Memorable duelo ofrecieron Consuelo Vidal y René de la Cruz en Julito el pescador; una actuación que será recordada siempre por los cubanos. Tenía yo 12 años cuando Julito el pescador irrumpió en el televisor de casa para dejar en mí un recuerdo inolvidable. Y no era que el rostro de René de la Cruz me fuera ajeno. El cine ya me lo había presentado por medio de El brigadista, de Octavio Cortázar, primero, y de Aquella larga noche, de Enrique Pineda Barnet, después. Puede incluso que su piel ennegrecida por aquel horrible sol que desde niño lo castigada mientras intentaba ganarse el escaso pan en los campos de su Sancti Spíritus natal, la hubiese prestado para vestir de lujo no pocos personajes, pero su rostro se fijó en mi memoria para siempre en aquella magnífica serie que se estrenó en diciembre de 1979, escrita por Abelardo Vidal y dirigida por Jesús Cabrera.
Todavía me parece estar viendo a la Elena inmborrable de Consuelo Vidal, tocando la frente de su hijo mientras su mirada vagaba perdida en un policlínico lleno de gentes hasta que el Julito, concebido por René como si fuese la joya más preciada de un maestro orfebre, se interponía ante sus ojos. «Tiene... un poquito de fiebre», le decía ella, y aunque ya sus palabras se han borrado con los años, jamás he podido olvidar su «flaca». La memorable escena, quizá la más emotiva que he visto en la Televisión Cubana, resultado de un duelo actoral de altísimo nivel, acabó por ubicarlo en mi registro personal entre los grandes histriones cubanos de todos los tiempos.
Luego René de la Cruz, mientras rodaba la serie en Jibacoa, le contaba al Juventud Rebelde de entonces, que el contacto con Julito (el agente de la Seguridad Leonilo Juan Saíz Hernández) había sido decisivo. «Durante tres meses estuvimos juntos en los trajines de la pesca, tirar y recoger la atarralla, preparar la nasa, manipular los avíos, y logró que yo, que no tenía nada que ver con todo eso, llegara a pescar hasta tiburones...
«Para el trabajo de actuación partí de dos cosas que nos vinculan estrechamente a ambos: el origen común y que somos revolucionarios. He tratado de ser lo más cotidiano posible, lo más cercano a la multifacética personalidad de Julito, a su humanismo, a su sencillez. Quizá es el trabajo donde más amor he puesto». Y tanto fue así, que René casi perdió su nombre, a pesar de que desde mucho antes había evidenciado su clase en las tablas.
«La base de todo actor, decía, lo que conforma todo para después hacer cine, radio y televisión. Mi vida la he dedicado al teatro». Y el teatro lo distinguió con su Premio Nacional, por la impronta que dejó lo mismo como parte del Conjunto Dramático Nacional, del Colectivo Teatro Nacional o el Taller Dramático, que como actor y director de colectivos como Teatro del Tercer Mundo y Teatro Político Bertolt Brecht (Cañaveral, Ha muerto una mujer, Hasta dónde me vas a llevar, El ingenioso criollo Don Matías Pérez).
Imagino que mientras los aplausos inundaban las salas por su destacado desempeño en obras como Santa Juana de América, Luciana y el carnicero, Réquiem por Yarini, Unos hombres y otros, El carrillón del Kremlin, El rojo y el pardo, Los enamorados..., De la Cruz veía pasar ante sí al muchachito que tuvo que venir a La Habana para intentar arreglar su vida y la de su familia, al joven que sudaba sin cesar, plancha en mano en una tintorería, hasta que el hermano del dueño —un actor de radio— lo convidó para que viera cómo se hacía un programa, experiencia que repitió embrujado hasta que le apareció la oportunidad de reemplazar a alguien que nunca apareció.
No sabía el director de Sucesos de aquí y de allá que René de la Cruz apenas sabía leer, cuando le ofreció el libreto que cambiaría su existencia.
«Yo tenía segundo grado de escolaridad, narraba en una entrevista. Pero fíjate si comenzó a gustarme la actuación, tenía tanto interés en ella y se me adentró tanto la idea de ser actor, que llegaba al estudio antes que nadie y cogía el libreto y empezaba a deletrear cada palabra y así poco a poco hasta que lo leía de corrido porque me lo había aprendido de memoria. Cuando me paraba delante del micrófono era un “león”, no me equivocaba ni una sola vez. La gente creía que yo estaba leyendo y muchas veces me elogiaban. Nunca se enteraron de que tenía solo un segundo grado cursado en una escuela pública y, para colmo, del campo, donde malamente te enseñaban el abecedario y a escribir tu nombre».
Lo demás es historia: Cadena Oriental de Radio, Cadena Azul, CMQ, el teatro, la televisión y el cine, donde regaló actuaciones antológicas como la que le valió, entre muchos otros galardones y reconocimientos que recibió a lo largo de más de 50 años de carrera, el premio Catalina de Oro en el Festival Internacional de Cine de Cartagena, Colombia, de 1990, por Bajo presión, de Víctor Casaus; una película a la que habrá que regresar, porque aunque nos duela, René de la Cruz ya no estará más físicamente entre nosotros, para poder desentrañar en qué consiste el don de ser un verdadero artista, aunque la clave puede estar en sus propias palabras: «El arte es muy comprometido, al menos para quien lo toma en serio. Yo lo tomé muy en serio y me ha costado casi la vida, me siento orgulloso, satisfecho y muy contento de lo que he hecho hasta ahora». Y nosotros también.