Debo hablar de mi experiencia como lector en unas breves líneas: nací en un paraje en el que no existían librerías, ni bibliotecas, ni movimiento cultural capaz de incitar a la lectura, a pesar de que Puerto Tarafa era por entonces el mayor enclave mundial para la exportación de azúcar.
Sin embargo, estaba la sabiduría de la gente que me rodeaba (incluyendo a mis abuelos), muchos de los cuales solo podían firmar con el pulgar entintado. Es por eso que, cada vez que reflexiono acerca del fascinante hábito de la lectura, me vienen a la mente tres nombres: el negro Valladares, el estibador cuya casa estaba al otro lado de la calle donde yo vivía, y que una tarde de noviembre, en el espigón de Pastelillo, mientras cargábamos la bodega No. 2 de un Liberty inglés, me entregó de manera furtiva un viejo libro, casi destartalado, que resultó ser el más encantador de los textos que he leído en toda mi vida: El Manifiesto Comunista.
Era una época en la que uno era capaz de devorar cualquier cosa que cayera en las manos: ya fuera un simple periódico, una revista Bohemia, un antiguo libro de Medicina, y con un poco de suerte, algún que otro tomo de El Tesoro de la Juventud.
Leer, ese afán encarnizado, agradable, presintiendo que era la única manera de entrar en el fabuloso universo del conocimiento. En este proceso hay dos nombres más que dejaron en mí una huella imborrable: José Soler Puig y Nicolás Guillén.
Soler, uno de los más geniales novelistas de nuestra lengua. Guillén, espléndido en su actividad creativa, abriendo uno de los grandes caminos de la poesía cubana.
Estos dos queridos Maestros, mis amigos, en más de una ocasión fueron hasta el puerto en mi busca, cuando yo, en un refugio de la calle Vicente Rodríguez, trataba de escribir mis primeros libros. De ambos, tan nobles y generosos, recibí un magisterio directo, muy personal, en esa búsqueda interminable, reveladora, que me llevaría a paladear a Heredia, Saco, la Avellaneda, Julián del Casal y Martí, a Carpentier y Lezama, a Serpa. Esto, sin desdeñar a mis contemporáneos, y muy especialmente a los jóvenes.
Eran meses en que yo trataba de penetrar en ese vasto y mítico universo de las ciudades de emigrantes en el norte del Camagüey, y en las leyendas de los pescadores, tortugueros y navegantes de la cayería de Romano.
Luego vendrían Shakespeare, Cervantes; el asombro mío ante los enormes escenarios de Tolstoi, la hondura síquica de Dostoievski; la precisión y el encanto de Flaubert y Sthendal; el giro magistral que le impartieron a la literatura contemporánea Proust, Joyce, Thomas Mann, Faulkner y Hemingway, que siempre pretendió construir ficciones capaces de rivalizar con la realidad real.
El listado sería enorme, si tenemos en cuenta a los imprescindibles latinoamericanos: ensayistas y narradores; y por supuesto, tal y como lo proclamaran Italo Calvino y Ezra Pound, leer, ese hábito, esa pasión, con ese deleite por los clásicos de todos los tiempos, con el deslumbramiento ante todo lo creado, a la hora de elegir, de evocar, de ir a una relectura interminable, en una y otra ribera, de los antiguos a los contemporáneos, a través de un hilo dorado, de un sendero luminoso precursor de la eterna sabiduría. Y sobre todo, esta admiración mía hacia los jóvenes, hacia los escritores cubanos. Los de hoy.