Nelson Domínguez. Foto: JOPA Una foto me descubrió algo que Nelson Domínguez no me contó en la conversación. Acababa de nacerle una hija japonesa, criatura que pintó antes de que ocurriera el nacimiento y luego, increíblemente, cuando retrató con su cámara carne y dibujo juntos, el parecido fue mágico.
¿Intuición del artista? ¿Espíritu de padre? ¿La pericia de dibujar, una y otra vez, rostros sobre el lienzo o ese misterio inexplicable de conexión espiritual que transgrede toda distancia y tiempo para unir esencias?
Y como el artista debe haber empleado muchas horas hablando a los reporteros una y otra vez sobre su pintura, preferí irme por los vericuetos de aquel cuento de Carroll en que una imaginativa niña preparaba una merienda de locos. Por eso le hice preguntas despeinadas por el desorden y el choteo, irreverentes y aparentemente irrelevantes, un ejercicio de dibujo en el cual seguramente saldré ponchado, en este intento por pintar a una de las más emblemáticas figuras de la plástica cubana, que mereció, entre tantos reconocimientos, la Distinción por la Cultura Nacional.
—¿Niño de hospital o de comadrona?
—De comadrona, en una finquita de Baire, con un corte de ombligo perfecto.
—Imaginemos... Nace en un hospital. Por error se lo cambian a sus padres. ¿Cómo sería ese otro Nelson?
—Tocas algo interesante, porque mis hermanos, para fastidiarme, me decían que yo no era hijo de mi madre, que me habían encontrado en un tanque de basura... Quizá por eso me gusta tanto la basura como materia artística.
«Fuimos 16 hermanos; seis de madre y padre y el resto por parte de este último. Yo hacía el número cinco y el único idéntico a él. Así que no hay dudas. Por tanto, no pudiera explicarte cómo sería esa otra infancia, porque no la tuve, y me costaría mucho imaginarme de otra manera sin esa libertad para verlo y averiguarlo todo, en puro contacto con la Naturaleza como crecí. Pero ya que estás armando esta gran jodedera, te digo que quizá no hubiera llegado a pintor y mis inquietudes y propósitos habrían sido otros».
—¿Tuvo los padres que quiso o los que le tocaron?
—Adonde iba mi papá, allá estaba yo. Se levantaba a las cinco de la mañana, conmigo a retortero. Pero me hubiera gustado que fuera más cariñoso. A veces me pasaba la mano por la cabeza, mas no era común ese gesto en él. Quizá porque entonces la figura del padre era paradigma de disciplina y rigidez, y la ternura podía leerse como un síntoma de debilidad. Sin embargo, la madre, como figura universal, es el símbolo exacto de la protección. La mía, sin saberlo ni haber estudiado nada de arte, logró intuir cuál era mi camino y hacia allí me llevó con su estímulo y su visión, quizá, de que yo era un hijo diferente.
—¿Juntos o divorciados?
—Se separaron cuando tenía yo un año. Pero más que un trauma fue la oportunidad de vivir mucho más libre, porque me pasaba un tiempo con ella y otro con el viejo y eso me permitía cierta independencia y la posibilidad de ver más mundo para contrastar.
—¿Le queda algo por descubrir a un hombre con casi un centenar de exposiciones personales, ciento y tantas colectivas, 14 premios y distinciones, 24 obras en importantes colecciones? ¿La amistad, las mujeres, el ron, el vacilón...?
—Todo mezclado, porque todo compone mi vínculo con la realidad tan necesaria al artista; es ese humus que da cuerpo a tu obra en un enriquecimiento constante de intercomunicación con el entorno, una especie de leitmotiv, el cual te mantiene girando en torno a tu eje y te permite explorar sensaciones nuevas.
—¿Baila? ¿Canta en la ducha?
—No soy un bailarín, mas sí sé moverme. Cantar, canto a veces. Estudié un poco de música, pero la dejé por el solfeo. Me parecía demasiado matemática para algo tan sublime y como era yo el peor en esa asignatura... Hasta el año ‘65, allí en la escuela, me desarrollé en un ambiente danzario, teatral... y practiqué deportes.
—¿Héroes especiales de adolescente?
—Los de la literatura soviética de entonces... Me gustaba leer mucho.
—El tan llevado y traído realismo socialista.
—Así es, pero para suerte nuestra en Cuba apenas dejó marca. Las situaciones inéditas que aquí se suscitaron con la intelectualidad transformaron en algo su visión original, a partir de nuestra muy particular manera de ser, de nuestra espiritualidad. Recuerdo a dos profesores soviéticos que vinieron, cuando era yo asistente de la pintora Antonia Eiriz, en las clases de la Escuela Nacional de Arte. Preguntaron quiénes habían conformado el plan de estudio. Cuando le dijeron que nosotros, jóvenes pintores apenas graduados, se quedaron impresionados, y luego, en una carta, confesaron que su visita al Instituto les había hecho cambiar su óptica del arte, contrariamente al modelo de las academias rusas.
La Dama de Elche, 2005. —Mencionó el nombre de una pintora clave en la pintura cubana...
—Trabajar con Antonia fue un raro privilegio. No solo la hacía especial ser una persona marcada por la polio, sino por una vida intensa reflejada en su obra. Aprendí mucho con ella, como ser humano, y también como maestra.
Hacemos silencio y él mira a la mesa donde se monta el desayuno, en casa de un amigo común, que he interrumpido con mis preguntas fuera de planificación. Su mirada, bajo una gorra negra, le aporta el aire de uno de aquellos guerreros nipones de la Segunda Guerra Mundial. Pero sus palabras son la mansedumbre misma del hombre que mucho ha vivido y sabe del valor de la tolerancia y la paciencia, aunque, como a todo mortal, de vez en vez «se le vayan los fusibles».
