Cuando la conocí se me antojó frágil, tímida, quebradiza como el cristal, hada intangible y a punto para el vuelo. Alguien puro nervio, de hablar mesurado y seguro, belleza nada convencional y que parece levitar en el Tiempo; casi un personaje de novela a lo Henry James. Al leer Cuentos adolescentes, tiernos pero irreverentes, Cuentos locos para niños cuerdos o Un fantasma en el solar, entre sorpresa y asombro, disparate y carcajadas, supe que ella no es un ser real, sino la invención que de sí misma forjó para una de esas historias suyas en las cuales puede ocurrir hasta lo más insólito. Conociéndola mejor doy fe de una laboriosa especialista siempre bregando en talleres con niños, madre de dos adolescentes o comprometida autora que se autodenomina un «desastre», aunque toma muy en serio el reto de escribir para la infancia.
—¿Cuáles fueron tus lecturas de niña?
—Los libros que me impactaron y aún conservo en sus ediciones viejas y releídas fueron El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, de Selma Lagerlof; El libro de la selva, de Rudyard Kipling; Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain; Las mil y una noche árabes, Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving y si sigo, no paro, pues mientras, para total consternación de mis galaicos parientes, me negaba a comer, a su vez y con la avidez no deparada para los alimentos, devoraba sin parar cuanto libro cayese en mis flacas manos.
—¿Qué piensas del tono que deben tener las historias para la infancia?
—Es como en la música, cada autor tiene como un estilo propio que transmite a sus historias, y a su vez cada poema, cada cuento posee un ritmo interno, una melodía. Mas defiendo a ultranza tres principios: respeto a la inteligencia del lector, no aburrir y transmitir belleza en lo creado.
—¿Cómo concibes al autor ideal para niños?
—No creo en patrones prefijados, los esquemas me provocan rebeldía y burla, pero cuando imagino a alguien que escribe para niños pienso que sin falta debe ser bueno. Mi credo al respecto es la dedicatoria de Martí a su hijo en el poemario Ismaelillo, quien cree para los niños debe tener fe en el mejoramiento humano, en la vida futura y en la utilidad de la virtud.
—Si fundaras una editorial para niños, ¿qué obras y autores escogerías sin pensarlo?
—Escogería sin falta a casi todos los autores cubanos, hay un hambre psicológica en nuestros niños de libros nuestros, que no mitigan tiradas que en ocasiones no logran abastecer las bibliotecas; buscaría todas las opciones donde se vieran reflejados. Y además, jamás dejaría a ningún niño sin poder adquirir el Dailan Kifki, de la escritora argentina María Elena Walsh; Conrad, el niño que salió de una lata de conservas o Me importa un comino el rey Pepino, de la austriaca Christine Nöstlinger, Premio Andersen 1984.
—¿Cómo caracterizarías la actual literatura infantil y juvenil cubana?
—Creo que a pesar de los valores innegables de los creadores literarios actuales, el trabajo directo con los niños a través de mi centro laboral (Consejo Nacional de Casas de Cultura), el leer constantemente sus obras, me ha hecho pensar que existe un desfase entre lo que los adultos creamos para ellos y los intereses, modos de expresión y capacidades cognitivas de los niños y adolescentes cubanos. La iniciativa de la Editorial Gente Nueva de vincular a los autores con determinados centros escolares va a incidir en una provechosa retroalimentación.
—¿Qué atributos morales debe portar consigo un buen libro infantil?
—Atributos morales se crean mediante mecanismos psicológicos como: afirmación de valores mediante la coincidencia interna con lo narrado y negación de determinadas conductas por repudio. Por tanto, usando cualquier técnica literaria es posible crear valores, ahora, cualquier obra que suene a falsía, a «teque» empalagoso, es detectada por el lector infantil con una sagacidad intuitiva, que me pasma, y rechazada de plano por muy moralizadora que pretenda ser. La risa, el humor es capaz de crear más valores morales que un aburrido discurso.
—¿Eres parecida a tus personajes?
—Yo no me daba cabal cuenta de ello hasta que Alberto Hernández, todo mesura y paz, me dijo que en mis cuentos lo mareaban el movimiento constante de lo narrado, el delirante sentido del humor y cómo el punto de vista siempre coincidía cómplice con el del niño, jamás con el mundo de los adultos; pero que después de conocerme se explicaba el porqué. Como Alberto es mi amigo y yo optimista lo tomé como elogio.
—¿Reconoces en tu estilo influencias de autores clásicos o contemporáneos?
—Soy fan de María Elena Walsh, adoro a Lygia Bojunga Nunes y de los clásicos a M. Twain y a R. Kipling.
—¿Podrías opinar de la relación autor-editor?
—La relación autor-editor es como la de un matrimonio, si se compenetran perfecto, si no es un verdadero desastre en el cual el hijo del divorcio: el libro editado, sufre.
—Si tuvieras que salvar solamente diez libros de un naufragio ¿cuáles escogerías?
—Ojalá que nunca me toque escoger diez libros a salvar en un naufragio, posiblemente mientras decido me ahogue.
—¿Qué siente un autor cuando, conociendo el largo proceso de un libro desde que es apenas manuscrito, un buen día lo descubre en las manos del imaginado, pero no menos insospechado lector?
—Una de las mayores alegrías que me ha regalado la vida es ver reír a los niños leyendo un cuento que he escrito. Cuando estoy algo triste, recuerdo un momento, una carcajada, una cara sonriente y me digo, bueno, hija mía, eres un absoluto desastre, pero no un fracaso.