La imagen de un hombre que llevaba a un niño a conocer el hielo persiguió a Gabriel García Márquez hasta que la escena se convirtió en Cien años de soledad
Gabriel García Márquez le cumplió la promesa a su esposa Mercedes Barcha cuando decidió escribir Cien años de soledad; pero en lo único que le falló fue en el tiempo. Acordaron que mientras él escribía la novela, ella atendería la casa y la familia durante seis meses con el dinero de un auto empeñado.
Aquel era el tiempo en que su esposo esperaba terminar el libro; por lo que se encerró en un pequeño estudio, en el que no penetraba el ruido de la calle ni del hogar y donde, fielmente, cuando ya le iba haciendo falta, aparecían por las mañanas 500 cuartillas en blanco al lado de la máquina de escribir.
Al cabo de 18 meses, García Márquez apareció jubiloso con un bulto de 700 hojas en la mano. Eran los originales de la novela que lo lanzaría a la fama y en la que se contaba la saga de una familia, los Buendía, amenazada por generaciones con desaparecer si uno de sus descendientes nacía con una cola de cerdo.
Dicen que por cada cuartilla del manuscrito, El Gabo —como lo llaman sus amigos— había desechado cerca de cincuenta en un intento feroz por lograr la prosa más pulida posible y en la que ni siquiera perdonó los errores de mecanografía.
Mercedes, por su parte, lo recibió con una sonrisa y un puñado de facturas, cuyo valor ascendía a 120 000 pesos mexicanos, equivalentes a unos 10 000 dólares. Era la deuda de la familia, contraída en un año y medio de trabajo.
«Cuando el dinero se acabó, ella no me dijo nada», le contó García Márquez a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza. «Logró, no sé cómo, que el carnicero le fiara la carne, el panadero el pan, y que el dueño del apartamento nos esperara nueve meses para pagarle el alquiler. Se ocupó de todo sin que yo lo supiera, incluso de traerme cada cierto tiempo 500 hojas de papel».
REVUELO EN ARGENTINALuego de varios tanteos, la editorial Sudamericana, con sede en Buenos Aires, Argentina, se interesó por el libro; pero aún el matrimonio debía enfrentar el obstáculo de pagarle al correo el envío de la novela desde Ciudad de México.
Lo pensaron unos minutos y con un suspiro tomaron la decisión. Las últimas reliquias de la casa, un calentador para ahuyentar el frío, el secador de pelo de Mercedes y la batidora para hacer jugo, fueron llevadas hasta un mercado de baratijas y empeñadas hasta el último céntimo.
Dinero en mano se dirigieron a una oficina postal y fueron pagando el envío cuartilla por cuartilla. Cuando la última fue debidamente enviada al despacho y se quedaron solo con dos pesos de vuelto, Mercedes hizo pública una preocupación que la aguijoneaba desde hacía tiempo.
—Lo último que falta es que la hijaeputa novela sea mala —dijo.
Pero no lo fue. La editorial Sudamericana editó 8 000 ejemplares, que pensó vender en un año como mínimo. Sin embargo, los directivos abrieron los ojos cuando la edición príncipe, que lucía en la portada un galeón español, desapareció en 15 días de las tiendas de libros de Buenos Aires. Prepararon la edición continental y los 25 000 ejemplares se agotaron en un mes. No había más remedio. Era mayo de 1967 y el boom de Gabriel García Márquez había comenzado.
UNA ANCIANA QUE COPIAEL LIBRO A MANOPoco tiempo después del éxito, a García Márquez le preguntaron cómo se veía ahora como escritor y él respondió: «Más valiera estar muerto».
Y tenía razones para decirlo. Lo invitaban a cuanto congreso se celebraba, la televisión le proponía comparecencias en vivo, los mismos lectores le tocaban a la puerta o lo paraban en la calle y los periodistas, para entrevistarlo, se ordenaron en una cola que llega hasta los días de hoy.
Quizá, en esos momentos de sobresalto, debió acordarse de sus días de indocumentado en Caracas o cuando vivía a la picaresca española en un hotel de París, donde llegó a deberle 120 000 francos a la dueña, quien no se los cobraba por el afecto que le tenía.
Pero el caso es que el libro se había convertido en un terremoto. El escritor argentino Jorge Luis Borges dijo: «Le sobran cien páginas» y una rusa, amiga de Gabriel García Márquez, le contó que se había encontrado con una mujer, muy mayor, transcribiendo el libro a mano.
Cuando le preguntaron porqué lo hacía, la anciana respondió: «Porque quiero saber en realidad quién está más loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro».
Los críticos trataban de descifrarlo y saber porqué, en un pueblo sin rastros de magia, tan corriente como podían existir otros en Colombia o en toda América Latina, un escritor había puesto a levitar al cura Nicanor Reyna, después de tomarse una taza de chocolate, o cuál era la razón por la que Remedios, la Bella, saliera volando con unas sábanas, entre otras tantas locuras.
