A contraluz (Editorial Oriente, 2005), a la venta aún en nuestras librerías, está formado por dos ensayos y tres entrevistas. Pero no sé bien si reseñar el libro o escribir un pequeño homenaje a su autor, cuyos conocimientos sobre cine son ya enciclopédicos y para quien el cine cubano no tiene secretos. En una ocasión quise conocer un detalle sobre un filme hindú que había visto en esos días; llamé a Luciano Castillo, y recibí toda una conferencia telefónica sobre la poesía en la cinematografía de ese lejano país, gran productor de cine, pero del cual es una excepción ver un filme en Cuba.
Entonces, revisar, leer, degustar, es el oficio de este crítico, quien con A contraluz ofrece una experiencia vívida, porque el crítico apasionado que es Castillo, no es un frío catalogador y transmisor de datos —aunque si lo que queremos es referencias precisas, entonces hay que contar con sus libros, que suelen asumir sus propios ficheros y ofrecérnoslos, sin el menor sentido de que deba dejar información oculta. Ese interés por la comunicación hace de Luciano Castillo uno de los más prestigiosos críticos cinematográficos latinoamericanos de hoy.
Esa notable inclinación hacia la profundización crítica e interpretativa, se advierte desde la primera línea de A contraluz. En una ocasión, comienza diciendo: «Cuando el 15 de enero de 1897 llegó a La Habana el francés Gabriel Veyre, desde México, para instalar el Cinematógrafo Lumière en el local de la calle Prado 126...», y el lector se queda atónito, si lo que pensaba era solo en enterarse de cómo anda el cine cubano tras el éxito de Fresa y chocolate: el crítico va mucho más allá, usa la «técnica» del cuento de hadas: «había una vez...», y nos hace penetrar en el meollo de su texto, encantados e informados sobre fundaciones y leyes, sobre una ya remota proyección de Cinemateca en Camagüey, y sigue con un paneo acerca de la historia del cine cubano en la Revolución, con lo cual el ensayo deviene algo más que lo que su título enuncia. En el siguiente ensayo, Castillo entra de lleno en el análisis de la filmografía de Tomás Gutiérrez Alea, ya enunciada en el texto anterior; tiene el cuidado de no repetirse, aunque se advierte que ambos textos fueron escritos para diferentes ocasiones.
Luego, pasamos a las entrevistas a Nelson Rodríguez, Livio Delgado y Fernando Pérez, que nos regalan tres enfoques diferentes, debidos a sus respectivas especialidades como gentes de cine. Editores y fotógrafos rara vez son entrevistados, pero sus labores dentro de la realización fílmica resultan decisivas, de modo que un director no puede crear sin tales auxiliares. Las entrevistas de Luciano Castillo van a la raíz de los asuntos, se basan en la conciencia de para qué son ellas, qué finalidades han de cumplir, por lo que rebasan el proyecto periodístico de un neófito preguntando y un especialista respondiendo. En este caso, Luciano se enfrenta a su entrevistado saber en mano, pero reduce su participación en el texto solo a tópicos, no quiere robarse la escena. Si el que pregunta pareciera que «desaparece», el que responde va atinadamente al tema propuesto y se nota la complicidad y el papel del crítico en la propia respuesta. Castillo escapa de la trampa que se pone a sí mismo el crítico egolátrico, quien suele al entrevistar poner palabras en boca del que responde, influir en el plano de los conceptos, y hasta querer hacer que el otro diga lo que en verdad él querría decir. En las entrevistas de Luciano Castillo hay también técnica cinematográfica, pues al modo del director o realizador, el guionista de la entrevista se mantiene fuera de la escena, aunque su voz se sienta como dialogando con el interpelado.
La dedicada a Fernando Pérez es uno de los momentos mejores del libro. No solo porque Fernando sea un poeta del cine, porque tenga tanto para decir, porque su altura artística está más que demostrada, sino porque Luciano la organiza como un testimonio, como un diálogo en el que no aparecen las preguntas, sino una suerte de monólogo, dirigido tras bambalinas, en el cual el cineasta responde lo que parece ser preguntado, bajo un yo narrativo ágil y de rápidas definiciones.
De momento, como dice el prologuista Juan Antonio García Borrero, este libro nos confirma cuántas cosas por develar tiene el cine cubano, cuán entrañable es la mirada de Castillo, y cuán útil es su labor de pesquisador y de intérprete de una realidad, la fílmica, notable en la cultura latinoamericana. Es cierto que al cine cubano le quedan muchos aspectos por desentrañar, como también lo es que su autor no se detendrá en este volumen, pues su simiente es amplia, su laboreo intenso, su tenacidad ejemplar. Sentado frente a la pantalla, mirando en el sentido de la flecha de la luz, este crítico de cine trasciende ese mismo rótulo, para denotar que es uno de los investigadores más serios, disciplinados y profundos con que cuenta la exégesis cinematográfica en Cuba.