«El cenaguero no es guajiro, que es el hombre que cultiva la tierra. El cenaguero es colector, pescador, carbonero. Él no puede explotar la tierra porque aquella donde vive no produce». Tanto tiempo lleva entre ellos el gran actor Manuel Porto, que los ha calado hasta el mismísimo tuétano, y es que su vida, desde finales de 1989, ha estado muy vinculada al mayor humedal de Cuba y su gente.
«Llegué a la Ciénaga de Zapata el 7 de diciembre de 1989, pues en enero del siguiente año comenzaríamos a filmar la telenovela Cuando el agua regresa a la tierra. Pero resultó que el proceso de producción se atrasó un poco —algo normal en los programas de la Televisión Cubana, como si las dilaciones estuviesen contempladas en el plan—, así que hablé para que me dejaran marchar a un poblado de la zona con el objetivo de preparar mi personaje, porque ningún cenaguero vivía en Villa Girón, con todas esas comodidades.
«Estaba convencido de que debía convivir con esas personas, conocer su psicología, y me trasladé hacia Santo Tomás, en el mismo corazón de la Ciénaga, donde permanecí ocho meses. Pero un buen día, mientras se grababa Cuando el agua... en Los Hondones, me anunciaron que me andaba buscando el Comandante. Era Faustino Pérez que por ese entonces empezaba a dirigir el Plan de Desarrollo Victoria de Girón».
Lo que sucedió después en la carrera de Manuel Porto es más conocido: de las entrevistas con el Comandante Faustino Pérez surgió el Proyecto Artístico Experimental Ciénaga de Zapata que con el tiempo se convertiría en el Conjunto Artístico Comunitario Korimakao, único de su clase en el país, y que este 13 de agosto arriba a su 15 cumpleaños.
En pleno período especial aquel proyecto era una quimera, pero tanto Faustino como Porto estaban seguros de que «si bien había que llenarle el estómago a la gente, había también que llenarle la mente, el espíritu», asegura Porto.
«Korimakao es una obra pura de la Revolución. Por él han pasado centenares de jóvenes que han sido salvados por nuestra institución. Quizá ya no estén con nosotros y ni siquiera toquen la guitarra, pero mantienen otra actitud ante la vida. En nuestro conjunto los niños han aprendido a bailar, cantar, actuar, a disfrutar de un espectáculo de calidad. Y eso se agradece muchísimo, ya no nos preguntan por la pipa de ron, ni por la orquesta que va a tocar, ahora nos interrogan por lo que vamos a estrenar».
—Aunque el 12 de marzo de 1992 el Ministerio de Cultura aprobó el proyecto, no se inauguró el 13 de agosto...
—Así mismo. Primero iniciamos un trabajo masivo en todo los poblados de la Ciénaga (incluyendo Jagüey) buscando a los que les gustara el teatro, la música y la danza para formar grupos con ayuda de unos instructores que nos facilitó Jagüey, porque la Ciénaga no tenía. La idea era seleccionar los de más potencialidades, hallar un lugar donde albergarlos y empezar a prepararlos para constituir el embrión de un conjunto artístico que representara al territorio y, al mismo tiempo, preparar con esos talentos a quienes después se fueran incorporando. El 13 de agosto de 1992 reunimos al primer grupo (unas 70 personas) para montar La hoguera, la cual debíamos estrenar el 2 de diciembre de ese año, en Girón, escrita por Saúl Roger, guionista de Cuando el agua..., uno de los escritores que más información tiene acopiada en Cuba sobre la Ciénaga y a quien perdimos por desidia y burocratismos.
«Faustino nunca llegó a ver el espectáculo, porque estuvo aquel 2 de diciembre con Fidel en Las Coloradas. Se programó una segunda presentación para Playa Larga, el 26 de diciembre, y él murió el 24. Después de su muerte empezamos a vivir en la carretera, y yo me hallaba frente a dos disyuntivas: me iba y dejaba embarcado a todos aquellos muchachos que tenían mucha fe en lo que se estaba haciendo o me estaba un tiempito más para ver si se arreglaba. Y yo me fui por la última.
