual, de la ideología, a los hallazgos científicos del hombre moderno. De ahí la falta de imaginación, de dominio y conocimientos de los recursos técnicos del teatro, la animación y de la corta pero fecunda historia de nuestro linaje “titeril”. Por suerte, esa situación ya está cambiando».

—Tal parece que ya has conseguido la fórmula para «noquear» a los jurados de los diferentes festivales…

—(Sonríe). Personalmente le huyo permanente a las fórmulas. Si repasas el repertorio te darás cuenta de que después de La caja de los juguetes hicimos La virgencita de cobre, cuando lo que «tocaba», según la fórmula, era Coppelia o Cascanueces en títeres. Pero yo le tengo horror a las fórmulas. Cuando se me espera por un camino, vengo por otro. No me preocupan los riesgos. Lo importante es que la gente siempre está segura de que se va a encontrar un espectáculo que no esperan, mas sabe que será de calidad, que mostrará una imagen hermosa, o por lo menos sugerente; un texto y una dramaturgia respetuosos; un trabajo musical serio; y corporal, pensado. Pero… ¿cómo lo hacemos? No. No tenemos fórmulas para eso en lo absoluto. Y si existiese alguna sería la del respeto al público y a nosotros mismos como artistas.

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