No satisfechos por las explicaciones, una junta de psicoanalistas argentinos se reunieron para hacerle una autopsia a Cien años de soledad. La conclusión fue que el libro reflejaba un complejo ya superado de Edipo, el protagonista de la tragedia griega de Sófocles, que, sin saberlo, mata al padre y le hace el amor a la madre después de casarse con ella.
En medio de tanto revuelo por entender un mundo tan loco, García Márquez se divertía. «Los críticos son hombres muy serios, nunca van a entender la novela —advirtió—. Ninguno podrá transmitir una visión real mientras no renuncie a su caparazón de pontífice y parta de la base más que evidente de que esa novela carece por completo de seriedad. Esto lo hice a conciencia, aburrido de tantos relatos pedantes, de tantos cuentos provinciales, de tantas novelas que no tratan de contar historia sino de tumbar gobiernos».
LARGA AGONÍA DEL CORONELAl parecer, los únicos que la entendían eran los lectores. Si no por defecto, al menos por intuición, descubrían que con este libro fantasía y realidad venían a unirse, como mismo había ocurrido con las novelas de caballería antes que Miguel de Cervantes las matara de ridículo con el Quijote.
Pero tuvieron que transcurrir 15 años para que la novela cuajara. Había empezado a escribirla a los 18 años y la había titulado La Casa. El propósito era que en ella entraran los sucesos más trascendentes de su vida, junto con los cuentos de su abuela, una anciana vestida de luto que narraba leyendas de terror y duendes con la mayor naturalidad en las tardes del caserón solariego de Aracataca, el pueblo natal de García Márquez.
Sin embargo pronto la dejó, porque sintió que aún no contaba ni con el aliento, ni la experiencia ni el conocimiento para acometer la empresa. Tuvieron que escribirse cuatro libros y sufrirse cinco años, en los que ni una palabra surgía, antes que la novela se le apareciera de golpe un día de 1965 cuando viajaba con su familia hacia Acapulco.
Fue como una inspiración. Giró de regreso al momento, Mercedes le preguntó asombrada: «¿Qué haces?», pero él no dijo nada hasta que llegaron a la casa y le reveló la aparición.
Meses más tarde, cuando le hicieron la primera entrevista a raíz del éxito del libro, recordó aquel momento en la autopista y confesó: «La tenía tan madura que hubiera podido dictarle a una mecanógrafa, allí mismo, el primer capítulo, palabra por palabra».
Encerrado en el pequeño estudio, García Márquez siguió el método que había desarrollado años antes y que consistía en escribir una página por día, si era una novela, o una línea, si era un cuento; no tomar notas, salvo algún apunte de trabajo; corregir a mano lo hecho la jornada anterior y detenerse en el momento justo, para retomar el hilo de la narración al otro día, bien dormido y descansado. Todo eso lo hizo con exactitud, de lunes a domingo, desde las 9:00 de la mañana hasta las tres de la tarde.
Durante esos 18 meses también cumplió con una de las reglas de oro de la narrativa, la misma que empezó a descubrir en sus comienzos literarios, y es que a los personajes
—por muy malos que estos sean— hay que quererlos y dejarlos que vivan su vida como si fueran el hijo pródigo de nuestras existencias.
Y, al parecer, con quien más cumplió esa ley fue con el más tétrico de todos: el coronel Aureliano Buendía. Sentía que debía morirse, pero algo lo impedía, por lo que continuaba inventando anécdotas para que pudiera vivir. En la cama, antes de dormirse, le comentaba a Mercedes: «Tengo que matarlo, pero no puedo».
Ese fue el tema durante varios días. Cuando terminaba de escribir, ella le preguntaba: «¿Ya lo mataste?», y el Gabo respondía: «No», y le contaba del nuevo fantasma o del pescadito de oro que había aparecido para que el coronel viviera. Al final repetía: «Lo quiero matar, pero no puedo».
Un día Mercedes vio el rostro de su marido bañado en aguas. Ella sintió una premonición y todo se detuvo. Le dijo: «Lo mataste». Entonces El Gabo recordó la algarabía del circo cuando llegó a Macondo, la mujer montada sobre la cabeza del elefante, el retumbar de los bombos y el júbilo de los niños, y por un instante volvió a sentir la soledad sin recuerdos del coronel cuando le apoyó la cabeza en el castaño. Miró a su mujer, con los ojos llenos de lágrimas, y con la voz firme le dijo: «Sí, lo maté».
Fuentes consultadas:
Alfonso Rentería Mantilla. García Márquez habla de García Márquez. Rentería Eds., Bogotá, Colombia, 1979.
Colectivo de Autores. Valoración múltiple sobre Gabriel García Márquez. Casa de las Américas, La Habana, 1969.
Gabriel García Márquez: Con el olor de la guayaba, conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. Editorial Sudamericana, Quinta Edición, Agosto de 1996.
Vivir para contarla. Grupo Editorial Norma S.A. Bogotá, Colombia, 2002.
Germán Castro Caicedo. Gabo cuenta la novela de su vida. En: ww.sololiteratura.com/ggm/marquezgabocuenta1.htm.
Lídice Valenzuela. Realidad y nostalgia de García Márquez. Editorial Pablo de la Torriente, La Habana, 1989.