«Luego la Tormenta del Siglo paró la institución al punto de que parecía que tanto esfuerzo había sido en vano. Me reuní con Armando Hart, entonces titular de Cultura, quien me dijo que si el proyecto había empezado por los pantalones de Faustino, por los pantalones de Faustino tenía que seguir. Me volví a montar en el carro y hasta el día de hoy, que se ha ido convirtiendo en una institución con proyecciones concretas, con posiciones más universales, con un criterio de hacer un arte que beneficie a la gente que menos posibilidades tiene de consumir espectáculos con valores estéticos y artísticos.
«El proyecto volvió a tomar vida alrededor del 24 de mayo de 1994. Por eso a veces digo que nosotros en el 92 asaltamos el Moncada, después en el 94 desembarcamos en el Granma y también tuvimos nuestra Alegría de Pío. Aquí por poco se detiene la Revolución, pero empezamos a hacer cosas con un montón de jóvenes locos de la Ciénaga y otros que se fueron incorporando y Korimakao volvió a caminar, porque era un compromiso de honor, algo que yo sentía muy mío».
Los atractivos espectáculos donde se combinan las diferentes manifestaciones artísticas son muy esperados por los habitantes de la Ciénaga. —En casi dos décadas que has estado alejado de la capital, ¿no extrañas las cámaras?
—Mucho. No hay un solo instante en que no sienta añoranza por eso. A veces digo: «caballero, si viniera algún actor amigo mío y se diera una vuelta por aquí para conversar un rato, porque yo los extraño mucho», a ellos y al ICRT, la institución que me formó, primero como joven —entré con 21 años—, y luego como actor. Por tanto, la mayor parte de mi vida transcurrió dentro de ese mundo. Así que siento nostalgia por mis compañeros, por las cámaras, por la actuación... Es cierto que he hecho algunas cosas en los medios estando en la Ciénaga, pero quizá pude haber hecho muchas más en dependencia de las veces que se acordaran o no de que yo existía en ese lugar tan apartado... Veo los programas, las novelas, y me digo: si yo estuviera allí es posible que me ofrecieran un personaje en esa telenovela, en esa serie o en esa película. Es una añoranza constante, tanta, que hay veces en que las lágrimas se me asoman a los ojos.
«Pero no me arrepiento. Me parece que estoy haciendo algo muy importante, necesario para esa gente y mi país. Korimakao se ha convertido en la obra de mi vida como creador, como artista, como revolucionario, como persona, porque sé que es algo que va a quedar para los que vienen después».
—Antes de esa etapa, Manuel Porto se hallaba entre los tres actores cubanos más demandados de la televisión...
—Eso era lo que decían las estadísticas que me informaron entonces, lo que significaba que estaba entre los tres, cuatro o cinco mejor pagados. Claro, eso no quería decir que fuera de los primerísimos...
—Sin embargo, en todos estos años has demostrado que eres un actor que calas a tus personajes. ¿Cuál es el secreto?
—Creer en lo que haces, creer y creer. También el guión te ayuda, la manera como están escritos los personajes... A veces el actor tiene que esforzarse más para buscarle una verdad, porque no está en los textos. Pero mira, yo tenía un profesor el cual me hizo ver que los mejores actores del mundo son los niños, porque llegan a asumir que un palito es un caballo. El adulto que logre eso y tenga talento como actor, podrá construir los personajes.
«También me dijo otra cosa: interpretar es más que actuar, interpretar es cuando a la gente se le olvida que tú estás actuando. Uno acude, por ejemplo, a la memoria emotiva, a los recuerdos, las vivencias que pueden ayudarte a conformar una escena en un momento determinado. Esas son “trampas” de las cuales se auxilia un actor. Pero creer en lo que haces es la clave. Ese es el momento en que la gente exclama: oyeee, ¡qué bien te quedó eso!».