Quiero apartar la entrevista del camino común, mas siento cierto acoso. Percibo el espíritu presente de sus cuadros. La Dama de Elche, desde su aguafuerte, aparece como fantasma, con cierta displicencia, augurando un gran bostezo. Murciélago, donde aguatina y azúcar se unen, nos ronda como queriéndome picar. Sus Personajes del circo me hacen guiños para que logre el equilibrio de mis palabras y no me descalabre. De manera que me siento como ese barniz blando sobre papel con que caigo Atrapado en las preguntas que no quería hacer.
«Los referentes de mi pintura son cubanos. Wifredo Lam, René Portocarrero, la propia Eiriz... Muchos me marcaron, pero Lam me subyugó. Esa manera suya de hallar en lo más elemental el sentido de lo complejo; síntesis donde radica, precisamente, su grandeza. El empleo de rudimentos tan humildes como el carbón sobre soporte de papel craf, en un lenguaje primario en apariencias, casi infantil, del cual, brota la esencia profunda de su obra».
—¿Nacer en una isla tiene ventajas o desventajas?
—Por ser, la isla, más pequeña que cualquier continente produce más cosas espirituales y la relación con la Naturaleza es más cercana, más profunda, más especial.
—Japón, ¿otra isla en su vida?
—En la década de los 70 me interesé mucho por el grabado japonés. En una revista que promocionaba pinturas encontré un artículo sobre el Ukiyo-e y llegué a grabar, cortar e imprimir en esa técnica. Para los japoneses el arte se distingue por la cantidad de colores. Por ejemplo, en la cultura asiática el negro no es solo para dar contorno a la figura, como ocurre en otras, sino se ubica junto al rojo con el mismo rango y la misma fuerza.
«Después he expuesto durante 16 años en las más disímiles ciudades y museos de ese país, donde mi obra ha tenido gran aceptación. Y es un área geográfica que quiero seguir explorando, de manera que también tengo diversos proyectos en Vietnam y Corea del Sur».
—¿Y las geishas?
—No. ¡Son muy caras!
—¿Qué le envidiaría sanamente y qué le reprocharía a ese país?
—Envidiarle... el amor por la ciencia; su sentido de la constancia, del trabajo, del cuidado de la Naturaleza. Y reprocharles el hecho de que no estén interesados en reconstruir su pasado histórico en el arte. El Japón mío es el de Kioto, el del kimono y las tradiciones, pero ellos fueron absorbidos por la cultura occidental, allá por la década del 40, y parece que eso les funciona.
«También me asombra el aprovechamiento del espacio con un espíritu de humildad y modestia envidiables. No son ostentosos. Nunca sabes, por la manera de vestir, si tienes a tu lado a una persona de poca o gran solvencia económica».
—He escuchado que allí tienen la costumbre de dejar un espacio vacío en la decoración para romper el sentido de la perfección. Así, algo falta siempre. Y algo impulsa su búsqueda. ¿Cuál es esa zona cero en Nelson Domínguez?
—Servando Cabrera siempre hablaba de la gran pintura y yo me preguntaba cuál era esa, si la de Regreso del hijo pródigo, de Rembrandt; Los girasoles, de Van Gogh, o la de cualquiera de los pintores cubanos que te he mencionado. ¡Es tan vasta la obra legada por todos los que me antecedieron, que cuando me tienta el más leve pensamiento de creerme cerca de ellos, el horizonte se me aleja más, como cuando caminas queriéndolo atrapar!
«Mi espacio vacío es mi pasión y mi duda. Ya lo he dicho. Para mí dudar es la herramienta para seguir creando; es la zozobra de no saber adónde quiero ir y ni si podré llegar; esa vocación de continuar sintiéndome viajero por esta vida en la búsqueda de nuevas cosas por descubrir, con la insatisfacción más que la complacencia como compañera, desconfiando, hasta la saciedad, de lo poco o mucho que he logrado».
El olor a café desvía su mirada y me doy cuenta que estoy violentando ese espacio vacío del artista. Ahora soy yo el que duda y miro a una tendedera, la cual me hace recordar una de sus últimas obras donde, usando diversos diseños de palos para tender a gran escala y el empleo de los más disímiles materiales, desde már-
mol y madera hasta metal y papel, conforma una escultural instalación donde, a partir de elemento tan rudimentario y común, logra una composición inquietante.
La mesa está servida. Crucifixiones, ese otro abstracto-figurativo hecho a partir de elementos de residuo, con los cuales establece todo un juego cargado de gran energía para los sentidos, es la obra adivinada por mí en los ojos de quienes le acompañan y esperan a que yo termine. Decido, entonces, robarle una respuesta a mi última pregunta:
—¿Cómo le gustaría a Nelson Domínguez que lo recordaran el día en que, simplemente, sea cuadros colgados en una galería?
Me mira y le intuyo, desde la profundidad de sus ojos, pintándome como a una tiñosa. Guarda silencio y después, con una media sonrisa, concluye: «Es una pena, pero eso es lo que queda luego del artista; te conviertes en simple colección de museo. Aunque, te confieso, me encantaría que, además de mi obra, me recordaran por el tipo natural que también soy, lleno de defectos y alguna que otra virtud; algo bohemio; en la simpleza del gusto por la cocina y las plantas; que amo, respiro y envejezco como todo mortal de este planeta».