Peter Fonda y Antonella Costa en Cobrador: In God we trust, de Paul Leduc. Con verdadera alegría reciben los cinéfilos de Latinoamérica (cuando menos) el regreso de Paul Leduc, todo un maestro de la cinematografía por estos lares. La gente que por acá ama el cine, no puede ni quiere olvidar la excelencia de Frida, naturaleza viva, un clásico en la historia cultural de América. Pero no solo Frida; incluso películas posteriores, discutidas hasta el delirio, como Barroco, Latino bar o Dólar mambo contribuyeron a asentar en el imaginario del cinéfilo latinoamericano el respeto y la admiración por Leduc.
Durante algunos años, el maestro se mantuvo distante del cine. La prensa especuló hasta el cansancio sobre la decepción de Leduc con respecto a la mercancía barata que muchas veces se volvía el cine, en manos de negociantes inescrupulosos. Ahora que felizmente ha regresado, con Cobrador: In God we trust, Leduc abandona su preceptiva de entonces (un cine sin palabras apenas, solo acodado en el poder narrativo de las imágenes), y se abre a la experiencia fílmica en toda su anchura de posibilidades expresivas.
Para la estructura del relato, además de la articulación de los cuentos literarios que inspiran la película, el director parece aprovechar la rápida tradición del cine contemporáneo en cuanto a urdir historias laberínticas, donde personajes, espacios y conflictos se cruzan de forma sugerente. El dueto González Iñárritu-Arriaga resulta el paradigma clarísimo (Babel, 21 gramos, Amores perros), pero muchas otras películas mexicanas de los últimos tiempos se han construido sobre la base de esa premisa estructural, y piénsese en la línea que va de El callejón de los milagros a Ciudades oscuras.
Dicha estructura sirve de molde a Leduc para orquestar los destinos de varios personajes que, desde distintos puntos de Latinoamérica, incurren en la violencia despiadada. La idea parece ser la de observar las distintas motivaciones que pueden conducir a los humanos a la violencia más terrible: el impotente que la emprende contra las mujeres hasta el asesinato; el policía que por complacer a su mujer intenta matar a un niño; la pareja de jóvenes que, sin conocer a sus padres, se convierten en unos Bonnie and Clyde del subdesarrollo, en fin. Por demás, el tono es muy difícil, pues como en los relatos literarios de inspiración, combina el naturalismo, el absurdo, y tantos otros registros de exposición.
El guión resulta más complicado que complejo. La manera como se exponen los conflictos de los personajes llega a ser pueril: el trauma del impotente parece salido de una sesión de psicoanálisis de bolsillo, sin la menor consistencia; la cantidad de digresiones en asuntos y personajes de menor importancia (el discurso y los mandatos de la visionaria callejera) entorpecen la narración y retardan lo esencial; la falsedad del tono afectadamente poético, que incurre en el lugar común (el problema de identidad a partir del desconocimiento de la paternidad) o en la franca cursilería («necesitamos jeringas, necesitamos poemas»), acaban por desmembrar una película excesivamente irregular.
A ello se adiciona la debilidad de las actuaciones, más que todo de la joven que asume a la fotógrafa argentina, con una mirada sobreintencionada todo el tiempo y expresiones muy fáciles. Ni siquiera ese excelente actor que es Lázaro Ramos consigue salir airoso de un experimento fallido por cada costado. A todo eso se agrega, todavía, el fatal sentido del humor de la película, que cada vez que hace un chiste visual (los disparos simulados de la muchacha cuando descubre la pistola del personaje de Ramos), da ganas de llorar.
No está bien Cobrador... No está nada bien, lamentablemente. Los que admiramos a Leduc podemos aguardar. Creo que su regreso es un motivo para celebrar a los cuatro vientos, pero habría que darle tiempo para que retome el pulso y vuelva a sujetar el arte de narrar con imágenes.