—Protagonizaste Habana, Havana, una película con la cual obtuviste un premio internacional de actuación, y que contaba la historia de un viejo muy pobre que salía en busca de un par de zapatos...
—Chico, un viejo, no, un hombre de mi edad (sonríe)...
—Bueno, un hombre de tu edad..., y has dicho que esa historia se parecía a tu vida...
—Mi origen es muy humilde, me crié en un ambiente muy hostil. Te digo seriamente que si no triunfa la Revolución, en el medio en que me estaba criando, la misma sociedad que me rodeaba, el nivel de humildad y de necesidades en que estaba sumido, posiblemente me hubiera convertido en el Escobar de Cuba, en el jefe del narcotráfico. No sé qué hubiera sido de mí si no llega el Comandante y manda a parar. Nunca pensé ser artista. Yo no recitaba ni Los Zapaticos de Rosa en la escuela. Para mí eso era una blandenguería. Yo era de Pogolotti, donde vivía la gente dura. No, no, yo no entraba en ese cuento, yo era hombre... hasta que un día me propusieron en el ejército actuar en una obra de teatro. Me negué, por supuesto, y me puse muy bravo con el que me lo insinuó, pero me explicó: «Mira, es que así podremos salir el fin de semana y quedarnos hasta el lunes en la casa». Apúntame ahí, le dije. Así empezó todo: para salir de pase fue que Porto se hizo actor.
«Después comprendí que yo estaba lleno de grandes prejuicios, influenciado por mi papá, por mi hermano mayor, por el ambiente familiar en el que me había criado. Eso de ser pianista, cantante, bailarín, actor... eso era... ¿Cómo un Porto iba a ser un artista?».
—¿Y cómo lograste convencer a tu familia?
—Cuando llegué a la casa vestido de verde olivo, mi papá pensó que me había fugado, y entonces le expliqué: no, es que mañana por la mañana tengo que estar ahí en 23. ¿A la televisión a qué?, me preguntó, y le dije que no sabía. (Éramos un tongón de guardias, 60 habíamos sido seleccionados por toda Cuba —por cierto, quedamos solo nueve, porque la prueba fue muy rigurosa. La hicieron Raquel Revuelta, Roberto Garriga, José Antonio Rodríguez, Enrique Santiesteban, las figuras de aquella época). Cuando regresé y le comenté de qué se trataba, ufff, el tipo plantó, y ni atrás ni adelante, claro, ya yo no era un muchacho.
«Después cuando me veía entre los extras, llamaba a los amigos para que no se perdieran las Aventuras, que su hijo iba a salir. Total, yo aparecía dos segundos montado arriba de un caballo, pero comenzaba a sentirse orgulloso de que su hijo fuera artista, así se le fueron quitando, como a mí, los prejuicios. Luego vino mi primer bocadillito, fue una etapa muy linda de mi juventud. Y te reitero: el ICRT fue esencial en mi formación como profesional y como persona, me hizo mejor ser humano».
—¿Qué tipo de personajes es el que más te atrae?
—Los buenos. Hay secundarios que son mucho más atractivos que los protagónicos. Eso de «el bueno» y «el malo» es un cuento, al igual que el planteamiento de que los malvados enganchan más. El quid está en que estén mejor o peor escritos, mejor o peor concebidos.
—¿Y alguno que te haya marcado y quisieras volver a interpretar?
—Muchos. De una forma u otra me han marcado todos los que he interpretado, eso también forma parte de la preparación del actor como ser humano. Uno representa a tanta gente y son tantas las cosas que vives, que vas acumulando un alto nivel de información.
«No sé... quizá me gustaría volver a interpretar al ciego de Los tiempos de cada uno, que alguna vez hice junto a Miguel Navarro, porque estoy seguro de que con un personaje como ese todo me va a salir bien, no por mí, sino por lo increíble que era Miguel».