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Caníbal y contrariante

El pintor cubano en su galería de rostros estudia la conducta, la comedia humana, en todas sus acepciones. El valor de su obra nace del dominio de la paradoja expresiva, la contrariedad estilística y de la ruptura del canon

Autor:

Rufo Caballero

La duda, de Víctor Alexis, la mejor pieza de la exposición. A mitad de los años 2000 emerge en Cuba un grupo de pintores, por lo general provenientes del ISA, interesados en sacudir el empacho conceptualista, en ventilar el horizonte creativo con una nueva ola de expresionismo. A la cresta de este otro interés por el hombre y su drama, o su comedia, o su tragicomedia, se integran algunos pintores autodidactas que, tal vez salidos de la tendencia al multioficio asentada en los 90, ensayan hoy los caminos del arte por su cuenta y riesgo, a partir de un aprendizaje caníbal, desordenado, frondoso, despiadado, eficiente.

Es el caso de Víctor Alexis Puig, un hombre que estudió nada menos que Ingeniería en Radio y Comunicación, pero se cansó un día de matar al enano que en forma de pinino o de conato aparecía de vez en vez en sus dibujos laterales. Amigo de un grupo de excelentes pintores jóvenes, académicamente formados, cuentapropista del arte con muchas horas de navegación en Internet, que le facilitaron un conocimiento no cartográfico pero sí intenso y diverso sobre el arte contemporáneo, Víctor Alexis dio un buen día el portazo, se las jugó todas, se mudó para los predios del arte y puso fin a los aplazamientos. Acaba de despedirse, momentáneamente, del gremio y el público habanero. La galería Fresa y chocolate, del Centro Cultural ICAIC, abrigó, hasta hace unos días, su tercera exposición personal: A plena voz, que empapó a media Habana en una ardorosa discusión estética.

Víctor Alexis (otro negrón corpulento en la cultura cubana, émulo plástico de Víctor Fowler, y para colmo se llama como el gran poeta y ensayista...) tiene en su favor el desprejuicio, el desparpajo, la licencia de su paseo por la Historia del arte sin que nadie lo haya mandado a pasar. Eso lo hace un pintor libre de coerciones, de prevenciones, de ataduras incómodas. Se siente que Víctor pinta a sus anchas, que no le teme a nada; que no conoce, en su pintura, la palabra límite. Alexis no se inhibe ni reprime más su necesidad de crear, de fabular el mundo, sobre todo en su galería de rostros (a veces valdría decir: de monstruos), con la cual estudia los fenómenos de la comunicación, la complejidad de las relaciones interpersonales —sus ecos o sus condicionamientos sociales incluidos—, pero, incluso más que lo anterior: la conducta, la comedia humana, en todas sus acepciones y recovecos.

El segundo valor de la pintura de Víctor atañe a la sagacidad con que el artista comprende que es preciso hablar desde el estilo. Por ejemplo, en El cansancio, la violencia de la pincelada y del color, quebrados, zigzagueantes, agresivos siempre, aseguran las ojeras y la depresión que interesan al estado sentimental denotado por el título. En El necio, la materia pictórica (en todos estos pintores de regusto neoexpresionista, el color pesa, lo físico se asienta con gusto) empasta de hecho todo el rostro del ¿retratado? (¿existe puntualidad en una obra de obvio carácter genérico?), desfigurándolo, envolviéndolo en llamas. Lo último es particularmente debido al manejo singular de la temperatura del color: abundando los cálidos, la impresión de fuego no es precisamente apasionada o vitalista sino desactivadora, escéptica, amarga.

Y aquí mismo aparece una tercera cualidad de Víctor Alexis: el dominio de la paradoja expresiva, de la contrariedad estilística, de lo no preconcebido, de la ruptura del canon. La violentación de lo apacible y de la expectativa de la norma estética. El estilo de Víctor es definitivamente contrariante. Quizá el ejemplo justo sea La duda, en mi criterio la mejor pieza de la exposición. De entrada, Víctor resuelve la idea de la dubitación con una flor en los labios de una enigmática y elegante dama. Los tonos rosas resultan violentados por la fiereza del chorreado y por el hieratismo hermoso de la tradición iconográfica rusa. Todo esto le confiere a la obra un misterio que escapa a las previsiones, una densidad poética que no se explica a partir de manuales: es rosa y es dura, es dulce y es áspera, resulta amable y retadora.

En La duda aparece ya uno de los temas recurrentes en el trabajo de Víctor: la fuerza impetuosa, demoledora, del silencio; sentido que agrupa piezas como Sin palabras y Tiempos del silencio. En la primera, el artista echa mano a un recurso de síntesis que garantiza la eficacia comunicativa: lo desprolijo de la composición, la conversión del fondo blanco en espacio natural de la representación. En Tiempos del silencio, el autor desata un peculiar ensayo sobre la mecánica censura/autocensura y las distintas maneras de enfrentarla por parte de tres personajes: el silencio convencido, medio irónico; el silencio oportunista, y la discreción que sin embargo se mantiene alerta, en estado perenne de vigilia.

A los efectos de otras obras, como La indiferencia, aflora la desinhibición con que el creador apela a cuanto recurso estilístico encuentra en un camino poblado, donde no tiene que pedir permiso. La indiferencia es una obra concebida como todo un homenaje al espíritu pop que recorrió la segunda mitad del siglo XX. En otros casos, por el contrario, valdría precisar la naturaleza del diálogo con ciertos estilemas: digamos, la manera de estilizar las manos, que, en piezas como la propia A plena voz, pudiera recordar a Guayasamín, y ello puede ser legítimo, sin la menor duda, siempre que, como en el caso del guiño al pop, resulte más clara la naturaleza del diálogo textual: o decantamos el recurso y lo sumergimos en un repertorio personal no necesitado de muletas, o hacemos más patente el homenaje, la obvia reverencia del atento aprendiz que agradece el arte de los maestros.

Si se comparan la primera y la tercera exposiciones de Víctor Alexis, es fácil percibir cuánto ha decantado este pintor, y todo lo que se esmera por depurar un oficio donde el demonio y la inspiración —que le sobran, por cierto— no lo hacen todo, sino donde la maña y la pericia de la confrontación estética permiten figurar en un campo artístico cada día más competitivo, más profesional. En el mundo de hoy se puede ser autodidacta, pero no ingenuo. Víctor lo presume, y comprende la necesidad de ahondar en sus referentes tanto como en el empeño de no renunciar nunca a ese mundo personal, a ese centro de gravitación que permite distinguir a un artista entre una multitud de advenedizos, y que en él se reconoce, con independencia de la sutileza conceptual que pueda conseguir aquí o allá, en la emotividad de lo descarnado, en la belleza de lo abrupto, en la violencia del color y la espesura de la materia pictórica.

Víctor Alexis hizo lo que tenía que hacer: dar el portazo y sumergirse. Se las juega todas, no puede esconder una sola carta, no hay vuelta atrás, tiene el agua hasta el cuello, en el ámbito de una Habana plena de buenos y exigentes artistas, como de agudos y a veces despiadados críticos. Pero el salto valió la pena, ya empieza a dar frutos suculentos, y nada se compara con la satisfacción que debe sentir Alexis cuando termina un cuadro y advierte que todo su mundo de obsesiones y desvelos ha quedado libre y juiciosamente atrapado en el misterio del lienzo.

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